La ilegal siesta (Primavera)
CUBAENCUENTRO ha retomado este año su sección Lectura de Verano, dedicada a publicar obras de narrativa, que pueden ser enviadas a nuestra dirección en Internet
Con lo único que no podía el hada inmigrante ilegal, Iluminada Siesta, era con el inglés. El pensamiento y el sentir de la mitológica muchacha eran en español, su lengua que, si bien la limitaba, también la definía, le daba aliento y la dejaba sin aliento. No le molestaba que le dijeran que ella solo hablaba lo que algunos llaman el latín del pobre. Su castellano lleno de mestizaje le parecía un idioma demasiado trascendente para dejarlo en manos del olvido.
La primavera, con su coquetería y ese murmullo que emana de toda la tierra, regala sonoridades colmadas de alegría. Al runrún del despertar de la vida se suman todos los animales, sin excepción alguna, para cantar, graznar, trinar y chillar, diciendo una sola palabra en fluido inglés, una expresión de gratitud: “¡Goood!, ¡goood!, ¡goood!” Pero el Hada no alcanzaba a pronunciar ni ese monosílabo. De sus mudos labios no se descifraba nada.
—¡Cielos!, es un bonito día para conocer a esa Hada —dijo el perrillo Margarito al muchacho, quien secundo en silencio al animal con un distraído movimiento de la cabeza.
Al perrito, las señales del día lo habían preparado para esperar que lo desconocido se le manifestase de la manera más estupenda. Miró al cielo y sintió en sus orejas esa brisa que trae corazonadas.
—¡Válgame Dios! ¡Yo sabia que hoy era nuestro día! Es como la consagración de la Primavera —exclamó el gnomo cuando disfrutó la visión de una ardilla blanca que caminaba por el tronco de un árbol, muy cerca de la cierva nacarada.
No tardó el perrillo en descubrir una avecilla colorida. Recordó que se llamaba Sereno y que era escolta del hada.
—Pst, pst…, amigo, amigo. ¡hola! ¿Me escuchas?
Míster Cardenal miró al perro con recelo, pió y las plumas de la garganta ni se le movieron. Movió sus alas y después habló como quien estuviera pensando en alta voz.
—¿Me llamas a mi? —terció señalándose el pecho con la punta de su ala derecha.
—¡Sí, a ti! —respondió el salchicha.
—Ni la paloma ni el cuervo me han comentado de un perro parlante. ¿Quién es usted y qué requiere de mí? —dijo el pajarillo.
—Soy Margarito Madruga y él es mi amigo Ronquido Moraleja…
—¡Al grano, al grano…!
—Estamos buscando a un hada hispana. Sospecho que es aquella muchacha que usted acompaña —respondió el salchicha.
—¡No puede ser! ¿Ustedes estaban espiándonos? ¿Son antiinmigrantes o pandilleros?
—¡Están violando nuestros derechos! —gritó el cardenal a voz en cuello erizando las plumillas de su cabeza.
El perro y el hombre se miraron asombrados. Al fin, Margarito agregó:
—¡Un momento! ¡Aguante su pico! Ni los espiábamos, ni nos gustan las garras de Inmigración, ni somos pandilleros y mucho menos desplumamos sus derechos. Somos tan ilegales como el Hada.
El cardenal vaciló; luego, habló:
—Dice el ganso que hay tantos ilegales como pulgas tiene un perro callejero. “Los dejamos trabajar y soñar y ahora nos chulean con protestas callejeras” —gritó con incontenibles graznidos, mientras movía su cuello amenazadoramente.
—La quinta calumnia del ganso —dijo el perrillo, mientras se rascaba con persistencia detrás de la oreja izquierda.
—¡Pero la zorra también arma gresca por los ilegales! —repuso Sereno—. Cada día tiene más enojo que pelos y dice que los ilegales son tan tenaces como las garrapatas.
—”¡Que los deporten en masa! ¡Todos juntos de vuelta!”, trinaba una zorra con la cola envarada, los pelos que echaban chispas y una viva picazón, la última vez que hablé con ella; bah, que traté de hablar con ella —contó el cardenal dramatizando las expresiones.
—Ellos siguen en sus trece y dicen que los ilegales hispanos están sólo de visita en este país, porque traen más sarna que bondades.
