Actualizado: 28/03/2024 19:45
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Guadalupe, Religión

Las dos guadalupes

Está documentado que muchos de los barcos que viajaban a América llevaban a bordo una réplica de la virgen de Guadalupe

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La virgen que juega al escondite está en la España Profunda, en Extremadura, en el poblado de Guadalupe. Protegida tras los muros de un monasterio-fortaleza, aparece y desaparece en su altar, como por arte de magia.

Su nicho es giratorio, como un torno, y los monjes la hacen rotar hacia la parte posterior del retablo para que las visitas guiadas puedan admirarla de cerca en el camarín.

Enseguida acude al recuerdo la otra Guadalupe, la del Tepeyac, a pesar de que la virgen española no es “morenita”, como la mexicana, sino más bien negra. La Guadalupe cacereña pertenece a la larga familia europea de las vírgenes negras entre las que figuran la de Altötting y la de Colonia (Alemania), la de Rocamadour (Francia), las británicas de Glastonbury y Walsingham; las italianas de Loreto y de Nápoles, la de Montserrat y la de Solsona (en Cataluña), la de Atocha (en Madrid)... Son oscuras porque descienden de las antiguas diosas-madres, o Venus prehistóricas, que dieron lugar a deidades de la fertilidad como Isis, Astarté, Gea, Cibeles, Deméter, Ceres, Artemisa, las cuales durante el cristianismo sincretizaron con el culto mariano.

En la veneración de aquellas divinidades paganas de la fecundidad se adoraban las piedras negras caídas del cielo (meteoritos) como generadoras de vida. El color negro no alude aquí a los terrores asociados a la noche, sino a las entrañas de la tierra, al seno de la tierra, a la prieta materia prima donde se gestan los ciclos vegetales y la vida en general.

Estos arcanos datan de tiempos anteriores al Imperio Romano, pasando por los templarios, la cábala, los alquimistas y la piedra negra de la Kaaba en el valle de Arabia.

De acuerdo con una teoría menos esotérica —o poco poética— estas vírgenes están hechas de ébano por su dureza y resistencia a los ataques de hongos y termitas; otros investigadores, más positivistas, sostienen que son negras porque, con el paso de los siglos, fueron tiznadas por el humo de las velas.

En cualquier caso, no existe en ellas ninguna influencia africana, pues carecen de rasgos negroides, sus facciones son europeas.

La talla venerada en el monasterio español es románica, del siglo XII. Si la despojamos de los fulgores de su corona y de su manto de brocado, tendríamos una imagen de aspecto arcaizante, con cierto aire “expresionista”, o incluso “cubista”.

¿Qué tendrá que ver esta Guadalupe española con su tocaya mexicana? A primera vista, nada, salvo el nombre. La de México no tiene niño, la de España sí. La del Tepeyac está estampada en la tilma de Juan Diego, la europea es una talla de madera. La mexicana es “morenita”, la española es negra.

Sin embargo, ambas se parecen en su jerarquía universal. Aparte de ser la Patrona de Extremadura, la de Cáceres es la Reina de todas las Españas, una alta categoría que comparte con la virgen del Tepeyac, llamada “Emperatriz de las Américas” por el papa Pío XII en 1945.

A pesar de ostentar igual rango, no tienen la misma cantidad de devotos. El fervor que suscita la virgen del Tepeyac es muy superior al que despierta actualmente la de Cáceres.

Si en México unos nueve millones de peregrinos visitan la Basílica de Guadalupe cada 12 de diciembre, en España no sobrepasan las diez mil almas cuando tienen lugar las solemnidades más señaladas.

Y si no se parecen en casi nada, ¿a qué se debe entonces que ambas vírgenes se llamen igual?

Cuando la virgen se le apareció a Juan Bernardino, el tío enfermo de Juan Diego, se identificó usando el término náhuatl “coatlaxopeuh”, que suena “quatlasupe” formando una homofonía casi perfecta con Guadalupe.

