Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Los hombres de ciencia, “compañeros de viaje” de la Revolución francesa

Una no desdeñable cantidad de científicos se alió al régimen jacobino: varios apoyarían lo más intransigente de la Revolución

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La Revolución francesa le confirió a las ciencias una dimensión política, sobre la base del desarrollo que habían alcanzado en el siglo XVIII. Se propuso el servirse de ellas, para “ganar la confianza del pueblo y preparar sus victorias”.

Así, si hay un padre de la egiptología, ese es Napoleón Bonaparte, quien convirtió la expedición militar a Egipto en científica al mismo tiempo. Luego, tras el fracaso de la campaña, hábilmente convirtió el “revés en victoria”, haciendo de la derrota un triunfo no solamente científico sino también propagandístico, pues instaló la “egiptomanía” en Francia, en una asombrosa paradoja de cómo un desastre se presentaba como gloria. Lo cierto es que los objetivos científicos del general Bonaparte estuvieron presentes apenas recibió órdenes del Directorio de preparar un cuerpo expedicionario destinado a Egipto, en 1798.

La trascendencia para las ciencias de la estancia de los franceses en Egipto fue considerable, hasta el día de hoy. Por citar un ejemplo: tan sólo el del campo de la mineralogía. También, la monumental “Descripción de Egipto”, que Bonaparte le encargó a Vivant Denon, permanece como una referencia. Fue el general en jefe quien dio órdenes de llevar a Francia una piedra encontrada en el castillo de Rosette, que tenía inscripciones en griego, copto y en jeroglíficos. (La piedra fue confiscada por los ingleses en Alejandría, hoy se encuentra en el British Museum, y ya sabemos lo que Champollion hizo con ella.)

Al regreso de Egipto, Bonaparte exponía, mostrando fascinado los planes, cómo un canal podía hacerse entre el mar Rojo y el Mediterráneo: es el actual canal de Suez.

Durante las batallas de la campaña, los científicos, montados sobre burros, permanecían protegidos, en posición cuadrada, por el resto del ejército francés, lo cual provocó que fueran odiados por los soldados y oficiales, quienes podían morir o ser heridos, pero a los “sabios del general Bonaparte” había que preservarlos del fuego enemigo a toda costa.

Bonaparte, un general en jefe que creó en agosto de 1798 el Instituto de Egipto, con el insigne Gaspard Monge como presidente, y el propio corso como vice-presidente, además de miembro de la sección de matemáticas. Las otras secciones eran de física y ciencias naturales; economía política; literatura y artes. (El Instituto, en El Cairo, fue quemado en diciembre de 2011, tras la denominada “revolución del papiro” que comenzó en enero de 2011. Una cierta cantidad de documentos pudo ser salvada de las llamas, pero se perdieron tesoros incalculables, varios de los cuales databan de la época de Napoleón.)

Sin restarle mérito a Napoleón respecto de lo emprendido durante la campaña de Egipto, puesto que él mismo se consideraba un “científico” y decía que su mayor orgullo era haber sido miembro del Instituto (existe el teorema de Napoleón en geometría, así como un problema con su nombre en geometría plana), lo cierto es que lo que hizo fue reflejar la política científica del Directorio. Que luego su energía, su visión y su manipulación propagandística hayan magnificado a tal política, es un aspecto del asunto.

Los hombres de ciencia se habían hecho “compañeros de ruta” de la Revolución desde el principio. Fueron muy pocos los que emigraron, pese a que podían estar vinculados a las instituciones del Ancien Régime. Y una no desdeñable cantidad de científicos se alió al régimen jacobino: varios apoyarían lo más intransigente de la Revolución. Desaparecieron las instituciones del pasado, y surgieron otras, impregnadas de la ideología revolucionaria. La venerable Academia (Real) de Ciencias desapareció en 1793. Sería sustituida por el Instituto.

Los sabios debían servir al Estado. Como el florecimiento científico y educativo bajo el Directorio fue bastante más espectacular, se suele menoscabar al Terror jacobino por haber descuidado a las ciencias, guillotinamientos de varios científicos aparte. No obstante, el Terror continuó lo que inició la Revolución desde el principio, que luego el Directorio, mucho menos ocupado en cortar cabezas, pudo profundizar (como otras tantas “conquistas” revolucionarias que en realidad provenían de sus “odiados” antecesores); como más tarde Napoleón, en tanto cónsul y emperador, llevaría a otra dimensión más plena.

El Estado revolucionario manifestó la voluntad de captar tanto a los disímiles conocimientos científicos, desde un punto de vista utilitario, como la de incorporar a los sabios al “proceso”. Bonaparte aprendió bien la lección, logró sublimarla, y tras él, acaso los regímenes dictatoriales del siglo XX que han querido otorgarse el crédito de las ciencias.

