Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Cine, Arte 7

La enfermedad como metáfora… ¿de qué?

Esta película es un bolero desafinado de una sola cuerda, que nadie puede salvar

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La enfermedad, y en particular la enfermedad mental, se ha utilizado ampliamente en el arte occidental para representar el malestar en la cultura y en la sociedad. La victimización del enfermo en el arte, tanto como víctima que como culpable y la enfermedad en sí misma han sido aprovechados como metáforas indicadoras y calificadoras de los grandes males que nos aquejan. De ello se ocupó Susan Sontag en su pequeño pero extraordinario texto titulado La enfermedad como metáfora, escrito y publicado en 1978, cuando la propia autora recibía tratamiento para curar su cáncer. Este razonamiento parece ser el punto de partida del director cubano Fernando Pérez (La Habana 1944) en la realización de su filme más reciente La pared de las palabras.

Luis reside en un hospital psiquiátrico. Sufre de una de esas enfermedades cinematográficas que nunca se pueden definir. Por lo que vemos, pueden ser los resultados de una parálisis cerebral. No puede hablar ni coordinar sus movimientos. Al principio no sabemos si es un mal congénito, pero ya muy avanzada la cinta nos enteramos de que sufrió “un accidente”, pero tampoco se abunda mucho en lo que pasó. Desde ese momento, Elena, su madre, ha dedicado su vida casi por entero, a atender a Luis.

Elena parece ser una investigadora oceanográfica cuya otra dedicación es su trabajo, pero entre el estrés de cuidar de Luis, sus otras preocupaciones y el paso de los años ya se le hace imposible continuar realizando su labor. Su otro hijo, Alejandro, parece ser un talentoso pintor. Es diez años más joven que Luis y ha sufrido la negligencia de sus padres, que han dedicado la mayor parte de su tiempo a cuidar de Luis. Lleva ese dolor por dentro y lo expresa con mansedumbre cada vez que se le da una oportunidad

Carmen es la madre de Elena, que parece hace ya tiempo vive en España y regresa de visita de vez en cuando. Entre las cosas que trae, hay un pequeño suministro de marihuana para Alejandro de quien se ocupa para tratar de compensar el abandono de Elena.

Estos son los elementos de una trama que se va desarrollando con gran lentitud, con esporádicas explosiones dramáticas, largas tomas de paisajes desolados y secuencias repetitivas de los pacientes recluidos en el hospital, todos los cuales padecen enfermedades que le afectan la motricidad, la posibilidad de comunicación y el contacto con la realidad, pero son, principalmente, enfermedades que saltan a la vista, o sea, tipológicas.

El filme se mueve ente el naturalismo del neorrealismo italiano y la narrativa meditabunda antonionesca, con algunos planos que parecen sacados de Bela Tarr. También recuerda demasiado obviamente, aspectos de One Flew Over the Cuckoo’s Nest y del clásico Freaks, de Tod Browning. En resumen, se le ven demasiado las costuras. Este exceso de influencias visibles, permite que uno pueda clasificar la película de pretenciosa, porque quiere tomar como referentes, películas y directores considerados como grandes, pero no se les acerca ni lejanamente.

Pero estos no son los únicos ni los principales problemas del filme. Fernando Pérez carece de sutileza y de sentido del humor. Lo ha mostrado anteriormente en José Martí: el ojo del canario y en La vida es silbar. Me limito a estas dos para no citar prácticamente toda su obra (con excepción de Clandestinos y Madagascar). Cuando quiere mostrar desolación y aislamiento, repite las secuencias con persistencia machacona, no quiere que el espectador razone por sí mismo y termina acentuando lo grotesco. Su excesiva seriedad es una carga muy pesada para llevar los casi cien minutos que dura la película.

