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La Avellaneda: el discurso del eros

El epistolario de Gertrudis Gómez de Avellaneda es su propia novela, donde la línea entre ficción y realidad, lo objetivo y lo subjetivo, se pierde

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Mi primer trabajo de investigación sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda se remonta al año 1973 cuando se celebró en New Paltz un simposio en conmemoración del centenario de su muerte. Es para mí un privilegio poder celebrar, cuarenta años después, los doscientos años de su nacimiento en la conferencia “The 200 Anniversary of the Birth of Gertrudis Gómez de Avellaneda: A Celebration of Nineteenth-Century Cuban Literature”, que tuvo lugar el 4 de abril en Florida International University, donde se pasó un día francamente agradable compartiendo ideas sobre la Avellaneda, a partir de la conferencia magistral de la Dra. María del Carmen Simón Palmer, investigadora perspicaz de la vida de la Avellaneda, que aportó datos de considerable interés de una escritora romántica que no pasaba por alto las realidades financieras que la asediaban hasta volverla una eficiente prestamista, en medio de otras observaciones que enriquecieron las posibilidades interpretativas de la Avellaneda.

En lo que a mí respecta, me limité a unas observaciones sobre “El discurso de eros” (que resumo en las líneas que siguen) a partir de las perspectivas creadoras que abordo en “La Avellaneda Una y Otra vez”, mi última pieza dramática. Tomo como punto de partida la expresión “¡Era una hembra!” de su obra Alfonso Munio, en la cual la espada paterna del protagonista (criminal, viril y abusiva) tiene las subsecuentes variantes incestuosa que correlaciono con la vida de la propia autora. El episodio teatral concluye con la muerte de la hija, y se justificará en el cuarto acto mediante una serie de subterfugios históricos, aunque también es un melodrama de alcoba de raíz freudiana que termina en crónica roja. Con la delirante afirmación de “¡Era una hembra!”, Alfonso Munio se delata, gracias a la hábil dramaturga que sin pelos en la lengua, expone las verdaderas motivaciones que llevan a la fatal condena de Fronilde. Todo el feminismo de la Avellaneda podría descansar en este delirio que lleva la firma de la escritora.

“¿No conocisteis en aquel gemido
su dulce voz, de pérfida sirena?”
“¡Aquella voz que bendición pedía
al padre que engañaba vil y artera…?”

Sin contar que Munio reclama como suya esa sangre infeliz y virginal que traiciona al padre. Todo esto ocurre paralelamente con la batalla de los sexos que se desarrolla en la vida de la Avellaneda, la que ella misma sostiene, precisamente, alrededor de la fecha del estreno en 1844, por ser, exactamente, para decirlo de la forma más tajante posible, una hembra rodeada de machos entre los cuales, académicos o no, tenía que imponerse.

Si el discurso histórico requiere el testimonio del documento, el proceso creador permite la reconstrucción de la “verdad” en otros términos. Porque, ¿dónde podemos encontrar posibles antecedentes de esta sacudida dramática, espectacular, que va a vivir la Avellaneda en toda su vida pero, muy en particular entre 1844 y 1845? Si tomamos como punto de partida la muerte del padre cuando ella tenía nueve años, la ausencia paterna en la vida de la dramaturga, nos encontramos con un padre idílico que no estuvo nunca, que se refleja en las aguas del Guadalquivir y que ella rechaza en las brumas coruñesas, que le corresponden a Escalada, su padrastro. En su propia reconstrucción del personaje, que hace a modo de novela epistolar en su correspondencia, el padre es el personaje ausente de un paraíso perdido en un Puerto Príncipe que prácticamente se inventa en la memoria. Hay que tener en cuenta que el epistolario de la Avellaneda es su propia novela, escrito intencionalmente, con textos, subtextos, cambios y omisiones, donde la línea entre ficción y realidad, lo objetivo y lo subjetivo, se pierde, basado, como diríamos actualmente, “en hechos reales”, o que se asumen como tales, sometidos a una hipérbole subjetiva donde toda la objetividad desaparece. Aún en párrafos tan inocuos referidos a la muerte de su padre, se trasluce la dimensión de la pérdida cuando exclama “¡cuán lejos estaba entonces de conocer toda la extensión de mi pérdida!” A mi modo de ver, la ausencia del padre, pasivo y sin espada, suplantado por Escalada, que se casa con su madre, militar que la porta, y que ocupa el lecho que a le correspondía al progenitor, puede servir de entarimado subconsciente de un erotismo freudiano, inclusive transferible a la mariconería idílica que la crítica más intransigente le ha atribuido a Sab para escatimarle el significado: la primer propuesta de una relación erótica interracial entre una mujer blanca y un hombre de la raza negra, aunque la cópula no se llevara a efecto.

