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Conciencia, Existencia, Ideas

Ideas para exponerlas alrededor del fuego, cuando la noche es más oscura

No debemos sobredimensionar este incuestionable carácter social de la personalización hasta el punto de que en el proceso hagamos disolverse a la persona

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Por fortuna siempre las tinieblas nos rodearán

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En su recopilación de conferencias El hombre y la gente, Ortega y Gasset señala que las personas nacemos rodeadas, más que de cosas, de otras personas. Desde un principio nuestro mundo es humano, al menos si es que vamos a terminar por convertirnos en personas. Las historias de Mowgli o Tarzán pueden ser todo lo divertidas y hasta didácticas que sin dudas resultan, pero en realidad se sustentan sobre una ficción aun mayor que la de osos o panteras parlanchinas; a fin de cuentas la comunicación animal es un hecho incontrovertible. Separado de otros humanos, criado por animales, el bebé humano nunca llegará a convertirse en persona: en un pseudo-lobo, sí, pero nunca en persona.

Mas no debemos sobredimensionar este incuestionable carácter social de la personalización hasta el punto de que en el proceso hagamos disolverse a la persona, al individuo humano, en la sociedad, el grupo, o la tribu. La otra cara del asunto es que a su vez el cachorro de lobo, o de simio, al crecer y hacerse adultos entre humanos, tampoco llegarán nunca a alcanzar tal condición.

Cabe afirmar entonces que el crío humano recién nacido, y solo él, posee la potencialidad de convertirse en persona, condición que solo podrá desarrollar en su convivencia con otros humanos que ya antes hayan pasado por ese mismo proceso de personalización.

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En un ensayo para la revista digital Aeon, Abeba Birhane trae a colación cierto proverbio zulú que dice que una persona es a través de otras personas. Algo muy cierto, pero que no debe de ser contrapuesto, como ella hace en Descartes was wrong: “a person is a person through other persons”, a la famosa frase de René Descartes: Pienso, luego existo (Cogito, ergo sum). Sin lugar a dudas, al observar a nuestro alrededor, sobre todo a esas cosas con la potencialidad de convertirse en personas que son los críos humanos, y al reconstruir nuestra propia historia personal según las memorias de quienes recordamos nos rodeaban ya desde el momento mismo en que alcanzamos a tener conciencia, y en las cuales reconocemos el origen de mucho de lo que somos: ideas, modos de actuar o de sentir, tics o manías… se nos transparenta que el proceso por el cual nos convertimos en personas depende ineludiblemente de un horizonte de otras personas. Pero a la vez resulta indiscutible que el producto final de ese proceso social, lo que nos significa en esencia ser esto, persona, se describe inigualablemente bien por esa frase sobre la que se construye todo el clasista edificio del pensamiento filosófico cartesiano.

Ser, más que formar parte de un cierto conglomerado social, o de algo, es esa vívida sensación de intrínseca presencia aneja a la experiencia del sujeto que percibe, de la cual nos habla David Chalmers, o adaptando la definición de lo mental de Thomas Nagel a nuestro problema, ser persona es que haya algo para (mí) esa persona, cómo ser (yo) esa persona. Ser es este acto de pensar, enfrascado en el cual me descubro siempre que tengo la más clara conciencia de mí mismo, de mi existencia, en especial cuando pienso en los orígenes de esta persona, única e irrepetible, que soy y me soy.

En sí una más clara definición del cogito… sonaría mejor así: dudo de que existo, lo cual sin lugar a dudas es la mejor prueba de esta existencia mía. Es esta, al menos mientras la pienso, la única constatación de mi existencia más allá de toda duda.

Pero esta forma de auto constatar mi existencia entraña en sí consecuencias desagradables, por lo menos para nosotros, los humanos personalizados: La soledad más absoluta, totalmente más allá del alcance de quienes nos rodean. Porque al alcanzar el cogito… de manera clara y distinta, con sus modos de auto constatación afincados en ese acto que nos contrapone a absolutamente todo lo demás, el acto de pensar, nos descubrimos necesariamente inalcanzables para los demás en este universo en que habitamos, incuestionablemente humano más que poblado de cosas.