Lo que fue la consecución lógica de ese “ardor revolucionario” que la República le pedía a los educandos que formaba en las grandes escuelas creadas (como la Politécnica, la de Minas, entre otras), para que aprendieran rápidamente los “conocimientos nuevos”, y pudieran, en breve, serles útiles a la patria.

Se crearon innumerables museos (el concepto actual de museo se le debe a la Revolución francesa), bibliotecas y jardines públicos: las colecciones artísticas y científicas de los nobles que habían emigrado y fueron confiscadas, se les otorgaban al “pueblo”. Una recolección de obras de arte y “curiosidades” que no se limitó a Francia. En las guerras revolucionarias llevadas a cabo en Europa, varios hombres de ciencia fueron encargados de ponerse al frente del pillaje, con tal de seleccionar lo más valioso y enviarlo a París. La República no olvidó recompensarlos con honores por estas contribuciones a un “tesoro nacional” que estimaban justo “universal”.

Fue en 1791 cuando la Asamblea Constituyente adoptó como unidad de medida al metro: esto es, la diezmillonésima parte del cuarto del meridiano terrestre. Pero había que probarlo. Encargaron a dos científicos, rivales, el que demostrasen la exactitud de tal meridiano. Los mandaron en expedición, y el Comité de Salut Public continuó apoyándolos. Hasta que uno de ellos, Delambre, fue arrestado. Se le acusó de hacerle señales al enemigo, ya que, cumpliendo con su trabajo, medía y colocaba señalizaciones. La paranoia revolucionaria podía ser ilimitada. Pero se salvó de la guillotina, aun si tratando de defenderse alegó que era un científico: se le respondió que todos los ciudadanos eran iguales.

Otros no tuvieron la suerte de Delambre. Condorcet se suicidó en prisión, temeroso de que, con seguridad, lo iban a pasar por la cuchilla. Bailly y Lavoisier fueron guillotinados, como también el astrónomo Bochard de Saron y el botánico Lamoignon de Malesherbes.

El gran químico Fourcroy, que había colaborado con Lavoisier, el “padre de la química moderna”: ¿hizo lo suyo para que Lavoisier fuese guillotinado? Se ha especulado sobre ello, dado el extraordinario celo revolucionario demostrado por Fourcroy: suplantó nada más y nada menos que a Marat tras que éste fuese acuchillado por Charlotte Corday. Lo cierto es que Fourcroy no levantó un dedo para impedir la sentencia de muerte de Antoine Lavoisier, a quien había ayudado en su Método de nomenclatura química. (Tampoco mucho más hizo el pintor David, otro político poderoso entonces, a quien los esposos Lavoisier le habían pagado en 1788 por un retrato conjunto.)

Fourcroy se encargó en julio de 1793 de hacer un llamado a los científicos para que integrasen los ejércitos de la República, en guerra contra sus enemigos “externos”. La patria necesitaba de ingenieros, astrónomos, geómetras, con tal de que se incorporasen al “esfuerzo militar” y que, especialmente, pudiesen obtener beneficios de las fuerzas de la naturaleza que conocían para hacer avanzar la causa revolucionaria.

Francia debía ser la “potencia científica” de Europa, aunque no le era muy difícil alcanzarlo dado que ya había efectuado grandes aportes, pero con la Revolución se trataba de instrumentalizarlos en una configuración política, lo que sí fue inusitado.

En el “juicio” en el Tribunal Revolucionario, a Lavoisier lo acusaron de “traidor”: era un miembro prominente de una asociación privada de recolectores de impuestos; Marat había dicho que adulteraba el tabaco. Cuando pronunciaron sentencia, Lavoisier pidió un poco de tiempo para llevar a término un experimento. Se le respondió (apócrifamente: ¿fue el vice-presidente del Tribunal, Coffinhal, o el mismo Fourcroy?) que la Revolución no necesitaba a los científicos.

Lo que no era cierto, pero lo que se imponía era marcar el paso, como hizo el en definitiva comisario de Fourcroy, cuando en el club de los jacobinos le reclamaron que no le dedicaba todo el tiempo a las faenas políticas. Se defendió aduciendo que debía alimentar a su familia, y este sustento se le proporcionaba gracias a sus investigaciones científicas. Eso sí, su familia era muy “revolucionaria”, todos eran “sans-culottes”. ¿Cómo los “camaradas” (citoyens) podían ver algo contraproducente en ello? ¿No había escrito un periodista connotado que las ciencias debían ser de y para los “sans-culottes”?

Las declaraciones de Fourcroy escandalizaron a sus camaradas: ¡quería trabajar sobre todo en lo suyo, en vez de en las labores comunes del momento! Pero lo dejaron hacer, pues comprendieron la importancia del “proyecto” científico a mediano y largo plazo, como la continuidad del Directorio demostraría, alargada a su vez con el Consulado y el Imperio de Napoléon.


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