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Roma, Pintura, Escultura

Inocencio X, Velázquez, Reni y la «Piazza Navona»

Dicen que cuando Inocencio X vio el cuadro terminado exclamó: “Troppo vero!”, pero al principio se mostró renuente a su realización

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Poco hubo de transcendente para Inocencio X en los dos polos principales en los que transcurrió la vida de los diversos papas hasta el pasado siglo: los conflictos por territorios y entre naciones y las luchas con familias y parientes. Si bien logró ampliar el poder terrenal de la Santa Sede, y mantenerse en el trono hasta su muerte, tras un cónclave largo y contencioso que se extendió del 8 de agosto al 15 de septiembre de 1644, donde su elección solo fue posible porque el cardenal Mazarino, portador del veto de la facción francesa en el Colegio de Cardenales, arribó demasiado tarde con el veto y la elección ya había concluido. Solo un decreto importante en términos teológicos y nada a destacar en la lucha por la fe. Pero en lo que respecta al arte, aunque su decisión y figura solo cuentan para una plaza y una pintura —aunque quizá dos y decididamente tres— estas obras son de gran importancia.

Inocencio X llegó al papado a los 62 años y fue “fuerte, discreto y decidido” según Leopold Von Ranke, que le adjudica el obligar a los barones a pagar sus deudas y no permitir los abusos de los de arriba con los de abajo, pero conociendo la época hay que acoger dichas afirmaciones con un grado de reserva. Sin embargo, no hay que dudar de su sagacidad y hasta perfidia, porque Velázquez se encargó de mostrarla (más abajo).

El historiador alemán también señala también que el Papa se caracterizaba por no tener confianza absoluta en nadie, un aspecto que debió ayudarlo en sus rencillas con otras naciones y poderosas familias —era la Italia de los Pamfili, a la que pertenecía, los Barberini, Médicis, Borgia y Farnesio; donde el despojo de sus propiedades y el alejamiento del poder aguardaba a los perdedores y el nepotismo a los que alcanzaban la victoria— y que en su conducta el favor y el disfavor cambiaban según las impresiones del momento., al tiempo que fomentaba disensiones en lugar de aplacarlas.

Poco logró Inocencio X para cambiar el ordenamiento internacional de la época. Se inmiscuyó sin éxito en la guerra civil (1642–49) entre Inglaterra e Irlanda y denunció el tratado de paz de Westfalia que, firmado en 1648 sin su participación, ponía fin a la guerra de los Treinta Años y del que surgiría una nueva Europa, pero su oposición no se tuvo en cuenta.

Con respecto a las otras familias y las disputas territoriales, en lo que es hoy Italia, tampoco su papel fue de gran trascendencia. Su actuación más notable fue más bien funesta, al permitir que tropas leales y mercenarios destruyeran la ciudad de Castro, el 2 de septiembre de 1649, como consecuencia de deudas pendientes durante la Primera Guerra de Castro (un conflicto menor) y obligar al Duque de Parma —cuyo padre había sido excomulgado en 1641 y luego readmitido en la Iglesia— a entregar la región a la Cámara apostólica.

En lo que atañe a las familias en la lucha interna por el poder, su conflicto más destacado fue con los Barberini, parientes de su predecesor en el pontificado, a los que acusó de apropiación de los bienes de la Iglesia.

Al temer por sus vidas, los cardenales Francesco y Antonio Marcelo Barberini huyeron a Francia, para colocarse bajo la protección de Mazarino, mientras sus bienes y propiedades eran incautados por orden del Papa.

Sin embargo, Mazarino logró que el parlamento francés declarara inválidas las disposiciones papales y Francia amenazó con declararle la guerra a los Estados Pontificios. Ante el peligro de un ejército extranjero a las puertas de Roma —una ciudad que ya había sufrido diversos saqueos— Inocencio X dio marcha atrás y al poco tiempo rehabilitó a los Barberini.

En cuanto a la teología, es famoso por condenar el jansenismo —un movimiento religioso fundamentalmente francés que contó entre sus participantes con figuras como Blaise Pascal y Jean Racine—, catalogarlo como una herejía y declarar nulas todas las cláusulas que se oponían, según su criterio, a los preceptos de la Iglesia y socavaban la fe. Como una consecuencia relacionada con esta acción, Pascal escribiría en 1656 sus famosas Lettres provinciales.

En el terreno doméstico, la persona más notable durante el papado de Inocencio X fue su cuñada, Donna Olimpia Maidalchini de Viterbo. Supuestamente el Papa le agradecía que, tras la muerte de su hermano, no hubiera vuelto a casarse. También pesaba, y mucho, que ella había aportado una dote impresionante a la familia Pamfili. Otros dicen los motivos de tanta confianza eran otros, que en realidad Olimpia era su amante. Por una u otra causa, desde hacía tiempo la Donna tenía a su cargo los asuntos económicos de la familia y luego del cónclave que llevó al trono al cardenal Pamfili pasó a ejercer una gran influencia en la administración pontificia. Los embajadores que llegaban a Roma la visitaban antes que a nadie y los cardenales colgaban su retrato en sus habitaciones.

El papa Inocencio X falleció el 5 de enero de 1655. Tres días permaneció el cadáver en una estancia del Vaticano, sin que alguno de los parientes, a los cuales, según el uso de la corte, correspondía este deber, se preocupara por las particularidades del entierro.

Donna Olimpia decía que ella era solo una pobre viuda y que aquello excedía a sus fuerzas.

Fue un canónigo, antes al servicio del Papa pero que ya hacía tiempo que había sido alejado, quien dio el primer paso: contribuyó con medio escudo y le rindió los últimos honores.

