Los originales
Sobre la verdadera mafia de Miami, que no es la que menciona el Gobierno de La Habana, o entre la realidad y la ficción de lo que pasó y no pasó
—¿Quienes iniciaron el negocio?
—Estaba en manos de la mafia de Miami. La de verdad, la primera. Luego se puso de moda hablar de “la mafia de Miami” con un carácter político. Lo inventó Castro y la prensa liberal americana. Ellos se reían. “Somos los originales”, decían. Aunque no lo eran. Los fundadores ya estaban muertos o exiliados en Costa Rica. Pero ellos se consideraban los herederos.
—¿De dónde provino el capital original?
—Santos Traficante fue el que puso el dinero, luego de que le cerraron el juego en La Habana. Lo hizo para ayudar a sus amigos cubanos, a Domingo Echemendía, que figuraba como uno de los dueños de Tropicana —en realidad no era más que una fachada de Traficante— y al viejo Evaristo García. Pero lo hizo también porque se dio cuenta que ahí había una buena oportunidad de hacer plata gorda. Ni uno solo, de los exiliados de entonces, dejaba de ponerle algo de vez en cuando. Siempre con la ilusión de sacarse un dinerito y así ir tirando hasta que se cayera Castro. Cuando murió Echemendía, el viejo García se quedó con el negocio. Traficante tenía a otros cubanos en Miami trabajando para él, pero le caía bien García. Lo nombró su hombre de confianza y principal banquero. Ya en los primeros años sesenta era una operación que al año se montaba en más de dos millones de dólares. Y eso entonces era mucho dinero. García, su hijo y Lázaro Milián fueron acusados, en junio de 1969, de obstrucción de la justicia. A García le pusieron una fianza de 100.000 dólares. La pagó y salió huyendo para Costa Rica. El hijo, Milián y Oscar Álvarez continuaron con Traficante, aunque no les duró mucho. A Milián y a Álvarez los arrestaron en octubre de ese mismo año y los acusaron de mantener una operación ilegal. Todo fue una confusión. Ellos creyeron que lo que querían los policías era plata. Trataron de sobornarlos. Ese fue su error. Más bien una equivocación de la que no tuvieron culpa. Qué Carajo. Cómo si no hubieran sobornado antes a otros. No tuvieron suerte. Eso fue lo que pasó. Entonces los cascaron más duro. La policía agregó nuevos cargos a la acusación. Eso sí que los encojonó de verdad. Dijeron que le pagaban a un policía para que no los molestaran. Se formó tremendo escándalo. Acabaron con ocho meses de cárcel y cinco años de libertad condicional. En el 71 se fueron también para Costa Rica, a unirse con García. Unos dicen que para entonces ya Traficante se había retirado del negocio en Miami. Pero el asunto siguió y sigue. Durante un tiempo, fue el mejor negocio que funcionó en la ciudad. Sin broncas ni muertos.
—¿Cómo lo lograron?
—Muy sencillo. Eran empresarios. Lo único que les interesaba era el negocio. No formaban familias como los italianos. Nunca pelearon por territorios. Jamás se mataron en las calles. Arreglaban sus diferencias en reuniones, como los ejecutivos de cualquier firma. Por eso pocos sabían de su existencia. Nunca dieron motivos para ser perseguidos. Nada más que dos o tres policías extremistas que se encarnaron ellos. Los demás oficiales andaban cumpliendo con su deber, detrás de los ladrones y asesinos. El FBI buscando a los secuestradores y terroristas. La DEA demasiado complicada con los narcotraficantes. Sencillamente no quedaba nadie para ocuparse de ellos. Además, era gente honrada, que le daba trabajo a muchas amas de casas y viejitos. Si yo estuviera en el Gobierno, proclamaría un día en honor de ellos. Pondría su nombre en un par de calles de Miami. Pero Miami es una ciudad de hipócritas e hijoeputas.
—¿Operaban en lo que fue La Pequeña Habana?