El inmediato matrimonio de la madre con Escalada, que Gertrudis parece resentir, perjudica la imagen viril del padre, pero lo vuelve intachable, de una pureza que no encuentra en otros hombres, y que ella busca de forma descabellada. Por consiguiente, al padre tiene que recrearlo, para después, en un recorrido circular que parece repetir el de su madre, aceptar al militar, como si fuera la aceptación del fraude del orden civil que representa Cepeda. Tras la decisión voluntaria que la lleva a la opción idílica e incolora de Sabater, su primer esposo, a la que le sigue su muerte como designio de la fatalidad, acepta el matrimonio con Verdugo donde, en un eterno retorno, eróticamente derrotada, vuelve al punto de partida de un matrimonio por conveniencia. Se trata de un entretejido argumental trágico-paródico, entre la autenticidad y el melodrama del discurso de eros. En medio de todo esto, Cepeda representa la incógnita de lo que no fue, el quiero y no quiero, las contradicciones que van del amante al confesor al cual se le envía un montón de cartas para ver si la absuelve, que en algún momento tendrían a Cepeda hasta el último pelo. Un movimiento pendular de mírame y no me toques, a tócame por donde te dé la gana, con exigencias, celos y egoísmo.

Yo comprendo que, a la larga, mi punto de vista es el de una invención escénica, pero ¿qué cosa no es una invención escénica? Todo en esta vida, después de todo, no es más que una invención escénica, salvo la muerte —o inclusive esta. Las cartas de Gertrudis no pueden tomarse al pie de la letra, y el pez por la boca muere. Recordemos las propuestas que le hace Navarro Ortiz, cuando este asume el papel de Armando Carrel: si de un lado ella le escribe que no le diga ciertas cosas porque se excita demasiado, que parece gustarle; del otro le pide que se vuelva un angelito o un gilipollas, para posible desconcierto de Carrel, convirtiéndose el discurso romántico de eros en una parodia de sí mismo, que es un ángulo que utilizo para enfocar esta relación en escena. La propuesta es, inclusive, consciente o inconscientemente castrativa, y Carrel, a pesar de sus muy viriles muestras (o tal vez precisamente por ellas) no dejaría de ponerse en guardia frente a una mujer que se baja con desplantes tan contradictorios.

Por otra parte, va gestando de este conjunto de experiencias, el machismo de Munio Alfonso más allá de las fuentes históricas sobre las que descansan elementos fundamentales del concepto del honor. Hay una madeja de relaciones familiares y un ejercicio de suplantaciones con los cuales construyo un texto ulterior de Tassara, cuando reconoce la anagnórisis de la entrega de Gertrudis: “Entonces, ¿era eso (es decir, el trauma) lo que te detenía e impulsaba al mismo tiempo?”. A la idealización paterna de Manuel Gómez de Avellaneda, nacido en Sevilla (que es el sueño de Tula), se opone a la presencia del intruso que ocupa su lugar, Gaspar de Escalada, nacido en La Coruña (que es el rechazo de Tula). Todos estos elementos se encadenan con un proceso escénico que puede verse como el subconsciente de la sexualidad. El padre es el personaje ausente de un drama epistolar donde en realidad apenas asoma la cabeza, un fantasma de lo que no fue, a lo “Hamlet”, suplantado por Escalada, que en menos de un año ocupa en la cama el lugar que le correspondía al progenitor. Pura fantasía, naturalmente, pero supongo que para Freud sería totalmente racional. Como resultado, el padre pasa a ocupar dos espacios antagónicos: el de Cepeda, prácticamente sin espada, y el de Munio Alfonso, amenazante, que acaba enterrándosela a su propia hija: una violación onírica que vuelve una y otra vez, pura fantasía erótica. En el fondo, crónica roja, pulp fiction. Cepeda es un objeto de deseo que por no entrar en acción, nunca llega a materializarse del todo, determinando los vaivenes de una protagonista que se le entrega sin reparos de ningún tipo. Puro “Hamlet”, como propone Bravo Villasante.

