Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Los adictos al papeleo inútil

Varias décadas después, las exactas observaciones de La muerte de un burócrata nos sorprenden luchando, a muerte y sin éxito, con los mismos burócratas y las mismas mentes

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La burocracia, suerte de hidra social que para cada solución consigue encontrar con agilidad diez problemas, ha sido objeto de las más diversas miradas e interpretaciones sobre todo en el último siglo vivido por los humanos. La burocracia inspiró algunos de los más oscuros y memorables relatos de Kafka, y también las agudas reflexiones de Max Weber sobre las sociedades modernas. Lidiar con las burocracias ineficaces genera frustraciones que rayan con lo patológico, y condenan al individuo común a un estado de desamparo absoluto. De allí que en muchos casos se opte por ese mecanismo de defensa que se empeña en restarle autoridad a los burócratas a través de la burla, el sarcasmo, o, en buen cubano, a través del choteo.

Debe ser por eso que una película como La muerte de un burócrata, filmada por Tomás Gutiérrez Alea en 1965, sea todavía tan popular, y su mero título funcione en el imaginario de los cubanos como una especie de conjuro que libera fantasías homicidas encaminadas a liquidar a estos talentosos artesanos de la pérdida del tiempo. No conozco un cubano que no alimentara alguna vez la ilusión de exterminar a esa casta de adictos al papeleo inútil, y del mismo modo, que no haya terminado devorado por ese monstruo inefable que está en todas partes, en todas las horas, aunque uno nunca lo vea como un ente concreto.

Cuando Titón decidió filmar su película, el proceso revolucionario encabezado por Fidel Castro ya tenía cinco años de iniciado. Y aunque el respaldo popular seguía siendo innegable, la euforia de 1959 comenzaba a padecer los imperativos que dicta la vida cotidiana, chocando con ese viscoso ejército de funcionarios (muchos de ellos incondicionales al régimen, pero improvisados en sus labores) que hacían de la vida doméstica un calvario, tanto que el propio Fidel llama a combatir en un acto público el burocratismo, calificándolo como “el espíritu pequeñoburgués en el Estado proletario”.

Para elaborar el delirante argumento del filme Titón apeló a una anécdota que le narrara el también cineasta Roberto Fandiño, y buscó como colaboradores en la escritura del guión a Ramón F. Suárez, director de fotografía, y Alfredo del Cueto, que trabajaba en el Departamento de Guiones del ICAIC. La sinopsis de la cinta puede darnos idea cabal del ánimo de desacralizar que impulsaba entonces a sus realizadores: un obrero ejemplar muere en un accidente de trabajo y es enterrado con su carnet laboral, como símbolo de su condición de proletario. Su viuda gestiona la pensión, pero tiene que presentar el dichoso carnet, y este no se puede duplicar, por lo que hay que exhumar el cadáver, operación que la ley establece que ha de hacerse después de transcurridos dos años desde el entierro. Entonces el sobrino de la viuda, con tal de ayudarla, coordina una exhumación clandestina. Todo se vuelve a complicar cuando pretenden enterrar formalmente otra vez al difunto, y el administrador del cementerio advierte en su libro de registros la irregularidad, y por razones técnicas se opone a que tenga lugar la sepultura.

En aquellos años fundacionales del cine producido por el ICAIC, el tono humorístico no era exactamente lo que abundaba. El propio Titón había roto aquel cerco de solemnidades autorales en 1962 con Las doce sillas, pero todavía allí, aun cuando se tiraran a broma las pretensiones de cierto “realismo socialista”, el blanco de las burlas eran las clases sociales vencidas y los representantes de éstas que intentaban sobrevivir en la nueva sociedad. Ahora con La muerte de un burócrata Titón se encargaba de mostrar los males nacidos en el nuevo sistema: ya iban quedando atrás las primerizas ilusiones de que liquidando el antiguo orden se arribaba automáticamente a La Tierra Prometida; como pasa siempre, luego de un período de intenso entusiasmo se volvía a la dura realidad, esa donde más allá de las promesas y consignas, comienza a advertirse la vida tal como es.

La muerte de un burócrata se convirtió en una de las películas favoritas del espectador de la época, al igual que Papeles son papeles (1965), esta última inspirada en un argumento que Titón le cediera por esas fechas a su director Fausto Canel. Ambas participaban del mismo espíritu de irreverencia que más tarde prolongara El bautizo (1967), de Roberto Fandiño. También tenían en común el tácito homenaje a un cine de género (la comedia norteamericana, el policíaco) que el público comenzaba a perder de vista luego de que la ruptura con Estados Unidos propiciara la no presencia de películas de esa nacionalidad en los circuitos comerciales del país.

En Titón La muerte de un burócrata funcionaba como un divertimento que le permitía olvidar de momento sus “deseos de ajusticiar a un burócrata”, pero no por ello le restaba seriedad creativa al empeño. En este sentido, el resultado dejó ver un crecimiento bastante notable en comparación a lo obtenido en Historias de la Revolución (1960), Las doce sillas (1962), y Cumbite (1964), que habían sido sus largometrajes anteriores de ficción, tal vez porque el equipo, en sentido general, ya tenía una mayor experiencia. Para el protagónico actoral llamó a Salvador Wood, actor con quien trabajara en la etapa pre-revolucionaria en la Cine Revista, y volvió a contar con la complicidad de Ramón F. Suárez en la dirección de fotografía, de la española Margarita Alexandre en la producción, y de Mario González en la edición.

