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Literatura cubana, Poesía, Padilla

Gracias poeta

Este año se cumple medio siglo de que Fuera del juego, de Heberto Padilla, lograra el premio de poesía “Julián del Casal” de la Unión de Escritores de Artistas de Cuba (UNEAC)

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Pese a su rechazo inicial, pocos años bastaron a Heberto Padilla para cumplir a plenitud —con exceso en ocasiones— las tres opciones a que lo condenó Guillermo Cabrera Infante en 1969: “el oportunismo y la demagogia en forma de actos de contrición política, la cárcel o el verdadero exilio[1]”.

Para quienes de una forma u otra creímos iniciar el camino de tomarnos en serio la literatura en Cuba —a principios de la década de 1970—, siempre llega el día en que uno se detiene e intenta analizar lo que llegó a significar Padilla: como figura literaria y como representación del intelectual que en determinado momento se cuestiona al Gobierno. O mejor aún: cuando a ese intelectual le llega el turno en que el régimen se enfrenta a él y busca destruirlo.

Lo hice hace 20 años y vuelvo ahora a lo mismo, casi como una pesadilla recurrente y con igual motivo: porque ni Cuba, ni Padilla, ni nosotros fuimos los mismos después de que este se viera obligado a formular su autocrítica en 1971.

Conocí a Heberto ese año, luego de la farsa en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), en que no solo se repudió con impudicia sino —sin aparente muestra de vergüenza— denunció a escritores amigos e incluso a la que entonces era su mujer, Belkis Cuza Malé. El hecho desencadenó una oleada de repulsa internacional, pero en Cuba Padilla vivió el desgraciado destino del paria.

Recuerdo que su única compañía y apoyo inseparable era Alberto Mora, al que yo admiraba y me atrevía a considerar mi amigo. Pero Alberto terminó suicidándose, entregado a esos demonios que en aquellos días eran muy visibles alrededor de Heberto. Hijo de Menelao Mora, uno de los organizadores del asalto al palacio presidencial en época de la dictadura de Fulgencio Batista, Alberto, exministro del primer gabinete revolucionario y aún comandante de la Revolución, cometió un suicidio político que tenía mucho de denuncia contra Castro, pero también encerraba el acto pueril de hacer lo que Padilla no había hecho.

Para Alberto, la vida del poeta era más importante que la suya, una equivocación que sus amigos nunca hemos perdonado a ambos.

Heberto por su parte también vivía presa de sus terrores, dudas y arrepentimientos. Durante el velorio de Alberto mostró una cuchillita de afeitar. Ese día Pablo Armando Fernández había tocado presuroso en su casa para comunicarle la muerte del amigo mutuo. En la funeraria Heberto contaba que, temiendo fuera la Seguridad del Estado quien tocaba a su puerta, había estado a punto de cortarse las venas. Sin duda la declaración tenía cierto histrionismo —que siempre destacaba en Heberto—, pero su rostro mostraba un terror verdadero.

Padilla nunca llegó a recuperarse de aquellos días y de aquel acto en la UNEAC. No le sirvió para ello el exilio, sino todo lo contrario. Nunca llegó a brillar de nuevo con esa actitud muchas veces agresiva y otras pedante —siempre irónico y provocador— que lo caracterizó en Cuba. En las semanas que siguieron al suicidio de Alberto, Sara y yo lo vimos varias veces en casa de Pablo Armando —al que quiero recordar entonces cobarde pero no vil—, destruido, pero aún altivo. Esa altivez la perdió tanto en Cuba como en Estados Unidos[2].

Casi, o más de, una década después lo vimos en Miami, en una casa que él y Belkis habían comprado (¿pensaban comprar, habían alquilado?) y durante su primer encuentro con Cabrera Infante tras llegar al exilio, mientras esperábamos al escritor Benigno Nieto, generoso y amable como siempre, y quien aparece en un cuento de GCI —en un momento que recuerdo especialmente porque el personaje dice lo mismo que yo había dicho antes en un aula del pre, o después según la época del cuento, para arrepentirme de inmediato por las implicaciones políticas— y es uno de los mejores momentos del relato y pocos lo saben (que el personaje es Benigno). Padilla entonces trataba de rehacer su vida y creo aún tenía esperanzas de lograrlo.

Años después, en otra ocasión en que estaban Norberto Fuentes, Ricardo Bofill y Jorge Dávila, Padilla ya era una caricatura de sí mismo: el pelo teñido, el rostro flácido. Su conversación había perdido agudeza y se refugiaba en el pasado.

Con su salida al exilio, Fidel Castro logró librarse más que de un enemigo de un obstáculo, no solo en el terreno cultural sino en el de la civilidad. Para anular al poeta, el gobernante traspasó en un alarde máximo esa mezquindad y grosería característica de toda su vida.

Como poeta, Padilla cerró un ciclo en la literatura cubana. Desarrolló un tipo de poesía tan compenetrada con la realidad y el momento —y al mismo tiempo de un lirismo tan propio— que no admite seguidores. Quienes en mayor o menor medida intentamos imitarlo siempre fracasamos. Padilla no dejó escuela. Resumió en su persona y en su obra poética un momento de confrontación, arrepentimiento y duda único.

En su papel de intelectual crítico y contestatario, su influencia fue ambigua para quienes empezábamos. Puede que en determinado momento su sumisión de la autocrítica nos restara fuerzas y esperanzas, pero en última instancia nos enseñó a no creer en los héroes, nos libró de la inocencia y nos regaló el cinismo, al tiempo que nos ayudó a protegernos de cualquier épica. Pero junto con ello no permitió nunca que el amor y la esperanza murieran del todo. Fuera del juego eclipsa injustamente otros dos buenos libros de poesía, El justo tiempo humano —con su verso agorero: “Contra mí testifica un inspector de herejías”— y El hombre junto almar.

Hace 50 años, cuando Padilla decidió presentar a concurso el manuscrito de Fuera del juego, escogió un lema para que le sirviera de seudónimo e identificación de la obra: “Vivir la vida no es cruzar un campo”. No fue un texto escogido al azar. Se trata de un verso del poema “El huerto de Getsemaní”, que aparece al final de la novela El doctor Zhivago, de Boris L. Pasternak. Al igual que el personaje de la novela, y de la misma forma que el escritor que la crea, los tres son destruidos por una revolución, Padilla fue triturado por un proceso injusto y deshumanizado, aunque consiguió dejarnos algo —sino gritos al menos ecos— de rebeldía, protesta y advertencia que aún a veces sirve de compañía. Gracias Heberto.

Este texto actualiza y amplía la versión original, y con igual título, publicada en el Nuevo Herald el lunes 2 de noviembre de 1998.


[1] “Respuesta a Guillermo Cabrera Infante”, de Heberto Padilla. Primera Plana, Buenos Aires, n. 313, 24 de diciembre, 1968, pp. 88-89. Reproducido en Rialta. El magazine literario Rialta publicó en mayo un dosier con documentos sobre el premio a Fuera del Juego y las consecuencias posteriores.

[2] Por esa misma época, antes de conocer a Padilla, comenzó mi amistad con Norberto Fuentes. Un episodio de entonces aparece en Cuaderno de CubaNorberto acaba de publicar su versión sobre lo ocurrido durante el “Caso Padilla”. Puede adquirirse en amazón.


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