Por otra parte, los personajes son monocromáticos. Esto es un bolero desafinado de una sola cuerda, que nadie puede salvar. Las actuaciones no pueden ser juzgadas porque a los actores no se les da ninguna riqueza caracterológica con la cual trabajar. Son pancartas en función de los deseos expresivos del director. A veces los fuerza a desarrollar un tempo godardiano que Pérez no puede dominar. Por lo general sus actuaciones se resuelven con tres o cuatro gestos estereotipados. El único personaje que tiene una leve riqueza es el de Carmen, la abuela emigrada, como voz del raciocinio, termina espetando unos parlamentos que a cualquiera se le traban en la lengua y Verónica Lynn, que hace lo que puede, no luce peor porque la cortan. El único acierto es hacer creíble que Isabel Santos sea la madre de Jorge Perugorría, quien es solamente cuatro años menor que ella. Un logro que me atrevo a conjeturar está inspirado en The Manchurian Candidate (1962) en el cual Angela Lansbury fue muy creíble como madre de Laurence Harvey, quien era solamente tres años más joven que ella.

El guión es del propio Pérez, basado en un cuento de Zuzel Monné que desconozco y que parece provenir de su libro Por el juego de mis dedos. Según declara el director y guionista, su intención es enfocar “la línea fundamental de la cinta en la selección de los actores, de manera que los personajes sean auténticos, veraces y contradictorios: vivos en la pantalla. Aspiro a que no sea únicamente una película sobre la discapacidad, sino sobre el difícil ejercicio de la comunicación humana.” Pero nada de esto se plasma en la pantalla.

La fotografía de Raúl Pérez Ureta es apta, pero como todo lo demás, supeditad a esa visión apocalíptica predecible que permea todo el filme. Son planos y tonalidades que ya hemos visto en otra parte.

Si al presentar a los encargados de controlar a los pacientes como seres abnegados pero completamente irresponsables, que viven en un ambiente de privaciones materiales y en un consecuente ánimo desmoralizado y a los pacientes como víctimas de un sistema inoperante incapaz de cubrir sus necesidades más mínimas, a pesar de las buenas intenciones de los vigilantes, nos quiere presentar una metáfora de la sociedad cubana, esto no resulta. Todo está demasiado disfrazado entre un argumento forzadamente lento y unos manerismos de arte falso que sepultan su mensaje.

Claro, como no falta en ninguna película reciente de directores cubanos “de importancia”, hay que dar un pequeño toque de protesta. En un momento determinado, el director clínico del hospital, un incompetente y parsimonioso psiquiatra interpretado por Emán Xor Oña, decide utilizar un cuadro que ha donado Alejandro, como terapia para los residentes. Al final, cuando ya corren los créditos, quizá temiendo que nadie se haya dado cuenta de su subterránea denuncia, vemos el cuadro que cuelga en el lobby del hospital (que es la obra “Mar de noche” del artista Yoan Capote), y se oye, como un leve susurro la voz de Luis, quien ahora se encuentra en un lugar en el cual se puede expresar por todos porque no hacen falta las palabras y que va diciendo: “por…que marginado, por…que separado, por…que prohibido, por…que impedido, por…que expulsado” y así continúa hasta la palabra “Fin”.

Se pudo haber ahorrado la película completa y limitarse a esta timorata protesta balbuceada, que no asusta a nadie. La mayor osadía de los cineastas cubanos parece ser una caricatura subliminar de lo que cincuenta años atrás se hacía en el cine de los países del antiguo imperio soviético, pero entonces a voz en cuello y a imagen plena. Además, se hacía con calidad artística. La pared de las palabras no pasa de ser un pataleo pseudoartístico, una pose intelectual sin ninguna envergadura. Una aburrida colección de influencias cinematográficas mal digeridas.

La pared de las palabras (Cuba, 2014). Dirección: Fernando Pérez. Guión: Fernando Pérez y Zuzel Monné basado en un cuento de Monné. Director de Fotografía: Raúl Pérez Ureta. Música: Edesio Alejandro. Con: Isabel Santos (Elena), Jorge Perugorría (Luis), Carlos Enrique Almirante (Alejandro), Verónica Lynn (Carmen), Laura de la Uz (Orquídea), Emán Xor Oña (Dr. Cuenca) y Ana Gloria Buduén (Doris). Se puede adquirir el DVD en Kímbara Cinemateca Cubana.


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