Pero, ¿por qué nos angustia tanto este estado de soledad existencial, no de simple estar intrínseco a las cosas, que “sufrimos” las personas: esas “cosas” condenadas a vivir entre otras personas, pero siempre fuera de su alcance?

Ello se explica, mientras permanecemos en nuestro interior, atentos a nosotros mismos y nuestro mundo conceptual, en parte en nuestra naturaleza finita, no divina. Son las deficiencias de ese estado, en que nos descubrimos existir de una manera absurda frente al mundo, al decir de Albert Camus, excluidos de él y por lo tanto sin control sobre el mismo, a su merced más bien, lo que explica parte de esa angustia.

Desde esta perspectiva interior la existencia personal nos reserva además otros resultados poco apetecibles, relacionados entre otras causas con nuestra evidente fragmentación —no siempre somos, solo a ratos: la sensación de intrínseca presencia será todo lo vívida que Chalmers pretenda, cuando se tiene, pero esa humana insatisfacción que nos constituye a todos en lo profundo nos obliga a intentar conseguir una y otra vez lo que siempre está, y estará, un paso más allá de nuestro horizonte: la constatación plena y constante, la certeza absoluta y eterna. Bienes solo al alcance de Dios, esa idea en que acumulamos la suma de todas nuestras infinitas insatisfacciones, entre ellas la de tener control sobre el mundo. Una idea, Dios, cuya existencia plena (omnipotente, omnisciente y ubicua), eterna y segura, es el más alto motivo de nuestra envidia personal.

Al menos nos son estas algunas de las más evidentes deficiencias de ser persona cuando nos ponemos a razonar en nuestro estado presente, sin salir de nosotros ni mirar más allá.

Sin embargo, un nuevo conjunto de explicaciones aparece frente a nosotros al cambiar de perspectiva. Desde este nuevo punto de vista, o más bien a resultas de esta nueva dirección de nuestra mirada, lo fundamental de la respuesta está ya contenido en la misma pregunta: nos angustia ser persona porque necesariamente lo somos entre otras personas, porque necesariamente estamos solos entre tanta gente, y porque, y de alguna manera esto lo intuimos aun hoy, es gracias a nuestra convivencia con esas personas que nos preceden en el tiempo, y de la cual convivencia no guardamos memoria de sus etapas iniciales, que obtuvimos el impulso para convertirnos nosotros mismos en persona.

No hay porque temer a esta perspectiva. No es un recurso capcioso, como podría pensarse a primera vista: No nos hemos abandonado por ese punto de vista “absolutamente objetivo”, desde el cual ya no observamos la realidad misma, sino una pseudo realidad armada de conceptos e ideas, tópicos y lugares comunes. Seguimos muy adentro de nosotros mismos, desde nuestras propias dudas e intuiciones, desde nuestras más vivenciales experiencias.

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A la pregunta de ¿cómo alcanzamos a convertirnos en persona?, nos la responde la observación atenta de los otros, o las referencias de los otros, pero también esta intuición difusa pero sospechosamente constante que tenemos nosotros mismos: el hecho es que nacidos en un universo humano, poblado de personas más que de cosas, lo que en definitiva nos humaniza y termina por convertir en personas es este deseo, o más bien necesidad angustiosa, de que se nos reconozca como un miembro más de la comunidad de mónadas humanas.

Aun cuando el “toque” Spielberg le resta un tanto de fuerza a la historia de A.I. (Inteligencia Artificial, Warner Bros., 2001), fuerza que quizás sí hubiera logrado conseguir en las manos del Stanley Kubrick que por tantos años luchó con la idea de filmar una continuación para el cuento de Brian W. Aldiss, Supertoys Last All Summer Long, este filme se aproxima de manera correcta al tema. Lo cierto es que en la película que finalmente se rodó se describe de manera bastante aceptable el proceso mediante el cual nos reconocemos como un algo que es capaz de reconocerse como tal, a sí mismo, en las reacciones ante él de los otros a su alrededor. El niño androide se hace persona por su deseo-necesidad de ser amado, reconocido como su hijo por la mujer que ha recibido este superjuguete, concebido para paliar la imposibilidad de procrear libremente en un mundo en el que los recursos materiales se agotan en medio de la debacle medioambiental.

