Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura, Eliseo Alberto

Lichi en alguna parte

En el fondo de su casi recurrente melancolía estuvo siempre un toque de humor sapiencial, una suerte de carcajada cósmica

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Años después Lichi me contó el insólito colofón de aquella noche en que lloramos juntos. Recordó que, tras su llamada, mi hijo y yo acudimos de inmediato a su casa en la colonia del Valle, donde aún parecía dormir el cuerpo de Eliseo Diego, su amado padre. Ya de madrugada, fuimos a la funeraria para realizar los penosos trámites del velorio. Allí, en una mal iluminada sala de exhibición de ataúdes, en medio de su dolor y confusión, escogí yo el féretro que me pareció más elegante y digno para transportar a Cuba los restos del poeta, esa gloria de la literatura nacional.

Pasó el tiempo y una de esas tardes mexicanas, creo que en casa de Rafa Rojas, Lichi me contó el final de aquella historia. Resulta, me dijo, que a la hora del entierro el sepulturero planteó la necesidad de cambiar la caja mortuoria, ya que, por sus dimensiones, no cabía en la fosa preparada. Tiene que caber, afirmó Lichi, e hizo traer una cinta métrica y medirlo todo una y otra vez. Tiene que caber, insistió, porque este ataúd lo escogió mi amigo Miguel Cossío. Y así, milimétricamente, entró a nuestra tierra el cadáver inmortal del noble viejo. A pesar del testimonio directo, desconozco la fidelidad de estos detalles, porque para Lichi todo pasaba por su fértil capacidad de novelista. Pero hay aquí dos puntos que debo subrayar.

En primer lugar, creo que en el fondo de su casi recurrente melancolía estuvo siempre un toque de humor sapiencial, una suerte de carcajada cósmica, algo de la primitiva creencia de que el universo era producto de la hilaridad divina. El dolor, la tristeza y el misterio solo podían asumirse, pensaba acaso, desde la clásica risa de Deméter que, tras vencer al inframundo, instauraba una y otra vez la primavera. Todo cuanto contaba, con gracia e ingenio insuperables, parecía trasmutar la realidad en ficción aún más verosímil e interesante. Tenía Lichi un inagotable arsenal de anécdotas, que contaba sabrosamente mientras cocinaba unos garbanzos a la cubana, o sentados al banquete de fraternas discusiones. En sus comentarios, en apariencia cargados de un dolido nihilismo, había siempre, como en la caja de Pandora, el sublime aleteo de la esperanza. Por otra parte, si algo puede definir la esencia de su vocación humana es, a mi juicio, su entrañable devoción por la amistad. Quienes le conocimos, e incluso los que no tuvieron ese privilegio, somos testigos excepcionales de su culto a esa relación única que une a los seres humanos por encima y más allá de cualquier egoísmo, diferencia física o temporal. Era un amigo a todo dar, y de ello hay constancia no solo en los muchos episodios de su vida, que debemos consignar para su amorosa biografía. Está dicho y grabado con excelencia artística en sus obras, particularmente en la que considero representa más fielmente sus más profundas pulsiones y convicciones. Me refiero a esa novela grande, por desgracia no suficientemente estudiada todavía, que es Esther en alguna parte o El romance de Lino y Larry Pó.

En alguna parte y en cualquier lugar, propuso Lichi, está escondida, como en un caracol, la posibilidad de amar y emprender otra vez la aventura de ser. Desde su primera novela, La fogata roja, y especialmente a partir de La eternidad por fin comienza un lunes, de 1992, Lichi se había convertido en una de las voces más frescas, auténticas y sólidas de la literatura hispanoamericana actual; un autor cuyo registro esencial de cubanía era un rasgo de universal vocación por la existencia humana, con independencia de esa especie de holocausto espiritual que generan las dictaduras.

Esther en alguna parte es una novela de gran originalidad, ubicada en una ciudad de La Habana donde la tragedia revolucionaria es solo un telón de fondo, un escenario por el que deambulan los duendes de la memoria y la ensoñación. Allí se conservan, sugiere el autor, las ilusiones sencillas de unos personajes que se niegan a desaparecer, a pesar del irremediable paso del tiempo y el tormentoso devenir de las circunstancias sociales. Escrita con brillante dominio del lenguaje literario, el texto fluye con agilidad y acertado balance entre la metáfora novedosa y la expresión popular; en el difícil equilibrio entre la poesía y el habla cotidiana de los cubanos; al filo de la elaboración casi filosófica y el juego de la oralidad. La obra se aparta de la cuestión política, a veces maniquea, que marca buena parte de la literatura cubana de los últimos tiempos, aunque en el trasfondo se advierte, como sombra chinesca, la situación actual de la Isla. No hay ahí un discurso anti o procastrista, sino un magnífico cuadro de la vida elemental de dos hombres viejos que se encuentran y entablan una amistad verdadera, un romance viril que momentáneamente les une en el recuerdo y el ansia infatigable de volver a empezar.

En esa novela paradigmática, Lichi rescató y celebró la vida aparentemente común o intrascendente del individuo frente a los duros acontecimientos de su tiempo. Sus personajes no son los héroes de una épica revolucionaria, escasos y muchas veces ficticios, sino los seres contingentes, específicos y reales que en definitiva integran el mundo verdadero de la Historia, quienes existen y hacen lo que Unamuno llamó la intra-historia, la trama subyacente de los acontecimientos. La vida de Lichi, como sus letras, fue un supremo homenaje a la amistad, esa virtud que, como la sombra vespertina, se ensancha y crece hacia la última noche.

Acaso ahora, cuando el polvo enamorado que entre nosotros fue regrese hecho polvo a su añorado Arroyo Naranjo, Lichi confirmará, como el Larry de aquella novela, que están muertos sus muertos; que también él falleció varias veces, en paz con su inquieto corazón, y que en las tumbas sagradas del ayer florecen las semillas del renacimiento, porque el hombre no acaba, sino pervive en el abrazo permanente de todos sus amigos.


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