Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Elena Tamargo

La poeta que odiaba el silencio

Si muchos escritores coleccionan el silencio como su única riqueza, la poeta lo odiaba

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¿Es la poesía una forma de ofrecer sin pedir nada a cambio, incluso de entregar hasta lo que no se tiene? Sí, al menos eso fue lo que me enseñó la poeta Elena Tamargo. A mí, que en estos tiempos la nobleza me aterra, me entraba una especie de desasosiego cuando me tocaba ser protagonista o testigo de una bondad que casi había olvidado, o que me recordaba a mi madre, o a una madre cubana, quiero decir. Después fue que entendí que Elena sí pedía algo a cambio: me lo sopló al oído la sentencia de un verso de su último libro publicado en Miami: Quiero amor o la muerte.

A finales de los años noventa, en la calle Gabriel Mancera de la colonia del Valle en la Ciudad de México, nos recibía la poeta. Allí no había espacio para la queja o el desencanto que a veces nos embarga cuando estamos lejos de los nuestros. Yo, un tipo casi incrédulo desde que abro un ojo y miro en derredor, me iba de su casa con una jabita repleta de dioses cabezones de todos los colores y razas: Elena además de un plato de comida, nos regalaba dioses que construía ella con pedazos de versos, o de risas, o de ese rostro helénico tan suyo que inventó la belleza. A veces, aunque me hubiese ido, yo me quedaba oculto entre las luces que habitaban la entrada de sus pechos. “¿Tienen dinerito?”, nos preguntaba ella, con la sabiduría de usar el diminutivo para que nuestro machismo no se fuera a ofender. “Sí, claro, claro que tenemos”, decíamos casi a coro el poeta Ernesto Olivera y yo, aunque después descubriéramos que la luz de su mano nos había colocado un billete en uno de los tantos bolsillos vacíos de nuestro desamparo. Pero Elena, como todo mortal, también cobijaba sus odios. Si muchos escritores coleccionan el silencio como su única riqueza, la poeta lo odiaba. Tampoco lo entendía hasta que ella me dijo que el silencio era la bulla de la soledad, y para estar solos nos sobra todo el tiempo que nos brinda la muerte.

Unos días antes de ingresar en uno de esos hospitales silenciosos de Miami, hablamos por teléfono. Cuando le pregunté cómo estaba, sabiendo yo muy bien lo grave de su estado, me contestó riendo: “Aquí, esperando que alguien se enamore de mí”.



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