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Hablando de Guillermo Rosales

El libro de Mirabal y Velazco es hipnótico y fascinante, casi necesario además, para la reconstrucción de la pesadilla histórica en que hemos estado metidos los cubanos

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Después de la publicación de Sobre los pasos del cronista (2010) por Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, sobre “el quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965”, publicado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y Buscando a Caín (2012), publicado por Ediciones ICAIC, ambas en “la otra orilla”, Mirabal y Velazco le dan otra vuelta a la tuerca con Hablar de Guillermo Rosales (2013), publicado por Editorial Silueta, con sede en Miami (es decir, en “la orilla de acá”), ofreciéndonos de entrada un marcado contraste editorial. No voy a entrar en especulaciones sobre lo que esto significa, porque no soy ni adivino ni profeta, y otros muchos se encargarán de intentarlo, aunque el secreto del caso estará escondido en las 256 combinaciones de las nueces o caracoles que forman el dilogún sobre el Tablero de Ifá, así que me concentraré en el libro en sí mismo. Requiere la tarea, de parte del lector, un esfuerzo de internalización y buena voluntad, que obliga a reubicarse de buena fe en el contexto básico de una militancia agresiva revolucionaria, metralleta en mano, como punto de partida de la acción (el triunfo revolucionario) en la revista Mella, con todas sus consignas, imposibles de aceptar hoy en día por buena parte de nosotros. Sin embargo, debe hacerse para ponernos en situación, casi teatralmente hablando, y tratar de entender las múltiples circunstancias que llevaron al desastre histórico cubano, sin tirarnos a matar en un enfrentamiento entre buenos y malos, aunque reconozco que es difícil.

Dicho lo anterior, tengo que afirmar que el libro de Mirabal y Velazco es hipnótico y fascinante, casi necesario además, para la reconstrucción de la pesadilla histórica en que hemos estado metidos. Hay que hacerlo, más allá de toda discrepancia. En primer término, su estructura se basa en un principio de fragmentación y perspectivas múltiples, donde “la existencia independiente de las partes confirma la vigencia del todo”, como escribo en la contraportada, base técnica que le da solidez al trabajo y nos vuelve copartícipes del desarrollo y nos invita a entrar en el juego. Ya lo hicieron en los dos libros sobre Cabrera Infante, insertos en una panorámica nacional muy llena de recovecos. Contrastando con este, Rosales nos lleva hacia la plenitud de la locura, aunque a pesar de su esquizofrenia, es una figura más concentrada que se mueve hacia dentro, inclusive más uniforme. Fundamentalmente, el autor de Tres tristes tigres es siempre un ser racional, y por lo tanto dramático, mientras que el de Boarding Home es un personaje trágico, iluminado por la locura. Además, el primero está visto dentro de los términos de una relación amor-odio por aquellos que lo conocieron; mientras el segundo fue querido por todos (según dicen los que testimonian). Mientras que Cabrera Infante nunca pierde de vista el objetivo, Rosales, atrapado en las redes de su cerebro y en medio de una siniestra lucha familiar, va a existir dentro de la médula de una crueldad destructora, incluyendo la genética, y si de personaje trágico se trata, gana la partida. No atenta solamente contra su vida, porque a ello agrega la destrucción de su propia obra literaria. Sus actos nos conducen hacia un precipicio, y dejar constancia de la trayectoria es el logro periodístico, histórico y fictivo, de Hablar de Guillermo Rosales.

Dividido en dos partes, a la primera le corresponde a una narrativa lineal y cronológica de la vida y obra periodística y creadora de Rosales, similar a lo que hacen en Los pasos del cronista, pero de una dimensión menos extensa de acuerdo con la diferencia que hay entre ambos escritores. La tarea que se imponen es casi un imposible, dada las circunstancias en que cualquier investigador cubano se encuentra, porque no es cosa de hacer las maletas y decir, “bueno, pues me voy para La Habana o para Miami para documentarme”. Aunque separados por sólo noventa millas, la extensa burocracia política las supera con creces y crea dificultades insalvables, que se hacen evidentes después que Rosales se va de Cuba en 1979 y se produce un inevitable anticlímax investigativo, un espacio semi-desértico de un Guillermo Rosales deambulando y alienado por Miami, como si no lo viéramos del todo. ¿O… acaso lo vemos? Inclusive por este hecho, los autores ponen el dedo en llaga de una herida supurante.

