Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Literatura, Literatura rusa, Tsypkin, Dostoievski

Legitimar una admiración conflictiva

La lectura de Verano en Baden-Baden constituye una experiencia enriquecedora y única, de la cual emergemos purificados, agitados, fortalecidos, y respiramos más profundamente por lo que puede alojar y ejemplificar la literatura

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Verano en Baden-Baden comienza con la narración de un “yo” cuyo nombre nunca se llega a revelar. Viaja en un tren un día de pleno invierno del mes de diciembre, en una fecha no precisada. Su obsesión con Dostoievski lo ha llevado a ir a Leningrado, para reconstruir sus huellas en la ciudad donde pasó sus años finales. Tiene la intención de recorrer las calles por las cuales él caminó, contemplar los edificios mencionados en varias de sus novelas, pasar algunas horas en el museo dedicado a él.

Durante el trayecto, saca de una maleta y se pone a leer un ejemplar del Diario de Ana Gregorievana Dosteievskaya. Se lo prestó una tía, aunque confiesa que no piensa devolvérselo. La lectura despierta en él lo que Susan Sontag define como “un torrente alucinatorio de asociaciones”. Ese libro actúa como una suerte de portal que le permite trasladarse al pasado. O, como expresa Alan Pauls, es una bisagra que pone en contacto dos dimensiones remotas: el presente del narrador, anclado en el mortecino invierno comunista, y el viaje por varias capitales europeas que Dostoievski y Ana Gregorievana emprendieron en 1867.

A partir de esos dos bloques o secciones está estructurada la novela. Sin embargo, conviene apuntar que esa división no es estricta, pues el límite entre el narrador y su escritor predilecto es permeable. De hecho, la identificación del primero con el escritor es tan completa, que da la impresión de que estuviese luchando por despertar de un sueño para retornar a su tiempo y su lugar. Escenas imaginadas se superponen al presente del relato en primera persona, y las dimensiones de espacio y tiempo se disuelven, haciendo que el lector se cuestione qué lugar y qué momento son reales.

El relato de la voz omnisciente que sigue a Dostoievski y su esposa en el viaje que hicieron durante cuatro años, pasa sin transición alguna a ceder el espacio al relato autobiográfico en primera persona. Como en una película, las transiciones se desvanecen y los vínculos entre los dos planos se borran o pasan inadvertidos. La historia transita de un espacio a otro, de un tiempo a otro, del conocimiento adquirido a través de los sentidos a la transfiguración literaria de un lugar imaginado.

Esas dislocaciones tienen como medios expresivos una prosa de maravillosa e hipnótica belleza, así como un personal estilo que carece de antecedentes en la tradición literaria rusa. Se distingue por sus frases complejas y sinuosas, que pueden ocupar varias páginas; por sus extensos bloques que desafían tan poderosamente como recompensan al lector; y por el abundante e inusual empleo de guiones. A modo de ejemplo, véase este fragmento que pertenece a la traducción al español hecha por Víctor Vladimirov y Elena de Grau, que la editorial Seix Barral publicó en 2005:

“en el patio de la casa donde se hospedaban había una forja, y a partir de las cuatro de la madrugada golpeaban con un mazo, y en las habitaciones vecinas lloraban unos niños —aunque, a pesar de todo, los primeros días de su estancia en Baden fueron como la mañana de un día despejado de verano —tras una noche de lluvia— en que todo parece recién lavado: la arboleda, el asfalto, las casas y los tranvías rojos están como si los hubieran barnizado de nuevo, —y tú te apresuras a ir a algún lugar anticipando un acontecimiento extraordinario, feliz de lo que sin duda sucederá hoy, —de esta manera, cuando yo era joven y estudiaba en la universidad, salía del edificio del hospital donde vivíamos los primeros años, después de la evacuación, porque la ciudad estaba totalmente destruida y nos cedieron una habitación al lado del retrete y de un cuarto de baño en el hospital donde trabajaba mi padre; —el edificio era viejo, con las paredes maestras y los techos abovedados ahumados —antes de la Revolución era un hospital judío para pobres o un hospicio— y los inválidos de la Gran Guerra Patriótica transitaban junto a nuestra habitación para ir al retrete cojeando, arrastrando las piernas embutidas en un sucio estuche de yeso y golpeando el suelo con las muletas”.

Presente abierto a reminiscencias y asociaciones

Como se puede advertir en ese fragmento, el presente del narrador está abierto a reminiscencias y asociaciones que lo devuelven al pasado. En este caso, a su juventud, cuando cursaba estudios de medicina en la universidad. Esos recuerdos ocupan además un considerable espacio y están contados con una abundante cantidad de detalles y con puntillosas descripciones.

De igual modo, el presente de los Dostoievski tampoco es monolítico, y en algunas ocasiones una analogía hace que afloren en el escritor las vivencias de una etapa que nunca ha podido olvidar: en 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Momentos antes de la hora fijada para su ejecución, lo indultaron y estuvo cuatro años en un presidio de Siberia. Ilustro esto que he apuntado con el resumen de un pequeño incidente que tuvo la pareja a los pocos días de arribar a Alemania.