—Ese ganso, con su individualismo desenfrenado, quiere muros en el Sur y en el Norte. La zorra, que ni canta ni vuela, grita que sólo en la frontera con México —dijo la avecilla.
—Es cierto que tantos a comer hacemos siempre mucho ruido. ¡Y están llegando a tutiplén, a manga ancha! Pero bueno… —dijo el perro.
—¡Es una plaga! ¡Son chinches! Resistentes y difíciles de controlar. ¡Hay que desinfectar la frontera! Rezongó una zorra llena de comezón.
—También muchos olvidaron que un día fueron inmigrantes ilegales —confesó Sereno.
—¿Quiénes?
—El pato, por ejemplo. Él escucha todo y hace mutis, pero a veces tira sus puñetazos.
—¿Ah, sí? ¡Uf!
—La maldad es hija de la ambición —dijo el salchicha.
—Ayer volvió con una de sus malignidades. Sacudía sus alas mientras decía: si son ilegales acabarán siendo cazados.
—¡Pero que amnesia la del pato! ¿Quién lo diría? Aves migratorias en esos abucheos.
—Aquí casi todos son inmigrantes, unos llegaron anteayer, otros ayer y nosotros hoy.
—Yo confío en la fraternidad, esa virtud que surge frente a malevolencias como el deseo de destruir a otros —dijo el salchicha dejando escapar una exhalación profunda.
Margarito bostezó en grande, se estiró todo lo que pudo y luego continuó:
—Es cierto que la ley es mejor que el desorden.
—Las leyes sirven para establecer un orden. Si son justas, y sólo si son justas, establecen un orden justo. —afirmó Sereno.
—Defiéndenos, Señor, del egoísmo de algunas criaturas —musitó Margarito, mientras miraba al cielo, como aquel que de pronto descubre “algo” más allá de las nubes.
—¡La providencia ha sido muy estricta con los inmigrantes ilegales! —chilló el pajarillo.
Sereno se limpió su pico en el tronco del pino donde descansaba, como si se lo estuviera afilando, y erizó todas las plumillas de su naturaleza intentando alborotar las ideas. Después habló en inglés, la reina de las lenguas, su idioma materno, más disciplinado e intemporal que el español; de sonidos variados y consonantes marcadas que luchan contra las emociones, donde no sentía que sus palabras estaban alejadas del discurso.
—Bueno…, yo creo —dijo— que a los inmigrantes ilegales les viene bien el politeísmo, porque un solo Dios me parece muy poco para semejante problemón.
Se quedó pensativo el can. Acabó por mordisquearse el lomo y después murmuró.
—Eternizar el castigo es eternizar el Mal, y Dios no puede querer que tantos Inmigrantes en el mundo sean siempre ilegales. Lo que sucede es que nunca sabemos cuales son las prioridades del Salvador.
—Es que también rezamos muy poco —dijo el pajarillo—, mientras movía sus alas hacia delante para unirlas y apuntar al cielo.
—Pero sin papeles y con tanta persecución no tiene uno cabeza ni para echar un rosario, porque pueden atrapar al grupo en pleno rezo y en el mismo templo.
—Nos dirán ovejas ilegales, pero no descarriadas.
—¿Es la vista, el olfato o el oído? Creo que el Hada viene a nuestro encuentro. ¡Oh, amigo salchicha, hablamos en otro momento! —dijo la avecilla, que abandonó el pino para revolotear en torno a la muchacha.
Sólo había un hada sin papeles en América y en el mundo, y tenía nombre de sueno: Iluminada Siesta. Pero la mitológica muchacha, pese a la pujanza de su embeleso, tenía ante si la verdadera frontera que no había podido vencer, la hispana encantada no podía contra el inglés. Lo entendía fluidamente y esa habilidad auditiva de interpretar el idioma nacional del país donde oficiaba su magia se la había propiciado el trabajo con los niños, los cómplices de la capacidad de crear, aliados para el juego de la vida.
Sin embargo, su limitación era ostensible. Tenía cerrada con triple cerrojo la ventana del Inglés. A la hora de responder una pregunta de un pequeño que requería ayuda, de regalar amor, el hada lo hacia siempre en su lengua, en el español pintoresco, en el castellano, lo que la convertía en una suerte de mitología anglo silente, una muda encantada.