Todo el período comprendido desde el momento en que Rosales entra en acción en la revista Mella, hasta cuando se va del país, está investigado al dedillo y la reconstrucción es medular, tanto desde el punto de vista personal como del de su obra dentro del contexto histórico cubano. El callejón sin salida queda planteado desde la primera página: “Incómodo siempre con su ámbito, alimentó una relación conflictiva con su tiempo. Tras un perenne esfuerzo por “integrarse” a un medio en el que era mirado con recelo por sus recurrentes crisis nerviosas, vio en la salida de Cuba la promesa de una vida diferente” (7), para encontrarse, como quedará demostrado, en un atolladero. Su personalidad, y la de la propia revista Mella (como hicieron antes con Lunes de revolución, aunque hay un abismo entre una publicación y la otra), emerge claramente: un joven, casi un adolescente, que se deja arrastrar, con más o menos intensidad ideológica y marxista, por una serie de hechos tomados como buenos, desde la alfabetización a la “lucha contra bandidos”, píldora particularmente difícil de tragar para aquellos que han visto a los supuestos “bandidos” desde otra perspectiva.

Ya desde un punto de vista literario, emerge el autor de una narrativa breve efectivamente interpretada por Velázquez y Mirabal, el desasosiego alucinante de generaciones cubanas que se encadenan kafkianamente, como hilo conductor; el nexo con Edgar Allan Poe, el principio de la dualidad de Robert Luis Stevenson, y más sorpresivamente, sus relaciones con el comic, con su evasión, expresionismo y bajo fondo, que colocan a Rosales en el ahora de una post-modernidad más allá de lo post-moderno. Todo esto entremezclado con las sacudidas individuales de su esquizofrenia, hasta llegar al excelente análisis de Sábado de Gloria; Domingo de Resurrección, novela publicada póstumamente como El juego de la viola.

Dentro de todo este contexto, Velázquez y Mirabal dejan entrever un par de sombras siniestras. Una de ellas es conceptual: la lectura de “Paidea: los ideales de la cultura griega” de Werner Jaeger, lleva a Rosales a plantearse un conflicto clave en la vida cubana: cómo conciliar la moral impuesta desde fuera por “la autoridad exterior de la ley”, (es decir, el castrismo), con la interna, la que nos construimos dentro de nosotros mismos. El desajuste entre ambas es una clara indicación del conflicto que se le presentaba al joven apasionado de la época Mella. Si esta crisis entre “moral” impuesta por un régimen totalitario, y la moral interna del yo, en contradicción, es para volverse loco, mucho más lo sería dentro de un cerebro ya sacudido por la esquizofrenia. Lo cierto es que Elizabeth y Carlos, afilan el estilete del cirujano, y contraponen a la aberración carcelaria estatal, la sombra de carne y hueso de Isidro Rosales, el padre del protagonista, un arquetipo de deformidad marxista-leninista, con connotaciones kafkianas: hombre del Partido, hecho, derecho y torcido, que se impone al nivel siniestro del Saturno devorando a sus propios hijos, representativo de la existencia histórica nacional. Aunque Norberto Fuentes le tira un poco la toalla, la mayor parte de los “testigos” confirman la monstruosidad del personaje, absolutamente kafkiano, que se reitera una y otra vez, “el eterno antagonista” (53), un hombre que desprende un estalinismo de carne y hueso: la proyección de un paternalismo cruel y omnipresente que tiene resonancias históricas. Sólo faltaba que a Rosales le pusieran una pistola en la mano, para que finalmente se levantara la tapa de los sesos.

