Actualizado: 17/04/2024 23:20
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CON OJOS DE LECTOR

Imagen ¿ajena? de un carnaval dantesco

En 'Iré a Santiago de Cuba', el frustrado viaje a Santiago de Cuba de una turista española se convierte en una travesía a la inversa de las epopeyas nacionales.

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El humor como uno de sus alicientes

A esa galería de seres frustrados y tristes, pertenecen también otros de los personajes que desfilan a lo largo de las ciento noventa y cinco páginas de la novela: Estrella, quien tras dejar veinte años de su vida en una oficina de correos, se jubiló con seis dólares y medio de pensión y ahora tiene una "paladar", permiso e impuestos incluidos; Tomás y Aymé, quienes no han encontrado en la vejez la paz que esperaban: su hijo Heriberto cayó preso por pertenecer a un grupo disidente y cada dos meses deben viajar de Santa Clara a Santiago de Cuba para visitarlo (eso si no lo encuentran castigado, "cosa que ya les ha pasado dos veces, sin que desde la cárcel les avisen para no darse el viaje"); Rubén, el profesor de Filosofía que, aunque no niega que la situación está difícil, es un idealista y conserva su confianza en la revolución; Ottoniel, que tras ser expulsado de la universidad pasó a trabajar en una imprenta, "para seguir cerca de los libros". Guillot Carvajal posee una capacidad admirable para construir caracteres en los que se resume la realidad actual de la Isla. Si alguien quisiese un ejemplo que ilustre lo que trato de expresar, le sugiero lea el segmento titulado Lola, que en tres páginas capta esa inercia que hoy aqueja a la sociedad cubana, esa aplicación de la ley del menor esfuerzo que paraliza la voluntad y conduce a la inacción y el conformismo.

Pero me referí antes a que Iré a Santiago de Cuba es un libro sumamente divertido. Y el humor, en sus diferentes modalidades y gradaciones, está presente en dosis elevadas en muchos de los restantes personajes que conforman su variopinto retablo. Están, entre otros, el "jamonero" que se sube a los "camellos" para pegársele por detrás a las mujeres; el chofer de ómnibus que aprovecha su empleo para cargar gomas de bicicleta y algún puerco, para "buscarse unos pesos sin hacer daño a nadie"; el hombre que tiene una resistencia sobrehumana para el alcohol y las mujeres y que desde 1953 no se pierde un carnaval santiaguero ("los mejores de Cuba y, probablemente, de todo el Caribe"); la mujer que "hizo santo" y a la cual le salió una "letra" de acuerdo a la cual debe ir al Cobre y ponerle a "Cachita" unos collares y un "trabajo"; la graduada de Economía que ahora es jinetera, y que a través de la lectura de los escritores afroamericanos aprendió un inglés mejor que el de los profesores de la Secundaria; la joven que a causa de su baja estatura (un metro treinta y ocho) sólo ha tenido un novio, que le duró tres meses y que "estaba más malo que la situación del país".

El humor constituye, ya digo, uno de los alicientes de la novela de Guillot Carvajal. También lo es la inteligente y controlada incorporación del habla popular y de ingredientes que se pueden calificar de costumbristas. (Tampoco hay que temer a estos últimos: siempre han sido una de las principales materias primas de la narrativa. Y en definitiva, ¿qué es, por ejemplo, La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, sino un gran fresco social, un estupendo retrato de costumbres?). Todo eso, junto a la fluidez y buen ritmo de la narración, contribuye a proporcionar el disfrute con que Iré a Santiago de Cuba se lee, pero que nunca la llevan a inclinarse hacia la trivialidad. La escritura además, aunque es accesible, funcional y comunicativa, no renuncia al cuidado formal y la elaboración. Asimismo y a pesar de que numerosas páginas poseen una textura coloquial, no caen en la chabacanería ni en la pobreza estilística: "¡Coño! Una turista en un bicho de éstos. Debe ser una romántica, aunque es raro que los camajanes de La Habana la hayan dejado escapar. Va al lado de la mujer de Quemado de Güines que viaja todos los meses. ¿Qué irá a hacer esta gallega en Encrucijada? ¡Ah! Su billete es para Santa Clara. Espero que no vaya a Santiago y se le ocurra 'adelantar' hasta Santa Clara. A lo mejor es de los pobres de Europa, militante del Partido Comunista. Aunque por allá a lo mejor los comunistas viven en mansiones y tienen Mercedes Benz. Por aquí eso pasa mucho".

En las inteligentes palabras que redactó para la contraportada, Carlos Cabrera señala con acierto que en Iré a Santiago de Cuba su autor no nos propone un viaje de oriente a occidente, como ha sido usual históricamente en las epopeyas cubanas. Y anota que esta travesía a la inversa lleva desde el inicio un mensaje subversivo: "Quien viaja es una extranjera convencida de que ha llegado a tierra prometida; los cubanos, por su parte, viajan sobre sí mismos con su coro de cuitas a cuestas (…) La Habana es el comienzo de una esperanza. Santiago la última estación de un sueño". E insiste en el motivo del viaje y comenta: "Los cubanos llevan años dando tumbos ('viajar' es otra categoría), andan como zombies, extraviados, maltrechos. Y ahí radica uno de los méritos de esta novela: fijar la vista ¿ajena? en ese carnaval dantesco que tantos viajes ha provocado… y provoca".

Y no me extiendo más. Sólo deseo agregar que con Iré a Santiago de Cuba, Mario L. Guillot Carvajal ha conseguido una novela llena de gracia, con lo cual empleo el término en su doble acepción de chiste y dicho agudo y también, de garbo, donaire en la ejecución de una cosa. Su lectura ha representado para mí el descubrimiento de un magnífico narrador, y en esta reseña he tratado de expresar la satisfacción que me ha producido. Como Ramón Pérez de Ayala, pienso que el admirar de veras es uno de los pocos placeres que nos es permitido en esta vida transitoria.


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