Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Con ojos de lector

Ese sitio donde tan bien se lee

Seis escritores opinan sobre el valor de la lectura y comparten los que constituyen sus hábitos más usuales como lectores.

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Leer en la cama, un hábito adquirido en la infancia

Mucho más gráfico y explícito es Pérez Olivares: "Leo siempre que puedo, pero sobre todo de mañana, mientras realizo el trayecto en ómnibus hacia mi trabajo (debo tomar dos: uno que va desde la zona de Sevilla donde vivo hasta la estación Plaza de Armas, y allí aguardar un segundo ómnibus que me lleva hasta el Polígono Industrial NAVEXPO, donde radica la librería en la periferia de Santiponce, un poblado que tiene fama por sus ruinas romanas. Ni sé los libros que me he leído en esos viajes por espacio de cuatro años, que son los que acabo de cumplir como aprendiz de librero. Éste es un hábito fijo, diario, que es como un ritual que se inicia la noche anterior, cuando preparo minuciosamente el libro que voy a comenzar a leer durante ese tedioso viaje. Si escojo mal, la paso negra, porque el libro y la lectura es lo único que me preparan para enfrentar el día y mi labor. Si acierto con el libro y la lectura me reconforta, paso un día estupendo.

"Por la noche leo más bien poco, porque desde que llego del trabajo me siento frente al ordenador para redactar artículos sobre libros que publica la Editorial Renacimiento o sobre cualquier otro asunto. O reviso mis poemas, o me pongo a escribir algún ensayito, etc. Casi siempre termino después de las 2 am, cuando el cansancio es ya insoportable. Entonces, dando tumbos como un fantasma, me voy a la cama".

Hay lectores que nos remiten de inmediato a esa especie de templo que es la biblioteca. El caso que probablemente casi todos han de recordar es el de mi admirado Borges, quien en más de una ocasión declaró que el hecho capital de su vida fue la biblioteca de su padre. A lo cual añadió: "No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro". Sin embargo, a muchos les ha de sorprender el hecho de que en su departamento de la bonaerense calle Maipú tenía una cantidad mínima de ejemplares (también Boris Pasternak, otro lector voraz, guardaba muy pocos libros en su casa). En esa rigurosa selección Borges excluyó sus propias obras, y lo justificaba así: "Yo no tengo ningún libro mío en casa. No, porque yo cuido mucho mi biblioteca. ¡Cómo voy a codearme yo con Conrad o con Platón! Sería ridículo. Yo no tengo libros míos y libros sobre mí, leí uno no más. Después no he leído ninguno de los otros. Por ejemplo, a Alicia Jurado le dije: «Mirá, yo te agradezco mucho que hayas escrito este libro, pero yo no voy a leerlo porque el tema no me interesa o no me interesa demasiado. Estoy harto de Borges». Y ella me dijo: «No, si es un libro en que no vas a encontrar nada desagradable». Bueno, le digo: «Sí. El tema. El tema central me es desagradable»".

A las bibliotecas privadas, la norteamericana Anne Fadiman, periodista y editora de la revista The American Scholar, dedica varias páginas en su deliciosa recopilación de ensayos Ex libris: Confessions of a Common Reader (existe traducción al español: Ex libris: Confesiones de una lectora, Alba, Barcelona, 2000). Allí narra el problema que se crea cuando dos bibliófilos se casan y analizan la conveniencia de unir sus respectivas bibliotecas. Fadiman cuenta que tras el nacimiento de su primer hijo, pensó que estaba preparada para dar el paso que realmente la uniría a su compañero: juntar los libros. Hasta entonces y durante varios años de convivencia, cada uno disponía de una parte del apartamento para almacenar los volúmenes, en riguroso orden los de ella, revueltos pero accesibles los de él. Se ocupa también de las complicaciones que implican las bibliotecas a la hora de mudarnos: "Cada vez que nos mudábamos, un carpintero construía decenas de estantes. Cada vez que nos íbamos, los nuevos dueños las arrancaban. Las paredes de las casas ajenas me parecían desnudas. Las nuestras no eran fondos blancos para obras de arte, eran obras de arte en sí, mosaicos del piso al techo cuyas baldosas de pigmentos vívidos eran altos y delgados rectángulos, de tacto placentero y, si a uno le gustaba, el olor mustio del papel viejo, de olfato placentero".