A veces le costaba trasmitir un encanto, entonces, con la angustia, un sudor discreto le perlaba la frente, sufría tartamudez y se sentía inmensamente sola. En ocasiones apelaba al lenguaje gestual, pero el hecho de no poder prescindir de su varita mágica de almendro, la que le daba omnipotencia, la obligaba a blandir peligrosamente el instrumento, mientras trataba de despegar sus labios en vano.
Cada plática del Hada con un niño que sufría por las desventuras de la inmigración ilegal era un fragmento de la perfección. Ella les regalaba sueños que son el sueño de todos, dichos con el lenguaje que usamos para hablarle a la vida.
“¿Qué debo decirles? Que amen cuanto saben amar. Que se dejen querer”, decía, entre otras lindezas, el hada inmigrante ilegal, quien sabía que vivir sin amor es felizmente imposible.
—¡Santísimo, que hermosa eres! ¡No puede ser que yo este frente a un hada! ¿En verdad eres uno de esos seres? —preguntó Margarito.
—¿Y tu qué crees? Mi Dios sigue soñándome. Lo que ves es el tamaño de mi esperanza, un cardenal, una cierva y una ardilla; mis fieles acompañantes, y a dos niños que amo, respondió el hada entre guiños y sonrisas.
—¡Que ilusión! Yo pensaba que nunca iba a ver un hada. Tenía deseos de conocerla, pero nada, —comentó el meñique dejando escapar un suspiro de pesar.
—¿Y cómo tu te llamas? ¿Cuál es el nombre de tu amigo? —preguntó el hada con una sonrisa que se extendía más allá de la comisura de los labios.
—Yo soy Margarito Madruga y él es mi amigo, Ronquido Moraleja, quien creo que ha perdido el habla con sólo verla. Pero el milagro tiene derecho a imponer sus condiciones —farfulló el cachito de perro.
La muchacha había llegado a América con una visa de no inmigrante para estudiantes vocacionales, pero, por aprietos financieros, no había podido iniciar su propósito ante la enfermedad de una tía con quien vivía. Cuando descubrió sus encantos y comenzó a acostumbrarse a su condición decidió no retornar a su tierra natal, convirtiéndose en inmigrante ilegal.
—Somos millones de inmigrantes ilegales, almas del alma latinoamericana, pero es preferible contarse entre los perseguidos que entre los perseguidores —advirtió Iluminada—. El amor y el odio son afectos, y los afectos simplemente nos definen.
Y ese era su deseo, gozar del bien que le debía al cielo, desbordar su mitología ayudando a los agobiados. Quería regalar dones y felicidades, conceder alegrías a millones de niños.
Y amor fue lo que experimentó Ronquido desde que vio esa hermosura; un amor como él no lo había apreciado jamás.
“Tantas mujeres en el universo y yo venir a enamorarme de un hada. Es, ya lo sé, el amor, con sus mitologías, con sus magias inútiles”, se dijo Moraleja.
—De esta fábula —dijo ella con una sonrisa— aún no adivino cuál es la “Moraleja”. ¿Lo sabe usted?
—El encanto de la fábula no esta en la moraleja —respondió el muchacho—; el deleite está en la imaginación, y yo no quiero imaginar su ausencia, porque su presencia se lleva bien con mi alma.
Ella sonrió e hizo un gesto con la mano, como de educada dilación, exhibiendo las consagraciones tan definitivas que da el silencio.
“¡Pero, qué líos en los que me meto! ¡No sé si reír o llorar! ¿Los papeles o el amor?”, se lamento en voz baja Ronquido.
—Toda criatura llena de fe debe pensar —advirtió Iluminada— que cuanto le ocurre es un instrumento, que le ha sido dado para un fin y tiene que aprovecharlo.
Moraleja la observó en silencio. Pero las palabras y la voz de la muchacha lo animaron a opinar.
—Es la enunciación de una verdad —dijo—, pero el tiempo otorgado a los mortales no es infinito.
—¡Sí, hada maravillosa! —interrumpió el perrillo—. ¡Queremos otras felicidades! ¡Queremos ser inmigrantes legales! Ya nos da flojera eso de estar siempre con miedo, mintiendo y soportando humillaciones.