Es el deseo-necesidad de ser reconocido como un igual por las otras personas, aunque ya no nos quede ni pueda quedar memoria personal de ese proceso fundacional —aunque sí de algún modo una intuición presente, difusa pero incesante, de esa necesidad constitutiva aún muy viva en el centro de nuestra existencia, animándola en definitiva— lo que nos convirtió en esta soledad cargada de dudas e insatisfacciones que en un final somos.

Primero al llorar o al reír para llamar la atención de nuestra madre y así lograr ser alimentado o calentado, luego al tener que comenzar a aprender a usar los complejos códigos de la comunicación humana, el único modo abierto ante el niño pequeño para conseguir satisfacer esas específicas y sofisticadas necesidades de las personas. Necesidades que para él las definen como tal, y cuya satisfacción intenta imitar desde muy temprano en sus juegos. Necesidades que aprendemos a desear por imitación, y para las cuales no venimos programados como los animales. O al menos para las cuales no somos programados en sentido lato, porque en todo caso lo que nos distingue de los animales es nuestra innata capacidad de aprender y tener cada vez mayores y más complejas necesidades: A diferencia del animal el hombre es siempre un ser inacabado, un ser siempre por hacerse, abierto a las nuevas modas y modos que constantemente nacen en otras regiones del universo humano que lo rodea en todas las direcciones; nacidas siempre de la mano o de la mente de una persona, por cierto.

Es necesario aclarar que el proceso de personalización trasciende aquel otro mediante el cual se satisfacen nuestras necesidades más prosaicas: comer, ser calentado… aunque sin dudas arranca de ellas. En esencia nos hacemos personas por la pretensión, que esas necesidades iniciales y prosaicas disparan, de obtener la atención personal del otro. O sea, nos hacemos personas porque pretendemos satisfacer una necesidad cualitativamente muy superior, la de alcanzar a tener para nosotros esa especial atención que las personas solo se reservan las unas a las otras. En este estado primigenio la atención de un número limitadísimo de personas, generalmente nuestros padres y algunos familiares o personas muy cercanas, aquellas que nos rodean en nuestro hogar en los inicios de nuestra existencia.

Porque en esta paradoja constante que es el vivir personal cabe señalarse que si nos convertimos en esta soledad es nada más y nada menos que por el deseo de ser reconocido por los demás como un igual, o sea, como una persona, como una mónada: Como algo que puede y merece ser amado.

Sin dudas lo que le ocurre al pequeño David de A.I, y en alguna medida al Pinocho de Carlo Collodi, en cuya historia en definitiva se inspira esta continuación spielberiana del relato corto de Aldiss[i].

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En este sentido podemos enmendarle la plana a Freud y Marx, y afirmar que más que el instinto sexual o las necesidades económicas es la necesidad de reconocimiento, de ser amado u odiado, admirado o temido, lo que en última instancia constituye a la persona, y por lo tanto explica su comportamiento. O sea, lo que la convirtió en tal, y lo que la mantiene luego como tal.

Hablamos ya no solo de amor porque el proceso de reconocimiento se complejiza al avanzar nuestra vida, ya no limitándose a esa, su forma sana, o al menos la más sana. Fundamentalmente a partir de ese momento, desdichadamente cada vez más y más temprano en esta alucinante sociedad moderna de padres atareados en la maniática y totalitaria religio del trabajo y del estatus burgués, en que somos obligados a comenzar a abandonar por crecientes intervalos de tiempo el limitado marco familiar para entrar en sociedades mayores y más complejas: en este caso en esas fábricas de individuos normalizados, las guarderías y las escuelas[ii]. Sociedades en que el niño ya no puede ser de ninguna manera ese centro de atenciones en que necesita convertirse la persona en formación, al menos en esta etapa, para el posterior desarrollo pleno de sus potencialidades humanas.