Iban diariamente a un museo y tras una de sus habituales visitas se dirigieron a comer en la Brühlsche Terrasse, un lugar pintoresco sobre el río Elba. Fueron atendidos por un camarero a quien la vez anterior pillaron cuando trataba de cobrarles el doble por una taza de café. Como si quisiera vengarse de ellos, este atendió primero a un oficial sajón que había llegado después, y luego les trajo solo un plato en lugar de los dos que ordenaron. Al salir, Fedia (así es como generalmente aparece nombrado Dostoievski en la novela) dio tal portazo que los cristales temblaron, y se alejó “humillado por ese miserable lacayo, porque todos los lacayos son unos miserables”.

Mientras caminaba, la imagen del oficial sajón le trajo a la memoria al comandante de la prisión donde cumplió la condena. Cuando estaba borracho, aquel militar “irrumpía violentamente en su barracón de madera en compañía de unos guardias, y si descubría a un prisionero vestido con la ropa de color gris oscuro con un rombo amarillo en la espalda echado en el catre, porque el arrestado se sentía mal aquel día y no había podido salir a trabajar, se ponía a gritar con todas las fuerzas de su enorme garganta: «¡Levántese! ¡Acérquese!» —él había sido aquel prisionero, el mismo hombre que ahora caminaba por la avenida de castaños a la salida del restaurante y de la terraza pintoresca sobre el Elba”.

Pero me doy cuenta de que quien estas líneas, difícilmente podrá hacerse una idea siquiera lejana de la intrincada urdimbre narrativa de Verano en Baden-Baden. Solo a través de su lectura es posible valorar el talento y la inteligencia de Tsypkin para hacer que en una misma página (la 78) donde se sigue a los Dostoievski, de pronto aparezca Alexander Solzhenitsin a su llegada al aeropuerto de Bonn. Y que de inmediato a esas figuras reales se incorporen los héroes y villanos de las novelas del escritor, como si tuviesen vida.

Ana y Dostoievski pasean por una calle de Fráncfort del Meno donde hay una tienda donde apareció la foto de una niña que se suicidó tras ser violada por Nikolái Stavroguin, el misterioso y aristocrático protagonista de Los demonios. Pero inmediatamente el narrador omnisciente cuestiona si no lo había hecho Stavroguin, esa especie de doble de Raskolnikov en Crimen y castigo. Sigue una alusión a Lisaveta Smerdiáschaya, la débil mental que sobrevive en las calles en Los hermanos Karamazov, y a “todas esas adolescentes, esas «ninfas» cantadas con sinceridad por Nabokov en su Lolita”. Y acerca de su presencia en esas obras, el narrador se pregunta: “¿aparecieron ellas a la luz del día desde el subsuelo del autor para liberar la conciencia de su creador de algo terrible y secreto?”. Y repito, todo eso sucede en apenas una página.

Nada está inventado. Todo está inventado

Pero aunque se toma estas licencias, en su biografía imaginada Tsypkin sigue de modo puntilloso los pasos de la pareja en su tormentoso viaje. Al recrear lo acontecido durante esos cuatro años, siempre mantiene una puntual fidelidad a los hechos y a las circunstancias. Para él, constituía un asunto de honor que todo lo que tuviese carácter factual y se pudiera contrastar tenía que corresponder con exactitud a la historia. Este admirable equilibrio de fidelidad e imaginación, Susan Sontag lo resumió con esta afirmación: “Nada está inventado. Todo está inventado”. Y anota que el hijo del escritor “señala que su padre estaba obsesionado con los detalles y era pulcro hasta la compulsión”.

El retrato de Dostoievski que emerge de la novela es revelador. Muestra a un ser humano complejo y lleno de ángulos. Algunos aspectos de su personalidad son bastante conocidos: su padecimiento y ataques de epilepsia, su irreprimible adicción al juego, su pobreza, sus constantes problemas con los acreedores. Pero de igual modo, Tsypkin no vacila en sacar a la luz su egoísmo, su paranoia, su vulnerabilidad, la timidez que lo reprimía.

Se revela además la conflictiva relación que tuvo con Ana. La amaba, pero era incapaz de contener su egoísmo y sus constantes manifestaciones de celos, provocadas por su inseguridad sexual. Eso, sin embargo, no impidió que ella nunca dejase de estar enamorada de él. Fue muy comprensiva y paciente y contribuyó a tranquilizarlo y equilibrarlo. Y son admirables sus abnegados y tenaces esfuerzos por sacarlos a ambos a flote emocional y económicamente.

Conviene hacer notar, no obstante, que ese retrato de Dostoievski no deja de ser afectuoso y comprensivo no con el ser humano, pero sí con el escritor. Eso se pone de manifiesto claramente en los pasajes referidos a sus relaciones con varios escritores rusos. En esas páginas se recrea el trato injusto y humillante que recibió del crítico Visarión Belinski, del poeta y dramaturgo Nikolái Nekrásov y de los novelistas Iván Turgueniev e Iván Goncharov. A Dostoievski le dolía que los dos primeros nunca expresaron públicamente unas palabras halagadoras sobre El doble: “¡Si al menos hubieran hecho una alusión, aunque no hubiese sido halagüeña, una crítica, pero no ese silencio helado!”.