La aparición de Laura Dorrego suaviza un tanto el espacio dramático de la acción y conduce hacia el desenlace trágico. Ya con anterioridad, Rosales se casa con Silvia Rodríguez Rivero, que no juega un papel importante en la primera parte, pero cuyo testimonio se escucha en la segunda y nos hace dar marcha atrás. El testimonio final de Silvia, algo distanciada a pesar de su percepción positiva de su relación con Rosales, transpira un distanciamiento, que confirma su respuesta a la última pregunta que aparece en el libro: “¿Cómo prefiere recordarlo?”, a la que ella contesta con una sola palabra, “Lejos” (150), con la cual lo dice todo de una forma casi brutal. En todo caso, casi a niveles de ficción, Laura Dorrego (fallecida antes que Elizabeth y Carlos iniciaran la investigación) da un vuelco lírico al texto. Comparado Rosales, físicamente, con Tom Courtenay, no es difícil verlo en pantalla como el desgarbado y alucinado actor inglés de Doctor Zhivago, incluyendo un deslumbramiento ideológico, “que supone una identificación plena con aquel entorno donde los jóvenes se sentían protagonistas de su historia y vivían el presente desde su condición de nuevos héroes” (19). La presencia de Laura (¿Lara? ¿Julie Christie con Courtenay?), acrecienta el efecto, y uno tiene la impresión de que se amaban. Elizabeth y Carlos son enfáticos y Laura Dorrego, inclusive en la propia separación que tiene lugar cuando él se va de Cuba y Guillermo hace gestiones para reunirse y casarse con ella en Miami, con datos de una correspondencia amorosa, íntima, nos hace sospechar que si en algún momento tuvo Guillermo un poco de paz, debió haber sido en los brazos de Laura. La presencia de los padres de Rosales poniéndole obstáculos a Laura, el forzoso cambio de tono de Guillermo a fin de obtener el apoyo del padre para conseguir que Laura saliera de Cuba (algún dichoso permiso de salida), acrecienta la dramática novelización de la investigación periodística, que incluye la reiterada crueldad paterna que acaba siendo la del régimen, metafóricamente transferida a Isidro Rosales, diplomático comunista de cuello y corbata, que nunca entendió ni ayudó a su hijo, como se hace explícito en casi todos los testimonios. Su perversión moral cuando en todo su cinismo, tiene el “valor” de pasarle la culpa a Laura por la muerte del hijo (inclusive si ella hubiera decidido no irse, que no está indicado), repitiendo “que si Laura se hubiese marchado con él, su hijo habría sobrevivido” (51), es dostoyevskiana, cosa que digo en la medida de la interpretación del texto y de acuerdo con los datos suministrados. Quizás, como caso clínico, Rosales estaba predestinado al tiro en la sien, pero por este camino también podríamos echarle la culpa a los genes que lo engendraron y a la ayuda que recibió para que apretara el gatillo.