Un buen ejemplo de esa necesidad de no abandonar demasiado apresuradamente el hogar es Descartes mismo. Por fortuna, para él y para todos los que hemos venido al mundo después, un ejemplo no por defecto. Y es que, aunque su madre murió al año de su nacimiento, Descartes creció bajo los cuidados de una abuela y una nodriza amorosas, de las que nos ha legado en sus escritos una muy feliz memoria, pero sobre todo con las atenciones de un padre que trataba siempre de responder a todas y cada una de las incesantes preguntas que le hacía su “pequeño filósofo”. Difícilmente Descartes hubiera llegado a su cogito ergo sum, de haberse criado en un medio que no estimulara su curiosidad, como lo son las escuelas y guarderías, al menos en su forma moderna, o en que no hubiera contado con los amorosos cuidados de personas cercanas que estimularan en él una sana necesidad de reconocimiento. En este sentido, resulta bueno agregar que no hay tampoco porque extrañarse de que Agustín de Hipona, a quién se le atribuyen los más tempranos barruntos del cogito, también disfrutara en su infancia de un hogar semejante.

La realidad es que a menos que en la familia existan claras disfunciones que generen un proceso parecido antes de tiempo (admitámoslo, en ocasiones y ciertas familias el proceso llega a tener resultados miles de veces peores), es en esas no muy humanas sociedades que son las manadas infantiles, tratadas de modo magistral por William Golding es su clásico El señor de las moscas, que algunas personas comienzan a pretender reconocerse más que en el amor ajeno, en el miedo, o el odio.

Es en estas sociedades-manadas que algunos individuos llegan a la equívoca conclusión de que el ser temidos es la mejor manera de constatar su propia existencia, y terminan así de oficiales de la Gestapo o de la Seguridad del Estado. U otros llegan a convencerse de que semejante constatación depende de esa mueca de desagrado que genera en los demás su insistencia en molestar a todos a su alrededor, sea obstaculizando el paso en las aceras de una ciudad como esta de Santa Clara, de aceras de por sí demasiado estrechas, o al adquirir uno de esos modernos y potentes altavoces portátiles que colocar en el portal de su casa a todo volumen, pero cuidadosamente dirigido hacia las ajenas.

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En esencia lo que todos buscamos mediante el reconocimiento ajeno no es más que la constatación de la existencia propia. Algo que no es que no sea tan evidente, la constatación, sino tan conflictivo.

Ahora, debe aclararse que lo que buscamos es el reconocimiento personal, de otras específicas personas, no de alguna entelequia social. Pero este tipo de reconocimiento, el personal, no el social, entraña en sí la necesidad del que lo busca de alcanzar un cierto grado de independencia, de tener una posición propia frente a los demás. De pensar, o sea, de enfrentarnos a todo lo demás-pensar siempre es ponerse del lado de acá, alejarnos en esencia. Lo que indefectiblemente nos lleva a la angustiante sensación de soledad total aneja al pienso, o dudo, luego existo.

Son por lo tanto los demás, nuestro amor a ellos, a lo que son, lo que nos trae indefectiblemente a esta existencia solitaria, fragmentaria y absurda.

Frente a todo ello, algunos conocidos, y otros no tanto (¿acaso no nosotros mismos?), tratan de superar el problema, la angustia, la duda, la impotencia, la fragmentación, mediante el recurso de asesinar a la persona que hay en ellos.

O lo que es lo mismo, al pretender más que ser, pertenecer.

Partamos de reconocer que este es un movimiento de huida que todos, absolutamente todos, hemos intentado o intentaremos más de una vez en nuestras vidas. Ocurre lo mismo con el seguidor del Partido, del Führer o de Fidel Castro, del estatus burgués, de Santa Bárbara cuando truena, como también con aquellos que pretenden afiliarse al bando de los inteligentes que no creen en nada de eso, pero que significativamente también tiene sus tópicos y ritos propios.

Por ejemplo, tiene similar madera de seguidor quien, en la trinchera, en medio del incesante cañoneo con que el enemigo prepara su cercano asalto, se encomienda a Dios, o lo que es lo mismo a una autoridad superior que controla su vida, que quien con obstinación niega que los de su filiación, los ateos, cometan semejante pecado. Ser ateo o creyente, como ser cualquier otra cosa, menos yo mismo, es un movimiento de huida en que me pretendo superior por pertenecer a una tribu privilegiada, la de los iluminados con ese bien inaccesible, pero al que siempre tendemos: la verdad absoluta, la certeza total. Pertenezco, a la tribu de los poseedores, más que soy -las personas sin embargo siempre perteneceremos más bien al bando de los desposeídos. Un movimiento de huida este del ateo-perteneciente que llega al extremo en aquel idiota que se niega a someterse a las más ridículas hechicerías frente a un ser querido en apuros, por “no creer en esas supersticiones”.