En la novela epistolar que le escribe a Francisco de Cepeda, va de un episodio al otro, basándose en “hehos reales” como se dice en las películas, pero dirigiendo el desarrollo de la acción, las tomas panorámicas y los primeros planos. De esta manera, reconstruye su propia identidad como protagonista, a medida que lo hace con los otros personajes del reparto, que entran y salen a su antojo. A mi modo de ver, el epistolario de la Avellaneda es básicamente un gran teatro, tratando de manipular al receptor de sus cartas (particularmente a Cepeda) en un delicioso juego donde frecuentemente se pierde y no siempre gana la partida. Las cartas que le escribe, dirigidas supuestamente a un único lector, forman una ficción basada en “hechos reales” que estructuran una ficción “romántica”. Aunque víctima del insomnio, es dudoso que la Avellaneda tratara de utilizar el género epistolar como somnífero (todo lo contrario, debió de haber sido pura cafeína): detrás de la correspondencia había objetivos inmediatos y últimos de más largo alcance, sin limitarse a Cepeda como lector inmediato. Escribía las cartas para que nosotros la estuviéramos leyendo. Naturalmente, siempre asumía el riesgo de que Cepeda las rompiera, como ella misma le había pedido que era parte del juego.

Como personaje ausente, no sabemos cómo las disfrutaría Cepeda. Quizás la pejiguera de un texto insaciable que pedía más y más, que quería poseerlo con una lujuria romántica, puede que lo tuviera hasta el último pelo, precisamente porque aquella mujer le pedía más de lo que él podía o quería darle. Paradójicamente, el distanciamiento de Cepeda, le hace trampa a Gertrudis, y acaba por ponerla en el disparadero. La frigidez eréctil de Cepeda (si es que esto pudiera decirse) le gana quizás la partida de un acto que no llega a consumarse, a menos que alguna investigación tomada por algún detective pruebe lo contrario. Lo que nunca podremos saber es por qué Cepeda no tiró las cartas en el basurero, lo que demuestra que Cepeda es una de las grandes incógnitas de esta novelización: quizás, detrás de la fachada, escondía un ego más grande que el de Tula. ¿Machismo, o es que acaso estaba presumiendo de lo que no tenía?

La elaboración de este objeto de deseo que no tiene objeto, forma parte de una absurdidad síquica que en sus idas y venidas representa para ella misma la seguridad de la impotencia, hasta tal punto que en un momento ulterior le propone a Armando Carrel: “Dejaría de verte si creyese que después de todo lo que me has hecho soñar, no eres más que un hombre. No lo seas, no por tu vida, no lo seas nunca”; a lo que Carrel responde (en mi obra): “¿Un maricón? ¿Un gilipollas?” En todo caso, si Cepeda no come ni deja comer, nos enfrentamos a un vacío, que lleva a una crisis epistolar de la Avellaneda con la que yo confecciono el monólogo de Gertrudis del segundo acto, en el cual Cepeda, cubierto con una gasa al modo de un cuadro de Magritte, no dice ni esta boca es mía.

