Sergio Pitol, Literatura, Literatura mexicana
Ha muerto Sergio Pitol, amante de La Habana, Lecuona y Esther Borja
Pitol conversaba despacio, pausadamente. Rompía las palabras en sílabas acompasadas
La primera vez que tuve conocimiento de Sergio Pitol (Puebla, 18 de marzo de 1933–Xalapa, Veracruz, 12 de abril de 2018) fue por una novela traducida por él: Las Puertas de Paraíso, del polaco Jerzy Andrzejewski (1909-1983): fábula mística y enigmática que me marcó para toda la vida. Otros libros cruciales en mi formación fueron trasladados al español por el autor de El tañido de una flauta: Otra vuelta de tuerca, de Henry James, ¡El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, Un drama de caza, de Antón Chejov, Madre de Reyes, de Kazimiers Brandys, Diario de un loco, de Lu Hsun… / Después vinieron los libros suscritos por él: nunca olvido cómo leí de un tirón, una noche lluviosa de mayo de 1990: Domar a la divina garza, relato de entusiasmos extremos y de equívocos en la ciudad de Estambul.
Lo conocí en el Puerto de Veracruz en 1995. El musicólogo Helio Orovio y yo fuimos invitados a dictar una conferencia: Alejo Carpentier y la música afrocubana. Yo me detuve en la correspondencia entre la prosa barroca del autor de El reino de este mundo y el jazz afrocubano. Sergio Pitol estaba sentado en la primera fila del auditorio. Fue Orovio, quien me avisó de su presencia. Terminamos, y el narrador nacido en Puebla se acercó muy amable a conversar con nosotros. “Yo no sabía del grupo que usted presentó, Irakere, y menos la obra Misa Negra, que estoy de acuerdo: después de escucharla, es una traslación de la prosodia verbal de Carpentier a la música afrocubana.”
Pitol conversaba despacio, pausadamente. Rompía las palabras en sílabas acompasadas. Cada vez que visitaba Xalapa iba a saludarlo. Me habló muchas veces de su viaje por todo el Caribe cuando era un adolescente y su arribo a La Habana. Sus caminatas por Moscú, Praga y Budapest. Sus estancias en Roma, Barcelona, Pekín y Varsovia. “La ciudad extranjera se hace de uno cuando la caminamos. Una ciudad es su olor y también su sol. El sudor de las mujeres en los mercados, las frutas exudando su jugo, los muchachos y las miradas. He viajado mucho, nunca me han gustado las fotos. Han sido mis manos, mis ojos y mis piernas los testigos de mis andanzas. Viajar es trajinar por la polvareda de los sitios que descubrimos”, me dijo en una de mis visitas a su casa de Xalapa.
En 1999, cuando se cumplieron 10 años del suicidio de Sándor Márai por un tiro en la cabeza aquel fatídico febrero de 1989 en San Diego, me llamó por teléfono para decirme que fuera a visitarlo: “Tenemos que rezar juntos por Sándor Márai y leer algunos párrafos de El último encuentro, una novela que acaban de traducir al español y se la quiero regalar, aquí la tengo. Venga a verme y le cuento de este hombre que decidió quitarse la vida a los 88 años. Un acto heroico. ¿Verdad?” Le debo a Pitol mi encuentro con el autor de La Gaviota.
“Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes”, tomé estas palabras suyas como amuleto. Muchas veces se la dije de memoria y me decía: “Qué horror. ¿Yo escribí eso?”. Su sentido del humor era implacable.
El autor de Pasión por la trama miraba con suavidad inflamada. Se detenía en los ojos de los otros. Sonreía impuntual y cómplice. / Yo le contaba de Reinaldo Arenas y él me hacía cuentos de Bernhard en Viena. Yo le mostraba un paso de chachachá y él me hablaba de la Ópera de Pekín. Yo le leía pasajes en cubano de Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y él me recitaba en ruso a Alexander Pushkin. Yo le describía el asma de José Lezama Lima y él me departía del poeta colombiano Darío Jaramillo. Yo le decía de Hemingway en La Habana y él me relataba del Kurtz de El corazón de las tinieblas. Yo recordaba a Antón Arrufat y él disertaba de la batalla de Tebas. / Conversar con Sergio era como arrumbar en la sinuosidad de una sutil cadencia de suave espesura.
“El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guarda y la aviesa serpiente, la manzana y el árbol y el demonio”, escribió en El mago de Viena de Tríptico de la memoria.
La literatura como otra representación de lo existente, posiblemente la más auténtica. La imaginación al servicio de lo palpable. Allí donde la realidad se sublima, la poesía se compendia en apariencia luminosa. / “La literatura es una forma íntima de la utopía, no hay tal lugar, pero en la literatura es posible, es habitable. Hay que luchar con el ángel hasta alcanzar la bendición”, decía en medio de la penumbra de la sala de su casa en Xalapa. / Pitol se dejó atrapar por el lenguaje y convivió en la espina de su almanaque. / Un cosmos que es un patio de sosiego: un árbol crece en la presencia del tiempo que estalla sigiloso en la sonata de Dios.
“Me gusta mucho La Habana. Allá tengo grandes amigos. El gran Antón Arrufat y su conversación pícara, chismosa, murmuradora, aguda, inteligente. Allá ese mar a la vuelta de la esquina. Allá el Prado y sus encrucijadas. Amo el puerto de La Habana y el olor a petróleo de los barcos. Cuando me llevaron a Guanabacoa, un santero me dijo que yo iba a vivir muchos años. Estoy satisfecho, algunos de mis libros circulan por La Habana”, me manifestó una tarde de 2005 en la Ciudad de México. Ese mismo año le dieron el Cervantes.
Le regalé un disco con temas de Ernesto Lecuona vocalizados por Esther Borja. Él me regaló algunas partituras de Manuel M. Ponce. Muchas veces llegué a su casa y estaba escuchando el álbum que le había obsequiado. Escucho el silencio atribulado de un violín. La asimetría del ancladero traza la vacilación. Un delirio se arrebuja en la luz. Distintas circunstancias o quimeras se hacen posibles en la conjetura del desfile del amor. Se escucha el eco de la melodía de una pieza del pianista autor de La comparsa. Sergio Pitol baila un vals a la intemperie. Esther Borja canta “Damisela encantadora”.
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