Solo que esto de dejar de ser mediante el artero recurso de pertenecer parece ser en definitiva algo imposible de llevar a cabo, al menos desde ese ya remoto momento en que las mujeres y hombres nos sentamos cierta noche alrededor de una fogata y comenzamos a contrastarnos historias mediante las cuales explicar el mundo y nuestro lugar en él.

Nos podemos engañar con ese falso recurso de la pertenencia, pero en definitiva no nos solucionará nunca estas dudas, esta insatisfacción que genera el ser personal. El nazi o el castrista podrán quizás encontrar en la pertenencia un medio cómodo para acallar los remordimientos de su conciencia ante la violación de los derechos del otro, pero de poco le servirá el pertenecer cuando él mismo sufra algún desaire, alguna mengua, o sea relegado de la posición que cree merecer. Su propio resentimiento, ante el superior inmediato o toda la estructura nazi o castrista, ante lo que considera una injusticia para con él, es una prueba de que tras la máscara de la pertenencia él sigue allí, consciente de su existencia separada, absurda, fragmentaria; con su capacidad de juzgar disminuida a sí mismo, es cierto, pero aun presente.

Un símil adecuado de lo que sucede aquí es nuestro Sol, y los procesos de fusión nuclear por los que se mantiene enviándonos luz y calor: El ser persona, al menos si somos humanos que hemos sido criados entre personas, es un estado del que ya no podremos escapar, una vez que en algún momento allá en el paleolítico se encendió este proceso automantenido de la personalización.

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Aunque las dudas forman parte de todos, sin embargo, no todos alcanzamos a constatarnos en ellas mismas.

Tal vez sea simplemente que como lo que importa es escapar de ellas a cualquier precio, muy pocos atinemos a ver que es precisamente a través de ellas que se llega a tener una primera, y quizás única, constatación más allá de toda duda.

O tal vez sea que lo de alcanzar el cogito… no sea tanto un privilegio, y quizás lo que ocurre en realidad es que lo que sigue al dudo, luego existo, sea tan angustiante que esa humana capacidad de presentir el dolor extremo de la soledad lleve a la mayoría de las personas a evitar caer en esa auto-constatación. Mientras que en el caso de quienes no poseemos lo bastante afinada la tal capacidad, o de aquellos que no temen al dolor por tal de continuamente tentar los límites de lo humano en la búsqueda de lo divino, el alcanzar el cogito… sea una conclusión inevitable por lo fácil.

Debo aquí mencionar también, como un caso muy especial, a esas siempre felices razas de los académicos y los ratones de biblioteca, para las cuales solo existen los conceptos, y no las consecuencias que los mismos tienen necesariamente en nuestras vidas, lo que en consecuencia los lleva a que el en apariencias complejo ejercicio lógico, nunca vivencial, del cogito… les resulte demasiado atractivo para su lucimiento personal como para dejarlo pasar así como así.

La verdad es que aquel que se sabe por sus dudas no es alguien superior que haya alcanzado un estado de elegido gracias al cual se haya liberado definitivamente de los demás como forma de reconocimiento —raro privilegio, por cierto, el ser “elegido”. Es cierto, ya no necesita directamente de los demás para reconocerse, pero el hecho es que indirectamente sí, y quizás de una manera que lo enlaza más que nunca a los demás.

Porque quien se sabe existir en base a pensar se lo debe a una actividad, el pensar, que a pesar de su carácter profundamente solitario no se puede hacer en otro universo que no sea uno absolutamente humano. No nos engañemos, el solitario cazador Robinson Crusoe en alguna isla desierta no piensa, solo actúa. Se necesita siempre de un Viernes, para que por imitación de nuestro trato hacia él, nazcan en nuestro interior esos heterónimos, más o menos en cantidad, y por qué no, hasta en calidad, en dependencia en parte de la riqueza de nuestra personalidad, mediante cuyo diálogo, que es nuestro pensar, a su vez refinemos lo que vamos a replicarle a ese otro que espera afuera respuesta.

