Actualizado: 15/04/2024 23:17
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“La ronda”. Coger o no coger: that is the question

La puesta en escena de La ronda en Miami tendrá lugar en Akuara Teatro a partir del 29 de marzo

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Sirva este verbo inocuo (“agarrar, asir y tomar”), cuyo significado académico interpretan los argentinos de un modo muy personal (siendo yo cubano no tiene nada de indebido), para iniciar una crónica sobre “La ronda” (no confundir con el bolero “Noche de Ronda” de Agustín Lara, que viene a ser lo mismo, una sarta de mentiras, porque las relaciones entre el bolero y el vals son muy estrechas a pesar de no parecerlo), del dramaturgo austriaco Arthur Schnitzler, que próximamente llevará a escena Akuara Teatro.

Yo nunca he tenido la oportunidad de asistir a ningún montaje de esta obra, aunque sí vi la película de Max Ophuls posiblemente en 1951, cuando iniciaba el noviazgo con Yara, mi esposa, en un cine que estaba en La Habana por 12 y 23, si mal no recuerdo. Fuimos a verla con la abuela de Yara, que hacía de chaperona, Ana Romeu, una mujer extraordinaria, que me había elegido como el pretendiente favorito, por el cual sentía absoluta confianza, a pesar que nos acompañaba (valga la contradicción) en función de chaperona. Mujer moralmente incorruptible, aunque víctima pero jamás participante de “la ronda” nacional, yo ponía en peligro la confianza que me tenía ante el desparpajo de “La ronda”, que rechazó con la austeridad y dignidad que la caracterizaba, pero sin decir palabra.

La dirección de Max Ophuls (ese estupendo comienzo tan fílmico, en el cual el circunspecto Anton Walbrook se desplaza entre candilejas, como narrador, para llevarnos cinematográficamente de la mano por “la ronda” austríaca), la tenía sin cuidado; y otro tanto hacía con el estupendo reparto: Simone Signoret, Serge Reggiani, Simón Simon, Daneil Gelin, Danielle Darrieux, Fernand Gravey, Jean-Louis Barrault, Gérard Philipe. Ella no sabía (ni Yara ni yo tampoco), que dado el relajo sexual que hay en la obra, “La ronda”, terminada de escribir en 1897, no se publicó hasta 1903, fue prohibida en Alemania en 1904, no se estrenó en Berlín hasta 1920 y en Viena hasta 1921, ocasionando demostraciones públicas de tales dimensiones que la policía prohibió su montaje. Claro está que La Habana nunca ha sido un convento, y en los cincuenta ni se diga, porque la inmoralidad y la prostitución no la inventó el castrismo, ni siquiera la chusmería: sexualmente hablando, el cambio es de estilo, más que conceptual.

Todo esto lo digo, no para que no vayan a ver “La ronda”, sino para que no quede una butaca vacía. Una obra idónea para una ciudad donde “agarrar, asir y tomar” es casi el leiv motiv de la conducta colectiva, dejando a un lado a los Castros, a los Maduros y a los Fanjuls, naturalmente, y a la devoción religiosa que manda ir a misa todos los domingos.

Si te he visto no me acuerdo

En “La ronda”, Schnitzler hace un striptease del vals vienés y le quita sus perifollos, al pasarle la vista a diez acoplamientos, con las correspondientes disolvencias en negro al alcanzar el objetivo, y aunque hoy en día esto no es ninguna novedad (en pantalla o en vivo), la pieza dramática mantiene su actualidad. No sabemos como Akuara Teatro resolverá el clímax de cada encuentro, pero en el caso del texto que tengo en mis manos lo hacen unos puntos suspensivo y deja el resto a la imaginación: el momento que marca la línea divisoria entre el antes y el después detrás del núcleo. Pan nuestro de cada día, de cada fin de semana o de los carnavales, hay detrás de todo esto una trastienda que no debe perderse en una primera lectura de “La ronda”, si tenemos en cuenta que en la mayor parte de los casos el después es como si cuando menos a uno de los dos participantes le hubieran echado un jarro de agua fría. En realidad, no debe tomarse el asunto a la ligera, mucho más si le echamos un vistazo al diario de Schnitzler, publicado en 1968, con una serie de alucinaciones auditivas que por poco lo vuelven loco, escuchando voces que emitían oraciones inconexas y oyendo la voz del padre hasta muchos años después de su muerte.

No sé si esto fuera un estimulante. Debió tener una gran capacidad de concentración, o quizás fuera una técnica amatoria especializada, de acuerdo con un episodio que aparece en su Diario con Jeannette Haeeger, con la que se acostó varias veces entre un vals y el otro en la Viena de fin de siglo, que parece documentar su competencia. Como si se tratara de una fantasía erótica, se calentó de tal modo con Jeannette que en el transcurso de un mes tuvo cincuenta orgasmos, con un promedio de ocho por noche, dejando corto a algunos de nuestros más explícitos narradores, como si Schnitzler fuera un cubanito cualquiera, de esos que tanta fama nos han dado. Todo esto antes del viagra. Después se aburrió de la muchacha y cuando por las calles de Viena esta le cayó atrás llamándolo: “¡Arturo! ¡Arturo!” (¡el siete de septiembre de 1893!), él se hizo el que no la conocía: “Si te he visto no me acuerdo”. No en balde sus matrimonios fracasaron y es posible que en los prostíbulos vieneses se sintiera como en su casa. En su diario cuenta seiscientos sueños, y podemos imaginarnos que muchos de ellos irán a parar al mismo lugar de forma implícita o explícita, una monomanía como otra cualquiera. Una de sus hijas iba por el mismo camino de fantasías sexuales, y no siguió por él porque acabó pegándose un tiro.