La coincidencia no es sólo fonética, pues en náhuatl “Coa” significa serpiente, y “tla” equivale al artículo “la”, mientras que “xopeuh” significa “aplastar”, de manera que la identificación de la Virgen (coatlaxopeuh) quiere decir: “la que aplasta la serpiente”.

Ya desde la noche de los tiempos, al menos en la tradición judeocristiana, la relación entre la mujer y la serpiente siempre ha sido conflictiva.

Después del episodio de Eva con la serpiente en el Paraíso, Yavé le dice a la culebra: “pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer/ Y entre tu linaje y el suyo;/ Este te aplastará la cabeza, Y tú le acecharás el calcañal” (Génesis 3.15).

Por otra parte, el dios azteca Quetzalcóatl es una serpiente emplumada. Todas estas asociaciones (el conflicto de Eva con el ofidio, el triunfo de la Virgen María sobre la serpiente, la reciente caída de Tenochtitlán en poder de los conquistadores cristianos, el increíble azar de esa simpatía fonética entre las palabras “Coatlaxopeuh” y “Guadalupe”, el hecho de que en la colina del Tepeyac, donde la virgen se le apareció a Juan Diego, se adorara a Tonantzin, “madre de los dioses”, o diosa de la fertilidad, entre los aztecas) sin duda se entrelazaron en el inconsciente colectivo mexicano formando un nudo mágico que dura hasta nuestros días.

El resto corrió por cuenta de los colonizadores y los misioneros, pues todos eran devotos de la virgen española de Cáceres. Si los invasores más prominentes eran oriundos de Extremadura, si todos nacieron muy cerca del santuario de esta virgen —desde Hernán Cortés hasta Pedro de Alvarado pasando por Gonzalo de Sandoval—, nada tiene de raro que trasladaran su fervor guadalupense a México.

Está documentado que muchos de los barcos que viajaban a América llevaban a bordo una réplica de la virgen de Guadalupe. Baste recordar que Cristóbal Colón visitó cuatro veces el templo de Cáceres, antes y después del Descubrimiento. Adoraba tanto a esta virgen que en su Segundo Viaje bautizó con ese nombre a un pequeño archipiélago al este del Mar Caribe. También llevó hasta Extremadura a dos indios —criados suyos— para que fueran bautizados en Guadalupe, convirtiéndolo así en el primer lugar de cristianización de nativos del Nuevo Mundo.

Desde aquella villa extremeña irradió esa tradición espiritual hacia toda América. No en balde a esta virgen también le llaman “Reina de la Hispanidad”, pues ella unió dos mundos en lo que tal vez fue el mayor de sus milagros.

Existe otra semejanza entre ambas vírgenes. Las dos se revelan ante personas muy humildes. En México se le aparece al indio Juan Diego en el año 1531 y en España se manifiesta ante un pastor, o vaquero, llamado Gil Cordero en 1326, después de la expulsión de los moros de aquella zona.

Gil Cordero relató que buscaba una vaca perdida cuando una señora radiante salió de entre los arbustos, junto al río Guadalupe, en la Sierra de Villuercas. Después de indicarle el lugar donde debía excavar para desenterrar un tesoro, le pidió que le construyeran allí una capilla.

Cuando excavaron a orillas del río, desenterraron la talla de esta virgen negra que siglos antes unos clérigos habían ocultado allí para salvarla del avance de los invasores musulmanes por la Península. Como es sabido, el Islam no tolera el culto a las imágenes.

Lo paradójico es que el río donde la escondieron se llama “Guadalupe”, y esa palabra no es castellana, sino un arabismo que significa “río escondido”. Para salvarla de los musulmanes, la ocultaron en un recóndito río de nombre árabe.

Tantas desapariciones y reapariciones me revelaron uno de los atributos más acusados de esta virgen española: su capacidad de ocultación. Cuando yo la visité, cada vez que quería fotografiarla, ella volvía a esconderse girando 180 grados hacia la parte trasera del retablo.

Haciendo honor a la etimología de su nombre, esta virgen también supo ocultarse y reaparecer en México, allá en el Tepeyac.