La secuencia final de la primera parte del libro, cuando Rosales pasa al exilio en 1979, no llega a la altura de lo anterior, y aunque el análisis de Boarding Home es correcto, no resulta tan penetrante como el recorrido por la narrativa corta y en especial por El juego de la viola, que es decididamente excelente. En el caso cubano, noventa millas son mucho más que noventa millas. A Velázquez y a Miraval les resulta difícil la reconstrucción del vacío miamense, pero es evidente que, salvo a unos cuantos que apenas llegarían a los dedos de un mano, a casi nadie le importaba que Guillermo Rosales estuviera vivo o muerto. Lo que se pone de relieve, después de todo, es la conducta de un exilio que no le hizo ni gota de caso por llevarse el Premio Letras de Oro, el único galardón de categoría internacionalmente significativa, con sede en Miami (gracias a la American Express) que, sin ser, ni mucho menos, un premio destinado a los escritores cubanos del exilio, les toco a unos cuantos. Pero el concurso duró poco, y ninguna de las fuerzas vivas ($$$$$) del exilio se ocupó de resucitarlo. El “Letras de Oro”, que hubiera podido ser algo así como un Premio “Nacional” de Literatura, quedó muerto y enterrado, como le pasaría a Rosales, y poco le valió que Octavio Paz fuera miembro del jurado. Si en realidad Rosales tuvo alguna esperanza de que esto tendría algún significado, estaba engañadísimo, y tuvo que pegarse un tiro para dejar constancia del éxito. Ya en Cuba le había pasado algo parecido con Sábado de Gloria; Domingo de Resurrección, y ahora con Boarding Home, que era una voz explícita que planteaba su realidad vital, los antagonistas, del marxismo al capital, se lavaban las manos como Poncio Pilatos. Razones tenía para un “tiro en la sien”, como comúnmente se dice, sin contar que estaba loco (aunque hay cuerdos que se suicidan), pasando de una desolación a la otra, y naturalmente entramos en el terreno de una responsabilidad anónima donde nadie es responsable.

La segunda parte del libro le da una vuelta a la tuerca respecto a la primera, con los testimonios de aquellos que lo conocieron. “Lo conocimos y lo quisimos” (80), dice Casaus, que es el consenso general, y seguramente era cierto, aunque “cada uno tomó su rumbo” (80). Se puede decir, a modo de síntesis, que todos (Víctor Casaus, Félix Guerra, Norberto Fuentes, Silvio Rodríguez, Eliseo Altunaga, Emilio Herrera, Silvia Rodríguez Rivero) están bien. La reiterada referencia a la amistad, sin embargo, hace dar marcha atrás en la indagación, hábilmente marcada por Velazco y Mirabal, cuando afirman que “no deja de resultar llamativo que (Rosales) perciba las deformaciones que amenazan la amistad en una sociedad pervertida” (50), pasando de inmediato a citar Werner Jaeger, que leyera obsesivamente Rosales: “Todo despotismo se basa en la desconfianza, y, en los países así gobernados, las grandes amistades inspiran siempre sospechas de relaciones conspirativas” (438). ¿Hasta qué punto este trasfondo de “desconfianza” no se infiltraba como agente subversivo de la amistad en el contexto de una sociedad panóptica, a pesar de la idílica juvenil y revolucionaria que existía en la redacción de Mella? Hay un hecho que se vuelve patente. A pesar de la camaradería, quedan espacios en blanco de una relación dispersa entre los amigos, y lo cierto es que, en definitiva, por las razones que fueran, Guillermo Rosales estaba solo. Ciertos eufemismos sobre las relaciones familiares (“conflictiva”, “complicada”), no llegan a ocultar otros, y los exabruptos de Rosales, invitaban al distanciamiento de los que no lo conocía bien: “Ese está rompiendo aquí con el orden establecido” (83). Es decir, las opciones respecto a la construcción del personaje y su contexto hacen de Hablar de Guillermo Rosales un texto arquetípico de la crueldad como agente de la destrucción y la auto destrucción de la fantasmagórica vida cubana, y de una responsabilidad y culpabilidad colectiva en la que todos, de alguna manera remota e inexplicable, apretamos el gatillo.

No hay dudas que la investigación de Elizabeh Mirabal y Carlos Velazco es de un valor excepcional y que la publicación en Miami por Editorial Silueta, no falta de coraje, llena un vacío editorial de las dos orillas. Pero también es cierto, que entre todos los testimonios , la impactante fotografía del edificio donde radicó la revista Mella en la década del setenta, por el cual seguramente deambulará el fantasma de Rosales, es el testimonio más demoledor del libro y de una vida que por muy lejos que quisiéramos tener sigue de cuerpo presente, como Cuba misma. Si alguna ruina debe mantenerse en pie esta es una de ellas, por ser el trágico testimonio de una época.


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