La Piazza Navona es uno de los mejores ejemplos de la arquitectura barroca romana —algo que en esa ciudad es fácil de decir, pero no de alcanzar— y ello se debe a Inocencio X.

No todas las obras que se encuentran en la plaza corresponden a la época de su pontificado, algunas son anteriores y otras se hicieron después, pero fue él quien le otorgó su carácter distintivo al lugar.

En sus orígenes fue el Stadio di Domiziano, mandado a construir alrededor del año 80 por el emperador Titus Flavius Domitianus y era también conocido como el Circus Agonalis. En su centro se encuentra la Fontana dei Quattro Fiumi o Fuente de los Cuatro Ríos, realizada en 1651 por Gian Lorenzo Bernini y coronada por el Obelisco de Domitiano, que fue trasladado en piezas desde el Circus Maxentius. Cada uno de los ríos representados —Ganges, Nilo, Danubio y de la Plata— contiene metáforas y figuras alegóricas que obligan a recorrerla una y otra vez, a dar vueltas alrededor y detenerse maravillado en los detalles. En ese conjunto destaca la impresionante escultura que representa al dios Ganges al frente. Ahora el lugar es frecuentado no solo por turistas sino por vendedores y músicos (en el caso de los vendedores siempre lo fue). Esto añade el detalle casi surrealista de contemplar el barroco romano con música de mariachis al fondo. No es una exageración, simplemente un recuerdo.

Otras dos fuentes se encuentran en la plaza. En el extremo sur está la Fontana delMoro, con una fuente y cuatro tritones esculpidos por Giacomo della Porta en 1575, a los que Bernini añadió en 1673 la estatua de un moro luchando con un delfín. Al norte está la Fontana de Nettuno, también de della Porta, de 1574; la estatua de Neptuno, de Antonio Della Bitta, fue añadida en 1878, para crear un balance con la Fontana del Moro.

El Palazzo Pamphili está frente a la plaza y la Fuente de los Cuatro Ríos. En su interior hay una escultura del Papa, hecha por Alessandro Algardi, pero no su célebre retrato. En la actualidad el edificio es propiedad del Gobierno de Brasil y allí reside su embajada en Italia. La bandera de Brasil, a la entrada, es otro de los contrastes de la Piazza Navona.

Para ver el retrato que Diego Velázquez le hizo al Papa, entre 1649 y 1651, hay que acudir a la Gallería Doria Pamphili en la Via del Corso (la galería se encuentra entre la Via del Corso y la Via della Gatta, pero la entrada es por la Via del Corso). Sus dimensiones (141 cm × 119 cm - 56 pl × 47 pl) son relativamente más reducidas que otras grandes obras de Velázquez, aunque hay otra versión menor en el Museo Metropolitano de Nueva York.

Dicen que cuando Inocencio X vio el cuadro terminado exclamó: “Troppo vero!”, pero al principio se mostró renuente a su realización, no por la nacionalidad del artista —porque siempre tuvo como mejor aliado, durante su papado, a España y había visitado Madrid—, sino que puso en duda la capacidad del artista.

Cuestionarse el talento del pintor no solo resulta asombroso en nuestra época sino entonces también. Velázquez, que realizaba su segunda visita a Italia, ya había hecho el Retrato de Felipe IV, de otros miembros de la familia real y de famosos, aristócratas y gente del pueblo, así como su Cristo Crucificado, La Rendición de Breda y hasta lo que por mucho tiempo se conoció como el retrato del “barbero del Papa”, aunque en realidad el representado era Ferdinando Brandani, quien ocupaba el cargo de oficial mayor de la secretaría papal.

Se cuenta también que entonces Velázquez realizó el Retrato de Juan de Pareja (también en el Metropolitano de Nueva York), su asistente y criado, para convencer al pontífice.

Pero lo que importa es la pintura. Velázquez muestra a un Inocencio X en todo su esplendor, pero tras el deslumbramiento de las vestiduras papales —el rojo sobre rojo sobre un cortinaje rojo— lo que más impresiona es la dureza del rostro, el ceño fruncido de un personaje famoso por no confiar en nadie ni creer en nadie (¿ni en Dios?).

Copiado tantas veces que muchos museos atesoran alguna muestra —el propio Velázquez se llevó de regreso a Madrid una copia más pequeña— la obra alcanzó la más conocida de las versiones, o las versiones más conocidas, gracias a otro pintor. Las 45 interpretaciones de la obra, Screaming Popes, hechas por Francis Bacon entre la década de 1950 y comienzos de la siguiente. Son señaladas hoy como uno de los mejores ejemplos de una reinterpretación creativa de los clásicos.

Durante toda su vida, Bacon afirmó que nunca había visto la obra original y que se basó solo en fotografías, porque a pesar de haber podido hacerlo durante sus estancias en Roma, no habría resistido el impacto[1]. Pocos le creyeron, pero continuaron admirando sus versiones.

Hay otra pintura donde aparece este Papa, pero no tan conocida. Para verla hay que ir a otra iglesia de Roma, la Santa Maria della Concezione dei Cappuccini. Allí se encuentra un cuadro de Guido Reni que representa a San Miguel Arcángel pisoteando a Satanás, con su espada en alto, lista para atravesarlo. La obra fue comisionada por el cardenal Antonio Barberini. El rostro de Satanás, resulta fácil identificarlo, es el de Inocencio X.


[1] Un detalle personal: ver el Retrato deInocencio X en la Gallería Doria Pamphili me ayudó a salir del comienzo de lo que entonces consideré una especie de casi nervous breakdown, hace unos años en Roma. También ayudaron los biscottis de la cafetería.


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