Pero Gabriel García Tassara era otra cosa y en La Avellaneda Una y Otra Vez en muchos momentos se me roba la obra de forma que no había planificado, en parte por ir en contra del papel de villano que generalmente le han dado. Claro que no es modelo a seguir, y dejar plantada a la Avellaneda con Brenhilde, la hija que probablemente le hizo, fue un acto de crueldad imperdonable —que la Avellaneda le perdonó más tarde. Todo esto, naturalmente, no tiene nada de malo, y soltera y sin compromiso, estaba en pleno derecho de hacer lo que le diera la gana, como ella misma le diría, sin pelos en la lengua, a Navarro Ortiz, alias Armando Carrel, en su novela epistolar de novela dentro de la novela. Pero asumir que una mujer como la Avellaneda se dejara mangonear de esa manera, es tenerla en muy poca estima, y si Tassara le hizo una hija, fue porque ella lo había decido y no porque él la sedujo. Lo cierto es que en 1844 está en plena actividad: escribe la biografía de la Condensa de Merlín, estrena Alfonso Munio y El Príncipe de Viana, le escribe carticas a Cepeda, un poema de marca mayor “Al Destino”, una oda a la reina, da algún traspiés no documentado, y entre una cosa y la otra, da un mal paso y se acuesta con Tassara. Cuando en una carta ulterior, le dice a Cepeda, como si ella fuera Baltasar, “Mi vida habitual es la inercia, la postración, la ausencia de toda sensación”, no hay que hacerle demasiado caso, y tomarlo al pie de la letra.

Si el episodio con Cepeda está “documentado” en el epistolario, que convierto en monólogo en “Cartas de una enamorada”, la relación con Tassara deja la puerta más abierta a la imaginación y se convierte en “Una fantasía erótica”, con un Tassara vuelto oso, de acuerdo con un poema que le escribe a la Avellaneda que es puro animal en celo. Una violenta sacudida tiene lugar entre 1844 y 1845, gracias a la terapia liberadora de Tassara, que es algo así como la resurrección de la decapitada Fronilde en Alfonso Munio. Se trata de un electroshock erótico que rompe con toda tabla de medida, que sólo una mujer como Gertrudis Gómez de Avellaneda pudo haber puesto en acción tanto en escena cuando Alfonso Munio le corta la cabeza, como en su vida privada, cuando decide acostarse con Tassara, que él explica de este modo en La Avellaneda Una y Otra Vez, al referirse a Cepeda “¿Un hombre que no decía ni un sí ni un no cuándo tú, prácticamente, le pedías que se acostara contigo? Un hombre blando, incoloro e insípido, me lo imagino, porque lo que es tú ni lo pudiste saborear. El trabajo me lo dejó a mí, porque yo era el que te amaba, el que te reconocía como mujer, el que te deseaba, aquí, de carne hueso, como lo que eras, y no te tenía miedo. ¿Cómo es posible que depositaras tu confianza en un individuo que, en realidad, te pisoteaba y era un pusilánime, que se casó después con una mujer que en nada se te parecía, porque lo curaste de espanto? Las cartas se las mandaste a él, porque sabías que no iba a romperlas. Las guardó para ponerte en ridículo y hacer gala de que te había perdido, como a una estúpida. Una inversión a largo plazo. Porque después de todo, aunque no se le vea la cara, él es el personaje ausente que te escribía”.

Pero si el 1844 es el año del goce, el 1845 es de la expiación de la “culpa”. Es en noviembre de ese año cuando la Avellaneda, rompiendo la norma de toda palabrería edulcorante, escribe la más desoladora, desgarradora, dramática, melodramática y trágica de todas sus cartas, posiblemente la más sincera, pidiéndole a Tassara, prácticamente de rodillas, que fuera a ver a su hija. Ciertamente, la crueldad de Tassara es francamente canallesca, pero no mayor que la crueldad por omisión e hipocresía de Cepeda, la de la Real Academia negándole el sillón que le correspondía, la de Fornaris queriendo sacarla del parnaso cubano, la de Martí despreciándola como mujer, la de aquellos que ni siquiera se molestaron en ir a sus exequias, la de muchos de sus coterráneos negándole su cubanía, pero como Atenea, era una mujer de armas tomar. La Avellaneda saliendo de la cabeza de Zeus, nunca se amilanó por tan poca cosa.


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