Con Turgueniev, Dostoievski tuvo inicialmente una buena relación, pues lo consideraba su ídolo y como tal lo veneraba. Incluso logró establar con él una amistad que causaba admiración a los demás. Pero comenzó a deteriorase cuando el autor de Nido de hidalgos pasó a ponerle zancadillas y a ofenderlo. Aludía a su encarcelamiento y destierro y nunca perdía la ocasión de recordarle que era ingeniero o ex ingeniero, subrayando con esto que su aportación al mundo literario en el cual él reinaba con derecho propio, “era algo artificial, y Dostoievski era tan solo un rondón, un parvenu”.

A Goncharov lo conoció Dostoievski cuando él y Ana se encontraban en Baden-Baden. En la novela se le describe como un hombre avaro, con ojos de pescado cocido, que era tan indolente y abotargado como el protagonista de su novela Oblomov. Estaba en su momento de mayor fama y con sus ingresos podría vivir sin trabajar. Le pagaban cuatrocientos rublos por página, mientras que a Dostoievski solo le abonaban cien. Cuando este se precipitó a la caída vertiginosa a la que lo condujo su adicción al juego, se vio en el humillante trance de tener que ir a pedirle dinero. Recibió de Goncharov tres monedas de oro, que perdió de inmediato, “como si estuviera poseído por un anhelo insaciable de perder o como si jugase al pierde-gana”.

Una pasión conflictiva

Al llegar a Leningrado, el narrador se dirige al piso de Guilia Yakovlevana, una vieja amiga suya y de su familia. Se trata de un pequeño apartamento que ella comparte con otras mujeres de diferentes generaciones. El personaje de esa amiga está presentado con mucho cariño, lo mismo que algunas de sus numerosos vecinos. Algunos de ellos tienen patronímicos que sugieren sus orígenes judíos.

Ese es el caso de Mosia, el ya fallecido esposo de Guilia, un médico que había estudiado en Alemania antes de la Revolución, “igual que todos los hebreos que querían recibir una educación superior”. Por Guilia, el narrador supo la historia sobre su arresto en 1937, así como su pronta liberación gracias a las gestiones de unos y otros. Una noche llamaron a la puerta inesperadamente, y ella fue a abrir pensando que venían a detenerla. Y resultó que era Mosia, que estaba de vuelta.

El narrador cuenta que una noche estaba tumbado en un diván y se puso a hojear uno de los numerosos libros que tenía su amiga. Era uno de los tomos de las obras de Dostoievski, el que incluía su Diario de un escritor correspondiente a los años 1877-1878. En aquel volumen tropezó con un artículo titulado “La cuestión hebrea”. Confiesa que no se asombró con el hallazgo, pues al fin y al cabo en algún sitio Dostoievski debía referirse de manera general a todos los personajes judíos que aparecen en sus novelas. Unos personajes a los que atribuyó los rasgos más viles y bajos del carácter humano. Era previsible, por tanto, que en algún texto se manifestara sobre ese tema y expusiera su teoría.

Eso lleva al narrador a la reflexión de por qué un hombre que en sus obras fue tan sensible a los sufrimientos humanos, que defendió fervorosamente a los humillados y ofendidos, no dedicase, en cambio, ni una palabra a defender al pueblo hebreo, que durante milenios fue perseguido. ¿Acaso es ciego y el odio lo cegaba? Y, a su vez, se cuestiona su conflictiva pasión por él. Al final de la novela, se hace evidente lo que hasta entonces solo aparecía de modo implícito: el viaje que emprendió a Leningrado tiene como propósito legitimar esa pasión.

No resulta difícil deducir que el innominado narrador es un alter ego del propio Tsypkin. No solo porque comparte con él una admiración que es casi idolatría por Dostoievski, sino porque además se ocupa de confirmarlo mediante los numerosos datos y referencias autobiográficos que le ha incorporado. De igual modo, el viaje que realiza a Leningrado forma parte del proceso de preparación y ambientación de la biografía ficcional que estamos leyendo. La respuesta a su pregunta de “¿por qué iba ahora a Petersburgo —sí, no a Leningrado sino a Petersburgo, por cuyas calles caminó ese hombre pequeño y de piernas cortas (como la mayoría de los ciudadanos del siglo XIX) con cara de sacristán o de soldado retirado?”, es esa novela que nos permite asistir a su propia escritura.

Pese a que me he extendido en este comentario, sé que ni por asomo he agotado todos los excepcionales valores de esta hermosa, fascinante y singular novela. Su lectura constituye una experiencia enriquecedora y única, y como expresó Susan Sontag, de ella emergemos “purificados, agitados, fortalecidos, respiramos más profundamente por lo que puede alojar y ejemplificar la literatura”.