Y es que, aunque no lo parezca en una primera mirada pensar es una acción comunitaria, en que se necesitan interlocutores y un espacio de dialogo, el ágora. Tanto afuera nuestro como a nuestro interior.

Si para ser amado, temido, o exitoso en la adquisición del profit no se necesitan iguales, solo individuos amorosos (a los que las más de las veces despreciamos, sin embargo), temerosos o explotables, para pensar se necesitan interlocutores, la más refinada expresión de la igualdad entre personas. Necesitamos interlocutores para tener que vernos obligados a refinar los impulsos de nuestra voluntad en ideas comunicables a los individuos que comparten nuestra actividad, las cuales ideas solo así se irán complejizando década tras década hasta que el cogito, ergo sum termine por refinarse después un largo camino que comienza en Agustín de Hipona, continúa durante toda la Edad Media hasta el granadino Francisco Suárez. y finalmente Descartes mismo.

Una idea que ha aparecido en una mente, que es indiscutiblemente producto solo suyo, pero que depende para su concepción de la existencia de un ágora donde esa mente se mantiene en diálogo con otro conjunto de mentes, pasadas, presentes, y por qué no, hasta futuras.

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Mediante la auto constatación por la duda en la propia existencia, clara y articuladamente expresada, se estimula como de ninguna otra manera, sea por el amor ajeno, o el miedo ajeno, o la admiración ajena, la socialización que finalmente crea personas, o sea, individuos humanos abiertos a todas sus potencialidades, infinitas, inagotables y siempre inacabadas.

Solo así comprendemos nuestra naturaleza siempre limitada, problemática, angustiante, y por lo mismo inagotable del humano, y solo así se estimula el esfuerzo en conjunto, mediante el que se refinan nuestras ideas y sobre todo las soluciones a los problemas que se nos presentan, que o son problemas de todos, o son muy nuestros, pero en cuyo caso ya alguien antes ha encontrado también en su vida personal caminos que nos adelantan nuestra solución personal.

No creamos al que duda y en su duda se afirma, cómo alguien que realmente ha dejado de pertenecer a alguna asociación humana. Él también lo hace, solo que a un grupo muy particular: El de aquellos que dialogan sobre lo trascendente, pero también sobre lo cotidiano, y es por ese camino, siempre más allá de la afirmación simple en la satisfacción prosaica, que él se ha convertido en un heredero de toda una larga serie de dialogantes de los cuales el primero en obtener este modo de afirmación ha sido Descartes.

Epílogo, social

El asunto en definitiva está en el tipo de sociedad al que se aspira -recuérdese siempre: el principal constituyente de las personas son sus aspiraciones, en este sentido somos seres utópicos.

Generalmente, como parece ser el caso de Abeba, y lo es ciertamente en el de nuestro llevado y traído agente de la Gestapo o de la Seguridad del Estado, que para el caso es lo mismo[iii], lo que se pretende por quienes insisten en priorizar lo social en nosotros es el regreso a una imaginaria edad de oro ya ida, en lo histórico y en lo personal, en que los seres humanos no han abandonado todavía ese estado intermedio en que se empieza a ser persona a través del deseo-necesidad de ser como los demás. La infancia humana y personal.

Pero la realidad es que esas sociedades infantiles, a medio camino entre la bestia y la persona, son siempre las más crueles formas de asociación humana. Nunca un buen destino para nuestras elucubraciones utópicas.

No hay porque engañarse: La soledad, la angustia y la fragmentación siempre formarán parte de lo que somos, y a… Dios gracias por ello: Porque la alternativa, el pertenecer, es para nosotros un castigo infinitamente peor.

Nos hemos hecho, y somos, en nuestra interacción con otros, pero en primer lugar no con la sociedad, la tribu, el Partido… sino con individuales y específicas personas. Personas, no entelequias. Y lo que somos no puede ser reducido ni aun a esa relación, personal, ni a nada más, porque en definitiva cualquier hipótesis, idea, teoría, o explicación que intentemos no es otra cosa que eso, un recurso circunstancial con que intentar hacernos a eso que somos, esa existencia solo cierta de su existencia, un mapa simplificado de lo que nunca tendremos una constancia parecida a la que en nosotros nos deja el advertir nuestro acto de pensar[iv].