Un pensamiento iluminó al hada sin papeles como el sol del mediodía.
“Frente a las pasiones que dividen a los seres —la envidia, las rivalidades, el horror o el desprecio a los extraños— crecen siempre la piedad, que significa simpatía, y la fraternidad, la más noble de las obligaciones sociales”.
Al escuchar al joven y al perro no pudo menos que suspirar, algo primaveral se congelaba en su suspiro, miró al cielo y exclamó:
—Les concederé tres deseos. El número tres es el de las fábulas y el que cierra las cosas.
—¡Una amnistía! ¡Una amnistía! ¡Lo primero es lo primero! ¡Basta ya de horizontes inútiles! —chilló el perrillo mientras daba saltos, rodaba sobre su lomo, pateaba, gruñía y corría en zigzag alrededor del hada y de Moraleja.
—¡Pudiera ser…, pero no, no, no! —dijo ella en otro tono de voz—. No menciones la amnistía que se arruina la magia.
—¡Yo no quiero TPS 38! —se apresuró a advertir con soberbia Margarito—. No me gusta esa incertidumbre de unos Estatutos de Protección Temporal.
—¡Un momento! ¡Aún no he terminado! —dijo el hada con ímpetu, pero sin perder la ternura—. Yo les concederé cinco días como inmigrantes legales, finalizando ese tiempo de gracia todo en sus vidas será distinto, hasta el sabor del sueño se tornará diferente.
—¿Pudiera ser el segundo de los tres deseos que yo encuentre a mi hermano y Margarito a su amigo? —preguntó Moraleja.
—Muy humana es tu esperanza —opinó el hada.
—Tantas emociones me fatigan —dijo el perro mientras movía su cola.
—Les queda un último deseo —recordó ella.
—Ese deseo —pensó Moraleja— tiene que ser de amor. Y ella debe imaginarlo, porque las cosas que más olvida un hombre son las que siempre recuerda una mujer.
Los niños, el cardenal, la cierva y la ardilla se reunieron para ver el momento en que Iluminada urdiría su magia, concediendo los deseos al muchacho y al perro, convirtiendo lo sobrenatural en natural. Su humanidad estaba en sentir que representaba a seres que compartían una misma penuria.
—Darán, los dos juntos, siete vueltas a este álamo y en la séptima ronda haré uso de mi varita mágica y tendrán sus deseos —explicó ella.
Hubo un gran rumor de hojas y ramas, mientras el muchacho y el perro le daban vueltas al árbol. Después un resplandor llenó de luz el entorno. Una nube de polvillo encantado hizo que Ronquido se frotara y se volviera a frotar los ojos y su nariz, como si lo invadiera un alérgeno.
“¡Achís! ¡Achís!”
—¡Jesús! —ladró el perro.
—¡Gracias! —dijo el muchacho.
El porvenir no había sido muy piadoso con él, ni siquiera justo, y a veces se sentía hasta derrotado. Tenía momentos en los que se creía en su ciudad, pero luego lo sorprendía la realidad actual, amarga y con otro lenguaje. Nunca quiso errar por la vida ni sufrir sin fin. Al final, no todo le iba bien en el mejor de los mundos posibles.
“¿Dónde estará mi vida?, ¡tan corta! —pensaba por las noches, mientras buscaba el sueño—. Tal vez sea mejor que me devuelva a mi pobreza”.
Seguía envuelto en la polvorera encantada, con los ojos cerrados, y quiso jugar con la ficción de tropezar con la mirada del hada. Tenía la certeza de que estaba enamorado de ella. Sintió una inmensa gratitud por el perro Margarito, su amigo demasiado humano. Recordó a la bruja Caramba y su gato Daiquiri. Era admirable ese don del felino cubano de Hemingway de no admitir las cosas torpes de la vida, y sonrió acordándose de la cola indagatoria, la expresión emocional del minino, una intriguilla que exhibía el gusto de los filmes viejos con un final feliz.
—¡Esto sí que es dicha! Nunca había sido tan feliz —murmuró el muchacho—. Recé para tener los papeles y Dios me regaló una fábula de verdades y enseñanzas.
Y el muchacho inmigrante ilegal se durmió con imperturbable serenidad. Aún seguía en América.
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