Actualizado: 18/04/2024 23:36
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CON OJOS DE LECTOR

Homenaje al primo hermano del café

A contracorriente de la campaña antitabaco, Reynaldo González recorre con erudición y espíritu festivo las aventuras de nuestro popular y cotizado habano.

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Combina erudición y espíritu burlón

González, entre cuyas publicaciones se hallan los ensayos de investigación Contradanzas y latigazos (1983) y Llorar es un placer (1989), sabe que historiar implica no sólo contar, sino también interpretar, explicar. Eso es precisamente lo que hace él en El bello habano con la copiosa documentación que maneja: la descifra, la pone a hablar, hace que nos revele aspectos y detalles que permanecían ocultos o soterrados. Pero como es además un buen narrador (ahí están, como prueba, sus novelas Siempre la muerte, su paso breve y Al cielo sometidos), trata el tema con amenidad y con un estilo que no es ni plúmbeo ni árido. Algo que resume muy bien Vázquez Montalbán cuando expresa que González combina la erudición con el espíritu burlón. Para tener una idea, basta echar una ojeada a algunos de los simpáticos e ingeniosos títulos que llevan los capítulos: Un humo recorre el mundo, El habano bien vale una misa, Aquellos polvos trajeron estos humos, La negrura del tabaco, Caballo medieval, montura renacentista.

A ese placer con que se lee El bello habano contribuyen también las revelaciones de datos interesantes y las numerosas anécdotas, algunas deliciosas, que Reynaldo González incorpora. Dedica asimismo espacio a las implicaciones del tabaco en asuntos culturales, lo cual ilustra con ejemplos pertenecientes a campos como la literatura y la música. En cambio, apenas incluye referencias al cine, algo de lo cual se ocupó extensamente Guillermo Cabrera Infante en su libro Holy Smoke, que vio la luz en inglés en 1985 y en español, en el año 2000. Una omisión más que notoria, por cierto, en la bibliografía de El bello habano. Si González no lo incluye en la bibliografía es porque sencillamente no lo cita en su libro, podrá argumentar alguno. Pero no se debe olvidar que aquí está inmiscuida la política, así que yo voy a invertir la ecuación: no lo cita para no tener que incorporarlo a la bibliografía, por tratarse de quien se trata. Vaya por Dios. Pero voy a seguir el consejo de Rita Montaner: mejor que me calle, que no diga nada…

Y mejor también que vuelva a temas más gratos. Ya que aludí a las relaciones del tabaco con la literatura, me voy a remitir al artículo El humo de las musas, que el español Jesús Marchamalo publicó hace algunas semanas en el suplemento cultural del diario ABC. Allí comenta que muchos escritores han construido su imagen literaria en torno al humo. Es difícil, expresa, imaginar a Henry Miller, Albert Camus, Ernest Hemingway o Cabrera Infante sin un cigarro entre los dedos. Recuerda también que Juan Carlos Onetti fumaba casi dos paquetes diarios de tabaco rubio, y que tuvo la manía enfermiza de vaciar los ceniceros constantemente, pues no soportaba estar rodeado de ceniza. Javier Marías, dice Marchamalo, es otro de los fumadores irreductibles, además de amante declarado de objetos como mecheros, cerillas y pitilleras (en una subasta adquirió una de estas últimas, que había pertenecido al actor Robert Donat y que tiene grabadas sus iniciales).

Menciona asimismo a Freud, cuya imagen canónica aparece asociada a un habano, y quien ostenta el récord absoluto de consumo de tabaco: 28 cigarros fumados en un solo día. Todas esas referencias pudieron haber sido acogidas por Reynaldo González en su libro. No así esta otra, políticamente incorrecta, con la cual concluyo: "Fumaba mucho, también, Jean-Paul Sartre, quien, desde su visita a la Cuba castrista, en 1960, recibía cajas de puros como obsequio revolucionario. Todo cambió en 1968 cuando Castro apoyó la invasión rusa de Checoslovaquia y Sartre empezó a rechazar los cigarros que, de forma menos insistente, le ofrecía Alejo Carpentier".


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