De inocencia no tenía nada

La recepción de la película en el país fue delirante, a juzgar por las crónicas que en su momento se escribieron, si bien no deja de llamarme la atención que para cierto sector de la crítica, el uso que Titón hace de la figura de Martí en la película roza con lo “políticamente incorrecto”. Reproduzco a modo de ejemplo un fragmento del intercambio de preguntas y respuestas que se produjera durante la conferencia de prensa en que se presentó por primera vez La muerte de un burócrata:

Periodista: No me gustó que usted usara a Martí para los bustos que sacaban en serie. Como es una figura tan venerada y tan pura, me pareció un poco de osadía por su parte. Estos bustos en los rincones martianos que aparecen en la película, efectivamente son una cosa ridícula, pero no me gustó que la figura de Martí fuera cogida para ese tipo de cosa. Además esta película va al extranjero y parece como si nosotros nos riéramos de Martí, o sea, que nos reímos de todo.

TGA: ¡No! Bueno, no sé si alguien quiere opinar sobre eso. (…) Lo que yo creo que sí realmente es ofensivo y realmente una falta de respeto, que me ofende y me hace sentirme muy mal, es el abuso que se ha hecho de Martí desde hace unos cuantos “cientos” de año, como dice el personaje. A Martí se le ha usado para todo y Martí —lo que para nosotros es efectivamente una de las realidades o de los hombres más grandes con los que nos podemos enfrentar— se ha convertido así en un instrumento para las peores causas. Entonces la repetición de ese símbolo de Martí lo ha despojado de todo su contenido, ya la imagen de Martí puede ser cualquier cosa menos lo que era Martí realmente.

(…) Un peligro que hay en la Revolución es el de convertir los símbolos en cosas huecas. Entonces yo estoy contra eso. Estoy contra los brazos levantados, contra los rincones martianos, contra las banderas, contra los “affiches” esos, contra las consignas, contra todo eso que llega un momento en que se convierte en papel mojado. Entonces eso es una manera de romper ese tabú.[1]

Una lectura apenas atenta al mensaje explícito (que supongo haya sido la que cuando más joven ejercí yo mismo sobre este filme), intuyo que solo alcance a percibir las peripecias y angustias que los personajes viven en la epidermis de la historia, las cuales eran suficientes para garantizar un rato entretenido. Pero este espectador que ahora he llegado a ser, al cual le interesa rastrear no solo el mensaje implícito (ese que hay que interpretar), sino también aquellos que se dejan de decir por las más diversas razones, o que expresándose de un modo proyectan de forma involuntaria el significado inverso, se pregunta si el hecho de mezclar a Martí con una historia referida a la burocracia en el recién iniciado socialismo, en el fondo de inocencia no tenía nada.

Todavía no se ha rastreado todo lo que debiera el papel que ha jugado en el cine de Titón la impronta cívica de Martí, la cual puede advertirse a lo largo de su filmografía (recuérdese el destello a manera de mito teleológico en Una pelea cubana contra los demonios, 1972, o las citas nada ingenuas que se hacen de algunas de sus ideas en Fresa y chocolate, 1993). Pero a pesar de ese déficit se intuye la importancia que Gutiérrez Alea le concedía a su ideario, por lo que su inclusión allí no parece gratuita, más si se recuerda el brío de aquella sentencia martiana escrita en su comentario al famoso ensayo de Herbert Spencer sobre “La futura servidumbre” que, según el pensador inglés, habría de llegar con el socialismo: “¡Mal va un pueblo de gente oficinista!”, apuntó en el lejano 1884 el Apóstol.

En La muerte de un burócrata, desde luego, no llegaremos a encontrar nada de la implacable fobia spenceriana al socialismo y sus instituciones, porque en realidad Titón tenía la convicción (típica del cineasta moderno) de que con la crítica sistemática estas sociedades se pueden mejorar. Por eso a lo largo del filme trata de evitar precisamente lo que el filósofo inglés denunciaba con crudeza en las primeras líneas del mencionado ensayo: “La afinidad de la piedad con el amor se manifiesta entre otras cosas, en que idealiza su objeto. La simpatía hacia el hombre que sufre impide que, por el momento, se recuerden sus faltas”.[2]

De allí que La muerte de un burócrata apele al humor negro, ese donde el ser humano (cualquier ser humano) se delata en su dimensión más vulnerable y risible. No hay aquí riesgo de que, como en el neorrealismo italiano (movimiento cinematográfico que en un principio inspiró a Titón) los pobres sean idealizados. Al contrario, Alea se ensaña con ese cubano que es tan pobre (ya no solo por el dinero, sino por las ideas que pueda aportar para mejorar la convivencia), que ni siquiera cuenta con recursos para pensar por cabeza propia, y siempre necesita de un tercero (sea un Dios, un jefe o el Estado en abstracto) que tome decisiones por él. Esta es la verdadera tragedia de la burocracia en cualquiera de sus variantes, lo mismo si es capitalista o socialista: ha creado individuos más atentos al reglamento y a los dogmas prescritos, que a los resultados concretos.

Pero si la mirada de Spencer era prospectiva, y se limitaba a presagiar una esclavitud de nuevo tipo que muy pronto comenzaría a experimentarse en la Unión Soviética y satélites, la de Titón sigue siendo implacablemente descriptiva. Y tan exacta es en sus observaciones que la película nos sorprende, casi cincuenta años después, luchando a muerte y sin éxito, con los mismos burócratas, y las mismas mentes.



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