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Con ojos de lector

Ese sitio donde tan bien se lee

Seis escritores opinan sobre el valor de la lectura y comparten los que constituyen sus hábitos más usuales como lectores.

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Resultaría extremadamente difícil encontrar a un escritor que no profese la pasión por la lectura. Y no sólo por aquello de que constituye una actividad fundamental en su oficio. Tiene que ver con el significado especial que poseen los libros, acerca de lo cual el poeta ruso Joseph Brodsky afirmó: "Cuando manejamos estos objetos rectangulares en nuestras manos no nos equivocaremos si suponemos que estamos acariciando las urnas que contienen las cenizas susurrantes de alguien. Por así decirlo, las bibliotecas (privadas o públicas) y las librerías son cementerios: las ferias de libros lo son también. A fin de cuentas, lo que se pone en un libro es, en último análisis, la vida de un hombre, buena o mala, pero siempre finita. El que dijo que filosofar es prepararse para morir tenía razón, escribir un libro no rejuvenece. Ni rejuvenece leerlos". En otros términos y de manera mucho más sucinta, la poeta cubana Damaris Calderón expresa: "Leer es una de las cosas que más disfruto y que más me ha ayudado no sólo a escribir, sino a vivir. No concibo la existencia sin libros, sería como la falta de aire, de luz". Estoy seguro que opiniones similares a la suya podrían recogerse entre otros autores.

En cambio, obtendríamos respuestas mucho más diversas y contrastadas si los interrogamos acerca de sus hábitos de lectura, por ejemplo, el lugar donde acostumbran a hacerlo. A modo de muestreo, consulté a algunos escritores cubanos, y lo primero que debo señalar es que leen en los espacios que son más habituales y recurrentes. Ninguno mencionó alguno insólito, aunque de que los hay, haylos. Cósimo Piovasco, el protagonista de la novela de Italo Calvino El barón rampante, leía encaramado en un árbol del parque de la casa de su familia (en una de las fotos tomadas cuando se hallaba en las selvas bolivianas, el Che Guevara aparece leyendo en igual postura, aunque presumo debe ser más bien incómoda).

Según el crítico francés Saint-Beuve, las Memorias de Madame de Staël debían leerse "bajo los árboles de noviembre". El poeta inglés Percy Bysshe Shelley confesó que solía desnudarse y sentarse sobre las rocas para leer a Herodoto, lo cual hacía hasta que dejaba de sudar. Marguerite Duras raras veces leía en playas o jardines. Su argumento era: "No se puede leer con dos luces al mismo tiempo, la luz del día y la del libro. Hay que leer con luz eléctrica, la habitación a oscuras, sólo la página iluminada". Y a pesar de que desde adolescente su sitio habitual era la cama, la novelista Colette declaró que sólo podía leer la Historia de Francia de Jules Michelet acurrucada en el sillón de su padre y en compañía de Franchette, "la más inteligente de las gatas".

Mas nada que ver, ya digo, con el catálogo de los lugares donde leen los autores por mí consultados. Están, en primer término, los lectores todoterreno, como la novelista Daína Chaviano: " No tengo hora, ni sitio fijo para leer. Puedo hacerlo en cualquier momento y en cualquier lugar o circunstancia, me da igual la cama, un sitio público, la consulta de un médico, o frente a un plato de comida (costumbre que mis padres intentaron corregir sin éxito durante toda mi infancia y adolescencia). Tampoco necesito condiciones ambientales especiales para leer. Si encuentro un libro que me apasiona, se me puede olvidar el entorno e incluso las horas de comer". Damaris Calderón, por su parte, anota que "como he llevado una vida más bien nómada, he leído donde he podido y cuando he podido. Pero prefiero hacerlo en la cama, de noche, rodeada de silencio". Tampoco posee hábitos fijos el periodista y crítico cinematográfico José Antonio Évora: "Como lector de literatura no tengo rutinas: lo hago a veces antes de acostarme y, en ocasiones, de madrugada, cuando me desvelo y elijo entre una película o un libro".

En este sentido, el ensayista y novelista Jorge Ferrer demuestra ser un tanto más exigente respecto al ámbito y las condiciones: "Con los años, mis hábitos de lectura han cambiado. De niño y de adolescente una adolescencia que estiré, en esta materia, hasta los veintipocos años, solía leer acostado y hasta altas horas de la noche. A veces, amanecía con un libro en las manos, lo que justificó mi saludable record de inasistencia a la universidad. Desde hace unos diez años, y es práctica cada vez más afianzada, leo muy poco en la cama o estirado en el sofá. Ahora lo hago en un balcón que da al tranquilo interior de la manzana. Allí, butaca de mimbre, profusión de plantas y la cruz de hormigón que corona la iglesia vecina que casi alcanzo a tocar con la mano. En esa butaca me instalo cuando me levanto cada mañana en torno a las once y leo tanto letra impresa, como sobre la pantalla de la laptop. Hacia las doce, abandono la luz mediterránea por la sobriedad de mi mesa de trabajo. A partir de entonces y hasta las ocho de la tarde, leo y escribo allí. Si el trabajo que esté haciendo requiere alguna lectura extensa, me levanto, le doy la espalda a la mesa y leo de pie con el libro reposando en una balda del librero, que me sirve de atril. No hay en ello manía alguna. Simplemente, se trata de darle reposo a mis quejosas vértebras.

"Suelo volver al referido balcón y leer otra hora antes de cenar. A medianoche, vuelvo a la mesa de trabajo por otras tres horas en las que leo casi exclusivamente sobre la pantalla del ordenador. Naturalmente, hay libros u obsesiones momentáneas que alteran ese ritmo. En cuanto a las condiciones, la única imprescindible es la ausencia de ruidos que me distraigan. Por suerte, mi casa es extremadamente tranquila, incluido el balcón. Casi invariablemente, leo con música de fondo que atenúe esos ruidos por mínimos que sean. Bach y Satie son aliados cotidianos en ese empeño".

En La raza de los nerviosos, la narradora argentina Vlady Kociancich cuenta que cuando iba al trabajo, su padre se llevaba un libro y lo leía en el camino. El detalle curioso es que el medio de transporte que utilizaba era una bicicleta. Luego Kociancich comenta: "Nunca pude leer en bicicleta pero me jacto de haberlo hecho en el colectivo 39 de las ocho de la mañana y quien tome el 39 a esa hora sabrá cuánta concentración y tono muscular se necesitan para sostener el libro y dar vueltas las páginas entre frenadas en las curvas y aceleradas ante semáforos en rojo". De acuerdo a su testimonio, no es ésa la experiencia que como lectores en los transportes públicos de España han tenido el ensayista Duanel Díaz y el poeta y pintor José Pérez Olivares. He aquí la breve respuesta enviada por el primero: "En cuanto a mis hábitos de lectura, no tengo hora ni sitio fijo. Leo lo mismo en casa que en el metro. Mi único hábito, o más bien manía, es tener siempre a mano un resaltador, pues acostumbro a marcar todos los libros que leo, destacando las ideas centrales o los pasajes que por algún motivo me interesan más".


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