La marca de la bestia
Ha muerto Jesse Ríos, el pintor de los cuerpos mutilados, peces humanizados y rostros desesperados.
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En su estudio de la Pequeña Habana, Jesse Ríos pintaba cuerpos mutilados, peces humanizados, rostros desesperados, ojos y manos retorcidas. Pocos de sus lienzos adornaban casas de nuevos ricos.
Los mercaderes del arte temían sus cervezas de más, sus exaltaciones en que soltaba la lengua, o peor, sus depresiones en que protestaba el mundo. Pero Jesse no dejaba de pintar, con pinceles, paletas, cabos de plumas, trapos, dedos, codos —terminaba embarrado de pies a cabeza—. Su estudio era su casa, su hospicio para pintores principiantes, su cantina abierta para enemigos que no tenía. ¿La puerta? "Déjala abierta", decía, aquí no roba nadie.
Cada vez que caía por Miami, iba de mañana a sentarme con Jesse. Era un ritual. Sintonizaba las politiquerías locales. Nunca supe como podía escucharlas y escucharme. Me servía una cerveza y hablábamos de nuestra juventud proscrita, de nuestra peña de aspirantes a disidentes (o a ingenuos), que nos reuníamos de madrugada, en La Habana de los setenta, en el parquecito de Calzada y K, a esperar el café de la funeraria, excusa para leer nuestros poemas inéditos, hacer chistes contra el régimen, sin censura sí, pero con miedo, siempre a la espera de la recogida.
Machacados por la represión, asolados culturalmente, fuimos agrupándonos, en unos cuantos bancos frente a la funeraria Rivero, faranduleros (como yo), escritores prohibidos como Reinaldo Arenas, Carlos Victoria; actores malditos como Vicente Revuelta, René Ariza; poetas como Esteban Luis Cárdenas, Benjamin Ferrara, Fabio Hurtado; personajes insólitos como el negro Cachimba, Profundo el hijo de Bigote de Gato, Mariela (la única virgen del Vedado); y los pintores Cuenca, Flavio Garciandía, Julio García, y Jesse que, con su hiperrealismo de maravillas, había ganado un premio en el Salón de Mayo de París (1968), pero que ya había recibido, en carne propia, la marca de la bestia.
Jesse había sufrido el regreso de sus padres a Estados Unidos. No lo dejaron marcharse con ellos. Aún siendo estadounidense (había nacido en Tampa en 1948 y regresado a Cuba en 1952), debía pagar en dólares sus estudios en la Escuela Nacional de Arte antes de abandonar la Isla. ¿De dónde iba a sacarlos?
Su padre volvía a la empobrecida Pequeña Habana, a vivir de un retiro de soldado americano de la Segunda Guerra. Al pintor le tocó quedarse. Y el dolor mutaría sus lienzos. Su sonriente hiperrealismo fue transformándose en rostros retorcidos, amenazados por ojos vigilantes.
Ni palmeras ni bohíos
Una década esperó Jesse a que el Ministerio del Interior le permitiera salir del país. En 1988, por fin llegó a Miami. Se instaló en la Sagüecera, al pie de sus padres. De inmediato arremetió a pintar cuerpos mutilados que denotaban un agresivo expresionismo. Al año, sus piezas se exhibirían en el Museo Cubano. Cierto que recibió buenas críticas, que cada año volvería a exponer sus torsos en Florida y Nueva York, pero vendía poco.
El mar que separa a los cubanos fue de sus últimos temas. Peces humanoides que nadan en un océano de profundo silencio. Y que, por misterios de su arte magnífico, recordaban, en su entorno surrealista, la alegría de verdes y azules y amarillos que caracterizaron al pintor en sus comienzos.
Sus peces tuvieron más aceptación entre los mercaderes del arte. Pero Jesse se aburriría pronto de los peces y de los mercaderes. Marcado por la bestia, desbarró contra el mundo, se refugió en la cerveza, volvió a sus cuerpos mutilados, a los colores sucios, ocres, grises, sangre, que revelaban sus angustias y su mano maestra.
En 2003, la galería Domingo Padrón, de Coral Gable, le ofreció a Jesse Ríos un homenaje por sus 40 años de vida artística. Los pintores Nelson Franco, Miguel Fernández, Ángel Moreno, Carlos Masis, Luis Miguel Rodríguez, Sergio Lastres, Jorge Luis Zamora y Regine, estaban allí para reconocerlo como uno de los más grandes artistas de su generación, la ciudad de Miami y el Condado Dade le dieron una placa de reconocimiento.
La última exposición personal de Jesse fue el pasado año, en Obini Gallery, organizada por su compañera Martha Fonseca. Se tituló Rostros y torsos, en celebración del aniversario 60 del artista. Conjugaba un hiperrealismo tardío con torsos mutilados. Realmente fue una recopilación de algunos de sus lienzos. Jesse venía sintiéndose mal. Había dejado de pintar. Pero cabezón (como siempre), creía que resolvería su salud con una cerveza y otra. Fue al médico ya para morirse de un cáncer del esófago.
El sábado 25 de julio de 2009, a las nueve de la mañana, falleció mi amigo Jesse. Las galerías que tienen obras suyas, las atesoran y esperan. La prensa de Miami ha publicado poco sobre su muerte. La de La Habana, ni siquiera la ha reflejado. No es de extrañar. En Miami nunca pintó palmeras, bohíos, ni medios puntos, toda esa decorativa industria que comercializa la nostalgia. Y para La Habana, el artista había nacido en Florida, aunque llevara la marca de la bestia.
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