Sólo entonces comprendí el significado más profundo de ese nombre de Guadalupe tan llevado y tan traído de un continente a otro. Ella es ese río escondido que fluye por debajo del océano estableciendo un nexo imperecedero entre España y México. De alguna manera ella hace lo mismo que en la hidrografía española hace otro río cercano —el Guadiana— que en su primer tramo se sumerge bajo tierra, desapareciendo por completo, para reaparecer 26 kilómetros después.

En Cuba conocemos otras inmersiones similares. Por ejemplo, la Virgen de la Caridad de Illescas, (Toledo, España), reaparece en la isla transfigurada en la Caridad del Cobre, así como la Virgen de Regla (Chipiona, Andalucía) resurge a orillas de la bahía habanera convertida en la Virgen de Regla. No se trata exactamente de réplicas cubanizadas, sino más bien de palimpsestos iconográficos o transculturaciones místicas. Para mayor potenciación espiritual, ambas vírgenes participan del sincretismo cultural en la santería cubana con Oshun y con Yemayá, respectivamente.

Pero volvamos a la palabra árabe Guadalupe. Todos estos territorios españoles fueron ocupados durante siglos por los musulmanes. De resultas, la lengua castellana, así como gran parte de la toponimia de esta región extremeña, está salpicada de arabismos.

Otros nombres de ríos españoles que empiezan con el prefijo guad/guada (que significa “río” en árabe) son el Guadalquivir, el Guadiana, el Guadalbullón, el Guadalmedina... El nombre de la ciudad de Guadalajara es también la castellanización del árabe “wadi al Jiyara”, es decir, “río de las piedras” o “río pedregoso”. Por otra parte, el sonido “gua” me recuerda la reiterada frecuencia de la partícula “ua” en muchas lenguas cuando designan al elemento líquido. Así, tenemos aqua en latín, agua en español, acqua en italiano, wasser en alemán, vadá en ruso, water en inglés, eau en francés...

Tal vez antes de la construcción de la mítica Torre de Babel, mucho antes de la confusión de las lenguas, el elemento “ua” significaba “agua” en todas partes en lo que quizá fue una suerte de esperanto antediluviano.

Dejando a un lado estas disquisiciones filológicas y mitológicas, lo trascendental es que la virgen de Guadalupe más antigua fue encontrada en un “río escondido”, y que es una virgen que aparece y desaparece, como el “Dios Escondido” de Pascal.

Ante todo, lo más extraordinario es que un arabismo haya coincidido, al menos fonéticamente, con una voz náhuatl, estableciendo un insólito vínculo entre la civilización islámica y la azteca, culturas tan distintas y distantes en el espacio, en el tiempo, en costumbres, en religiosidad.

Todo el proceso de la conquista de México está constelado de similares señales mágicas, premoniciones, augurios. Bastaría recordar la profecía de que Quetzalcóatl regresaría por donde nace el sol como un personaje barbado y de piel blanca, lo cual coincidió con la llegada de los españoles a México. Estos azares —para mí algo más que meras coincidencias— van tejiendo la misteriosa urdimbre que une a los pueblos, al menos a nivel iconográfico, toponímico y metafórico.

Alrededor del santuario español de Guadalupe hay muchas tiendas de artesanías de cobre y latón repujados. En una vidriera vi unas botellas negras, pero no les presté atención. Al salir del pueblo, ya en la carretera, vi un par de vallas anunciando un licor que sólo producen allí: eran las botellas que antes había visto en las tiendas.

El diseño de la botella recuerda al de la Coca-Cola: negra, de formas sensuales, con etiqueta roja. El brebaje se elabora con aguardiente de vino y una veintena de hierbas aromáticas maceradas durante seis meses. Se llama “El Monje Guadalupense” y en la publicidad proclama sus virtudes como “reconstituyente de los espíritus débiles”.

La fórmula de este elixir es secreta y es la misma que inventaron los monjes de este monasterio en el siglo XVI. Lo curioso es que algunas de las hierbas que intervienen en la receta llegan desde México, concretamente de Cuernavaca.

¿Qué yerbas mexicanas serán esas? Ese es otro de los insondables enigmas que unen a esta Guadalupe española con la Guadalupe mexicana.


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