Pero me atrevo a asegurar que la cama es el lugar preferido por casi todo el mundo. ¿Por qué leemos allí? Probablemente porque se trata de un hábito adquirido durante la infancia. En esos años, era bastante usual (¿seguirá siéndolo hoy?) que los padres leyeran cuentos a sus hijos. Entonces no se tenía la opción de seleccionar, sino que las lecturas eran impuestas por los mayores. Pero además de que se trata del primer sitio privilegiado para la lectura que uno descubre, leer en la cama proporciona una peculiar sensación de intimidad, que no se disfruta, por ejemplo, en un tren, en un aeropuerto o en la sala de espera de un hospital. Es curioso, sin embargo, que ese mueble puede conspirar a la vez contra la lectura. La comodidad de la posición horizontal que provee la cama puede provocar que uno acabe durmiéndose con el libro entre las manos, sobre todo si éste no es muy interesante. Y a propósito de este punto, parece ser que era así como le gustaba leer a Leonor de Aquitania. Al menos, es lo que me hace suponer la estatua esculpida en piedra que cubre su sepulcro. Está tumbada y tiene apoyado sobre su estómago un libro que está leyendo.

Pero ya se sabe que en cuestión de gustos no hay nada absoluto ni definitivo. En Los libros en mi vida, el novelista norteamericano Henry Miller cuenta que raras veces leía en la cama, a menos que se sintiese indispuesto o fingiera sentirse mal para gozar de un breve descanso. Confiesa que al contemplar el pasado, le parece que siempre leía en posturas incómodas. Pero a pesar de ello, agrega, lo leído penetraba y captaba toda su atención y todas sus facultades.

Por el contrario, según el autor de Trópico de Cáncer hizo sus mejores lecturas en el cuarto de baño, sentado sobre la loza blanca y fría. El retrete, por cierto, también era para Marcel Proust el sitio ideal para la lectura, las ensoñaciones, las lágrimas y el placer sensual. Miller, no obstante, puntualiza al respecto: "Por lo que he podido establecer mediante conversaciones con amigos íntimos, la mayoría de las lecturas que se hacen en el retrete es lectura inútil. Los periódicos, las revistas gráficas, los folletines, las novelas policíacas y de aventuras, y todos los cabos sueltos de la literatura, que es lo que la gente lleva al baño para leer. Algunos, según me dicen, tienen estantes con libros en el cuarto de baño. Su material de lectura los espera, por así decirlo, como los espera en el consultorio del dentista".

Claro que convendría explicar a los amigos de Henry Miller que hay retretes y retretes. El excusado, que de acuerdo a los médicos es el mejor de todos, no creo que sea precisamente un lugar idóneo para leer. Para que me comprendan mejor, me refiero a ese tipo de servicio sanitario, si así se le puede llamar, que en Cuba existía en las unidades militares, en las terminales de ómnibus y en los campamentos donde vivían los estudiantes de secundaria y preuniversitario cuando iban por 45 días a trabajar en el campo. Aquellos excusados no tenían asiento, sino que consistían en un agujero en el piso con dos baldosas para poner los pies (los mejor construidos contaban además con un pasamanos a los lados para mantener el equilibrio). Como resulta fácil deducir, leer en semejantes condiciones (podría extenderme y hablar de otras, para que conste aquí que renuncio a hacerlo para no sonrojar a mi amigo Orlando) era poco menos que imposible, a menos que uno fuese un equilibrista muy diestro.

Acerca de este tema del sitio donde se lee, algunos especialistas en la materia consideran que debe existir un contraste entre el contenido del texto y el entorno. A cada libro, por tanto, corresponde un cierto lugar de lectura, y entre ambos existe un nexo inextricable. Siguiendo ese principio, Allan Sillitoe considera que "la mejor ocasión para leer un buen relato elegante es un viaje solitario en tren". Ignoro si también lo aplicaba Henry Miller, cuando señaló que "hay pasajes del Ulises que sólo se pueden leer en el retrete, si se les quiere extraer todo el sabor al contenido". Sí estaba plenamente de acuerdo con esa tesis Auden, para quien el libro tiene que estar en desacuerdo con el espacio donde se lee. Así, para él los cuentos fantásticos y las novelas policiales hay que leerlos en la cama. Si uno quisiera seguir su consejo, ¿dónde debería leer Los pasos perdidos de Alejo Carpentier? ¿En qué sitio sacaría más provecho de El mundo alucinante de Reinaldo Arenas? ¿De Enemigo rumor de Lezama Lima? ¿O de Tres tristes tigres de Cabrera Infante? La cosa, convendrán conmigo, tiene su miga.


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