Una zambullida en el existencialismo erótico

Aunque nada de esto se hace explícito en “La ronda”, está implícito lo que hay detrás de ella. No es de sorprenderse que la obra empiece con una relación entre un soldadito austriaco sexualmente prepotente, y una joven prostituta llamada Leocadia, que reaparece al final con un conde que no recuerda si lo hizo o no lo hizo, como a quien se le olvida tomarse un medicamento. Emparentados con los cubanos por el carpe diem de la conducta nacional, “a mí me matan pero yo gozo” (como diría el propio Schnitzler), no hay que olvidar que, teniendo como vecinos a los alemanes, los austriacos son unos pachangueros. Pero el trasfondo materialista de la sórdida visión del mundo de Schnitzler, hace que la muerte juegue su papel en el primer y último episodio, en medio de las tinieblas de parques, callejuelas, y las penumbras de las lámparas de aceite, acompañado del fantasma permanente de la sífilis y el sida. Esto le da al eterno retorno de la cópula una sordidez intrínseca, cuya tónica de cinismo no se oculta detrás del vestuario fin de siglo, porque el desnudo siempre es por el estilo.

Schnitzler, como entrenado trapecista, camina una cuerda floja entre lo sórdido y lo refinado (no siempre con idénticos logros) con un fondo de sequedad pragmática que hay en un acoplamiento que no tiene todas las de la ley, inclusive sexualmente hablando, dado por un resquicio de inautenticidad que hay en un orgasmo que no es cien por ciento satisfactorio. Esto no excluye lo francamente delicioso, particularmente en el episodio central que configura un tríptico entre el joven y la recién casada, esta y su marido, y este con la sirvienta. Predomina, esencialmente, la sarta de mentiras, que es puro bolero vienés, donde las expectativas (particularmente las del joven preparando la alcoba para acostarse con la mosquita muerta que engaña a su marido –una penumbra perfumada que es una delicia olfativa y táctil) no están a la altura del resultado. Esto produce el vacío intrínseco de una cópula insatisfecha, de un semen que se desperdicia, especie de zambullida en el existencialismo erótico. Este giro da la clave dramática de algunos episodios de alcoba, que de otro modo podrían quedarse en el vaudeville. La secuencia que le sigue, entre la joven que engaña a su marido y el marido que no tiene la menor idea de quién es su mujer, que deja al descubierto el subtexto de la relación, es una franca delicia gastronómica de chocolatería vienesa (no del Versalles ni de la Carreta), a la que sigue la apostilla final del hombre entrado en años acostándose con la criada y dejando a su legítima esposa en ayunas. Sin contar la deliciosa exclamación del joven, que después de un primer acto fallido, supera sus limitaciones y exclama, en celebración de su acto viril, con ingenuidad casi, como si fuera Tarzán: “¡Y aquí me tienen a mí, acostándome con una respetable mujer casada!”

Detrás de la fachada

Ya desde un ángulo más específico, “La ronda” representa un decidido ataque a la conducta burguesa, y no en balde dio lugar a las protestas que ocurrieron en Viena en la tardía fecha de su estreno: subyace en todo esto un materialismo de lucha de clases. Cuando en Cuba se llevó a escena por el 1968, Herminia Sánchez tuvo una crisis de conciencia marxista-leninista y se va a hacer teatro de creación colectiva, preguntándose: “¿qué me pasa a mí con esta obra? ¿por qué aquello que yo había logrado me dejaba sin nada por dentro?” Sergio Corrieri, que también hizo “La ronda” y dio el salto al Escambray, se veía a sí mismo al borde del abismo porque no sabía qué relación podía haber “entre nuestro presente y esos personajes de otra sociedad, del pasado, totalmente decadentes?” Pero, ¿acaso no era toda esta hipocresía una variante de un mismo texto? De una monomanía se pasaba a la otra. Del placer al látigo, para acabar haciendo lo mismo. Podría parecer que no hay relación entre una y otra, pero el castrismo sabía que el tiempo que se pierde “cogiendo” no se gana en la construcción del socialismo. En última instancia, las apariencias engañan y “La ronda” acaba siendo un texto político, como lo fue en los turbios momentos de desasosiego e inquietudes síquico-políticas que antecedieron a la revolución rusa, la Segunda Guerra Mundial y el fascismo, cuando la desquiciada mentalidad de Schnitzler la estuvo escribiendo.

El montaje de La ronda en Miami tendrá lugar en Akuara Teatro a partir del 29 de marzo, en una celebración conjunta de la fundación de la Sala Avellaneda de dicho teatro, hace cuatro años, y el Día Internacional de Teatro. Yvonne López Arenal nos hace saber que “La obra tiene un elenco 10 actores, 5 mujeres y 5 hombres en roles protagónicos. Se trata de un juego escénico que nos enfrenta a la doble moral del ser humano en todos los tiempos y en diferentes clases sociales (apariencia victoriana e interior de “Victoria Secret”), lo vacío del sexo sin amor. Sin embargo es también lo reprimido en el ser humano, escamoteado siempre por la moral vigente, amor (sexo) y muerte... Eros y Thanatos, expuestos y sometidos al juicio del público” Dirección y traducción: Ana Viñas. Reparto: Yvonne López Arenal, Miriam Bermudez, Imaray Ulloa, Anne García, Marcia Arencibia, Carlos Alberto Pérez, Edgar Rubio, Andy Barbosa, José Antonio Orta, Roberto Bello. Escenografía y vestuario: Luis Suárez. Obras pictóricas en decorados: Miguel Ordoqui. Fotografía y diseño de luces: Mario García Joya. Asistente de dirección: Christian Ocón. Técnico de luces: Rolando Santini. Notas al programa: Aimée Barat.


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