Oaxaca, Edificios, Ruinas, Turismo
Impresiones de Oaxaca
En la capital del estado del mismo nombre, el tiempo se detiene, retrocede, y nos hace sentir criaturas insignificantes. Y por sus edificios, ruinas y hasta árboles milenarios, la vida adquiere nuevas dimensiones
Oaxaca, capital del estado mexicano del mismo nombre está rodeada de cerros de la Sierra Madre del Sur. La ciudad ha sido declarada Monumento Histórico Nacional, por las riquezas históricas y culturales que contiene; no solo sus iglesias, calles y edificios coloniales, sino también las ruinas de las antiguas civilizaciones mixteca y zapoteca, que datan de miles de años y que se pueden admirar en Mitla y Monte Albán, en las afueras de la ciudad. Los habitantes de Oaxaca son descendientes en su mayoría de esas dos etnias indígenas.
Hay en Oaxaca iglesias de los siglos XVI y XVII como la de Santo Domingo con altares de oro puro, la de La Soledad (patrona de la ciudad), y la Catedral, de impresionante fachada y sobrio interior. Hay también conventos centenarios, algunos convertidos en hoteles, como el Presidente, que conservan vestigios de murales y pinturas originales. Estos vetustos edificios han sido remodelados con muy buen gusto. Asimismo, casi todas las casas del centro histórico conservan el encanto de la época colonial, con ornadas verjas de hierro y preciosos patios interiores. Las calles de esta zona están cerradas al tránsito de vehículos y son ahora vías peatonales.
En Oaxaca, por estar uno rodeado de edificios, ruinas y hasta árboles que tienen no ya siglos, sino milenios, la vida adquiere nuevas dimensiones. El tiempo se detiene, retrocede, y nos hace sentir criaturas insignificantes.
En uno de los cerros que domina la ciudad hay una estatua de Benito Juárez (nativo de este estado), con el brazo y el dedo índice extendidos, que señala (según los oaxaqueños) la estación del ferrocarril: “porque al que no le guste Oaxaca, ahí está la salida”.
En el tronco de un árbol una niña
La niña tiene nueve años, ojos grandes y cabello negrísimo recogido en trenza. El árbol lleva el suyo suelto, es de un verde claro de hoja nueva, y lo mece al viento con presunción y arrogancia de laurel joven. Pero este árbol “del tule”, que así le llaman, es muy viejo, tiene más de dos mil años. Y donde ciertamente revela su edad es en el colosal tronco que mide cincuenta metros de circunferencia, y en las arrugas de su piel.
En cuanto nos acercamos al árbol, la niña vino a ofrecernos sus servicios. ¿Quieren ver las figuras? Sin esperar respuesta comenzó a mostrarnos una serie de caprichosos diseños que a través de los siglos se han ido formando en la corteza y que semejan con asombroso parecido: un cocodrilo, un león, un elefante, las “pompis” (nalgas) de una cantante de moda (cuando era joven), etc. Todo recitado con rapidez y eficacia de guía turístico, que de tanto repetir las mismas palabras cientos de veces, lo hace ya sin énfasis ni gracia, lo cual resulta por eso mismo muy divertido. Además, conocedora del valor del tiempo en el desempeño de su labor, terminaba la descripción de cada figura con un tajante “yalovieron”, como para dar por terminada la contemplación, pues el tronco es ancho, las figuras, muchas y las propinas, pocas.
Usaba en su espectáculo un diminuto espejo para refractar la luz solar hacia las rugosidades del tronco. Y lograba tal efecto con la inquieta lucecita, que daba la impresión de que era ella la que creaba contornos hasta ese momento invisibles. Incluso el “yalovieron” confería un carácter milagroso a las apariciones; como si existiera la posibilidad de no verlas, como si se requiriera cierta fe de parte del vidente para experimentar ese privilegio.
Al final del recorrido por el zoológico de madera, la cabeza de un cochinito se asomó en uno de los pliegues de la corteza. Nadie lo había visto. Sólo cobró vida cuando a petición mía la mágica luz de la niña lo iluminó. Con la autoridad que me otorgaba el descubrimiento, fui yo el que en esta ocasión pronunció el “yalovieron” de rigor, al que la pequeña guía respondió con una enigmática sonrisa. Le dimos la propina, nos despedimos, y ella se dirigió al encuentro de un nuevo grupo de turistas.
Todo se puede comer y beber en el Mercado
Todo se puede comprar en el mercado de Oaxaca, en las tiendas o a mujeres sentadas en el suelo con canastas llenas de los productos que ofrecen. Repetición de rostros semejantes, rebozos oscuros y trenzas tejidas con idénticas cintas de color café. No sabe uno si son vendedoras en amigable competencia o disciplinados miembros de una comuna. Venden frutos de la tierra, manteles, tapetes, ropas teñidas con tintes vegetales, objetos de barro y collares de piedras o semillas.
Todo también se puede comer y beber en este mercado: “chapulines” (grillos), gusanos de maguey, a distintos precios según el tamaño y vendidos por puñados, queso blanco de hebra, chiles secos, etc. Y para acompañarlos: las “aguas frescas” de Doña Casilda. Las hay de todo tipo y color: desde las rojas de tuna hasta las verdes de aguacate. Dicen que en su visita a Oaxaca, la reina Isabel de Inglaterra las probó; también el papa Juan Pablo II.
Magníficas son las playas de Oaxaca. Unas, de olas fuertes como Puerto Escondido; otras, más serenas como las de Zipolite que en idioma zapoteca significa “mar de muertos”. Más al sur se encuentran las bahías de Huatulco rodeadas de montañas, que son inaccesibles por vía terrestre.
En el pequeño pueblo de Santa Cruz de Huatulco hay hostales y restaurantes de precios razonables, pero en una de las bahías, ya en proceso de urbanización, los hoteles y condominios son lujosos y muy caros, parte del proyecto de convertir la zona en un nuevo Cancún. Lamentablemente, el desarrollo turístico hará que la región vaya perdiendo su encanto primitivo.
Solo perdurarán para siempre la belleza de las iglesias de Oaxaca, la majestuosidad de las ruinas milenarias y el viejo árbol del tule, que seguirá entreteniendo su ociosidad de siglos esculpiéndose figuras en el tronco… ¡Ah!, y la niña, la indita que con su espejito mágico lo ayuda en esa labor eterna.
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