El único ideal verdaderamente humano es la Sociedad Abierta: aquella en que los motivos de nuestros actos o nuestros pensamientos son nuestros, no de la imposición de los demás. La hipotética sociedad humana, ideal asintótico, no objetivo concreto de algún plan quinquenal, centenario o aun milenario, en que definitivamente nos hayamos liberado de la tiranía de los usos orteguianos.

Una sociedad de personas, entes solitarios, pero que comparten algo en apariencias intangible, la conciencia universal, esa alma transpersonal de que han hablado tantos, y que en realidad no es más que es el constante y fluctuante resultado del eterno diálogo humano que comenzó allá en el paleolítico, cierta noche muy oscura, alrededor del fuego. Un diálogo en que unos llegamos y otros se van, mantenido no solo mediante las complejas formas del lenguaje, si no por todos los medios a nuestro alcance, pero que no impliquen nunca mengua para el mismo.

Un ideal que defiendo yo mediante la fanática decisión a no ceder en mi derecho a pensar y expresar lo pensado incluso ante el inquisidor, el gestapista o el seguroso. Pero sobre todo en la aún más fanática decisión de no permitir que se le restrinjan tales derechos a nadie a mi alrededor, aun cuando nos aburra, asquee o repugne lo expresado por el otro, que siempre tiene que tener ese derecho: a sernos el otro.

Poblado de espinas, pero no hay otro camino.


[i] Con la historia de Pinocho Collodi reasume una vez más, para una sociedad en transición de valores como la italiana de las postrimerías del diecinueve, la parábola del hijo pródigo.

[ii] Si en algo no coincido con Sir Bertrand Russell es en esto de la superioridad de la crianza infantil en guarderías que en familia. De hecho, dudo que Bertrand Russell pudiera haberse criado en un círculo infantil, o en una escuelita común y corriente. No dudo, estoy absolutamente seguro. En esto de escuelas y guardería yo prefiero afiliarme a Pink Floyd y su “Teachers, leave your kids alone… We don’t need education”.

Me atrevo a decir que mucho mejores escuelas, cientos de veces, lo eran las helenas de los siglos que medían entre Tales y Aristóteles, que estas de ahora.

Nada, que a ratos tienen uno la impresión de que en determinado punto extraviamos el camino, y en el mejor de los casos solo somos una ucronía en que un nostálgico escritor, habitante de un mundo en que los años se miden a partir del nacimiento de Tales o de Sócrates, no de un judío desconocido y con alucinaciones de divinidad, elucubra como debería haber sido el mundo en que los partidarios del pertenecer, y no del ser, tuvieran la sartén cogida por el mango.

[iii] Mis saludos a los compañeros de la Seguridad del Estado: Que sería de mí sin tener a estos enemigos a muerte que le dan un sentido tan nítido a mi vida. De hecho, no me imagino como podría vivir después de que hayan desaparecido. ¿No me matará la nostalgia? Pero no hay de qué preocuparse, esta estimulante raza siempre es capaz de renacer en alguna nueva forma, para estimular a los buenos en la persecución de ese bien que solo puede existir en su búsqueda angustiante: La Libertad.

[iv] El acto de pensar constata mi existencia personal más allá de toda duda. Ahora, lo que es este pensar, queda y quedará siempre más allá de los escasos y limitados medios con que contamos.

El contenido de lo pensado en sí, no el acto de pensar, no constata nada. Las teorías, ideas, explicaciones… que pienso no tienen, ni tendrán nunca un criterio de verificación fuera de toda duda, como el que obtengo de mi existencia en el acto de mi pensar. Tales teorías, ideas, explicaciones… son solo aproximaciones, simplificaciones, de lo que percibo o intuyo, necesarios esquemas que a mí, lo innegable, me permiten tratar con todo esos fantasmas que me rodean desde una posición racional.

El reduccionismo, con su esperanza de algún día reducir, destruir nuestro pensamiento, queda así ante su inadecuación evidente: Ninguna idea de lo que somos nos será nunca más evidente, ni más importante, que la constatación de nuestro existir que encontramos en el acto de pensar esa idea, o cualquier otra muy distinta. Yo pienso, luego existo; lo de que lo hago con una idea llamada hígado, corazón o cerebro es solo eso, una idea.


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