Las bolas
Un día una bola saltó de la sección fija que los periódicos dedicaban a este entretenimiento
Nadie sabe con exactitud cuándo, dónde y cómo nació en la población la pasión por jugar a las canicas. Algunos piensan que fue en una sala de audiencias, donde inesperadamente un magistrado dejó de atender los pormenores del juicio y dibujó en el piso un círculo en que lanzó varias bolas multicolores, concentrándose en el recorrido de los pequeños objetos. Otros creen que el hecho no fue casual sino concebido por la industria nacional de juguetes, cada vez más abatida por la poderosa competencia extranjera. Hubo incluso los que vieron motivos políticos tras la fiebre súbita por un juego tan simple, pero de reglas tan precisas.
Más importante fue que el pasatiempo resultó aclamado como una bendición. De pronto los hombres ya no acudían a las cantinas a tomar cerveza y charlar con los amigos, y se quedaban en las casas jugando a las bolas con sus hijos. Se vio en el entretenimiento una forma de incrementar los vínculos familiares, la comunicación entre padres e hijos, la armonía familiar. Poco a poco las drogas cayeron en desuso, convertidas en último refugio solo para unos cuantos ciegos y tarados, incapaces de discernir entre dos y tres, o percibir los rápidos movimientos de los cuerpos redondos. Escritores y periodistas comenzaron —con tesón y avaricia— a confeccionar manuales e historias del juego, y a crear interpretaciones filosóficas del deambular de los cuerpos de pasta o los vidrios redondos.
Un día una bola saltó de la sección fija que los periódicos dedicaban a este entretenimiento. Al principio los lectores lo vieron como un hecho novedoso, un truco publicitario de la industria periodística para competir con su archirrival, el noticiero televisivo. Pronto se descubrió que no existía truco, que cada vez que alguien leía la palabra “canica”, saltaba una bolita. La industria de juguetes, en plena bonanza, quebró a los pocos meses. El juego fue sustituido por el simple placer de leer la palabra y ver saltar la bola. Pronto surgieron las diversificaciones: se inventaron variadas posiciones de lectura para poder modificar la trayectoria del objeto; se comenzó a imprimir la palabra con diversos colores, tipos y tamaños de letra, para lograr bolas con características nunca vistas; se crearon concursos y competencias, y hasta se habló de orgías secretas. Sin embargo, tales artilugios eran innecesarios. En realidad, el placer consistía únicamente en leer la palabra y ver saltar la bolita.
Los accidentes, aislados al principio —como la embarazada que perdió la criatura al resbalar con algunas canicas abandonadas y el niño que quedó tuerto cuando el padre a su lado leyó la palabra con particular violencia—, no llamaron la atención y se consideraron simple anécdotas. La preocupación comenzó algunos meses más tarde, cuando las autoridades tuvieron que enfrentar el problema de qué hacer con los millones de bolas que día a día brotaban de las letras impresas. Entonces se aprobó un impuesto adicional sobre los textos —pese a las protestas de la industria publicitaria, editorial y periodística— y con el dinero así recaudado se contrataron a miles de empleados, encargados de recorrer calles y aceras a todas horas con aspiradoras especiales, para limpiarlas de los pequeños y no tan pequeños objetos redondos. Las aspiradoras aumentaron las congestiones del tránsito y con frecuencia provocaron accidentes en las aceras, pero gracias a la necesidad cada vez mayor de personal para atenderlas, el desempleo prácticamente desapareció y por primera vez en muchos años todos los gobiernos pudieron vanagloriarse de sus logros económicos.
Solo los cortos de vista protestaban, pues también por ley estaba prohibido imprimir letras de un tamaño mayor de 12 puntos.
Pero cuando un barco mercante encalló en un conocido canal, se hizo público que, en violación a lo estipulado en un pacto firmado por sus respectivos gobiernos, todos los países habían estado arrojando las bolas a los océanos durante meses. Fue por eso que después de varios escándalos y reuniones internacionales, y bajo fuertes presiones de los grupos ecologistas, se llegó al acuerdo de prohibir la impresión de las palabras “canica” y “bola”, así como de sus plurales y derivados. De nuevo las industrias periodística y editorial presentaron fuertes protestas, aduciendo la proliferación de imprentas clandestinas y proclamando el establecimiento de rigurosas normas de autocensura. Sin embargo, esta batalla legal y política tuvo poca repercusión, porque a los pocos días se descubrió que no era necesario imprimir la palabra sino simplemente escribirla. Aunque imperfectas o apenas redondas, las bolas seguían saltando cada vez que alguien leía la palabra manuscrita.
Entonces no hubo más remedio que acudir a medidas más drásticas. Pronto los científicos desarrollaron un medicamento capaz de borrar del cerebro las palabras recién prohibidas. Al inicio la droga se usó como sanción para quienes eran sorprendidos en el acto de escribir la palabra… o cerca de una… culpable. Pronto se pasó a la aplicación preventiva y se desarrolló un antídoto. En pocos meses se creó una versión para lactantes. Con el tiempo se descubrió que la droga tenía un efecto secundario: su acción iba ramificándose, las personas no solo perdían el conocimiento de las palabras censuradas sino de las asociadas a ellas, e incluso de las letras que la formaban. Aunque los círculos intelectuales reaccionaron con alarma ante el hecho, poco a poco la humanidad fue acostumbrándose a convertirse en analfabeta, en un mundo donde el conocimiento se limitaba cada vez más a la imagen y a los números.
Ahora la enseñanza universitaria está restringida al conocimiento de fórmulas y algoritmos. Hay libros en los museos, pero solo los escogidos por el color y el diseño de sus portadas rectangulares y lo refinado de su encuadernación. Como los periódicos carecían de esas virtudes, desde hace años todos los ejemplares almacenados fueron transformados en abono para las plantas. El ciudadano común solo sigue los pasos que le indican las computadoras. Todo vehículo se desliza a través de un campo electromagnético propio. Desde hace años los relojes y medidores son digitales y de forma rectangular. La invención de la rueda perdió su importancia histórica y ya no aparece en las cronologías. El Sol se representa como una llamarada informe. Se define a la Luna como un cuerpo celeste de forma cambiante, cuya luz aumenta y disminuye. Los expertos consideran que la Tierra está envuelta en un campo magnético que refracta la visión e impide vislumbrar su verdadera forma. Para fines de computación y geometría, existe la convención de considerarla un cuadrado, de vértices imperfectos y ligeramente abultados.
Este relato pertenece al libro de cuentos La galería invisible. Fue escrito en Miami, 1993.
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