—La Pequeña Habana nunca dio mucha plata. Con ella sola no se podía mantener un negocio tan grande como ese. Era en el barrio de los negros donde se jugaba de verdad. No es que fueran jugadores fuertes, pero los negros juegan mucho y todos los días. Pesito a pesito se lo juegan todo. Un día ganan y al otro pierden y siguen perdiendo por un mes. Cuando ganaban llamaban al trabajo y decían que estaban enfermos y se lo gastaban enseguida. Entonces volvían al trabajo para seguir perdiendo. Ganaban para botar el dinero y trabajaban para perder. Nunca un negocio funcionó con tanta cooperación entre cubanos y negros. Si todos los negocios hubieran operado como ese, jamás se hubieran producido disturbios raciales en esta ciudad.
—Todo el mundo apostando tranquilos.
—Sí señor. Una organización perfecta. Cada una o dos cuadras del barrio de los negros había uno que recogía las apuestas. No conozco un prieto que no juegue a los numbers, como lo llaman ellos. Luego, dentro de determinada zona del barrio, otro se encargaba del acopio de los papelitos con las apuntaciones y el dinero, que le llevaban a su casa los responsables de las apuestas de varias cuadras. Entonces, dos veces al día —por la mañana y por la noche— iba una cubana o un cubano y se llevaban el dinero y las apuestas. El barrio de los negros estaba dividido en “rutas”, al igual que los distribuidores que llevan mercancía a los supermercados o quienes te dejan el periódico frente a la puerta. Toda la cuenta del dinero, la distribución de premios y la metedera del billete en sobres se realizaba en viviendas alejadas del barrio de los negros, en zonas residenciales donde solo vivían blancos, en su mayoría cubanos. A veces en habitaciones de algún motel de La Calle Ocho, cuando la cosa se ponía bien caliente. Luego —dos o tres horas más tarde— quienes tenían a su cargo las “rutas” regresaban con los premios al barrio de los negros. Podían hacerlo sin problema. ¿Entrar un blanquito con pinta de cubiche en el barrio de los negros, y que no te caigan a pedradas y traten de arrancarte el reloj y la cadena que llevas al cuello? Solo ellos. Todo el barrio sabía que eran intocable. Los asaltos eran raros. Cuando ocurrían, los mismo negros arreglaban el problema. Nunca se mató a nadie. En el peor de los casos, recurrían a una golpiza. Casi siempre bastaba con una amenaza. Si acaso un par de galletas. Siempre se recuperaba la plata. Nunca faltó la generosidad. Una buena propina al que daba el soplo. Pago seguro a los encargados de la tarea. Hasta a veces se le daba algún dinerito a la familia de los delincuentes, si eran muchachos que iban por el mal camino. Pero no para drogas. Nunca se permitió que las drogas se mezclaran en esto. Eso sí. Los negros arreglaban sus problemas entre ellos. Jamás un blanco iba a darle sopapos a un negro. Ni falta que hacía. Había negros de sobra. Dispuestos a repartir golpes por menos de cien pesos. La cuestión era aguantarlos, que no se les fuera la mano y mataran al tipo. Les pagaban mejor a los tipos más inteligentes, a los que sabían hacer la cosa para que el otro se arrepintiera, pero sin dejarlo inválido o bobo. Era cuestión de educar, no andar maltratando a la gente por gusto. Y siempre cumplió esa función educativa.
—¿Nunca más la policía agarró a ningún otro?
—Casi nunca en Miami. Fueron raros los casos. Pasaban los años sin que saliera la noticia de que habían cogido a un repartidor o desmantelado un centro de apuntaciones. Los que no jugaban ni siquiera sabían que eso existía. La policía dejaba tranquilos a los que estaban en el negocio. ¿Qué iban a hacer? La mayoría de los repartidores eran ancianos retirados, que con el welfare no les alcanzaba para vivir.
—Y entonces, ¿por qué tuvieron que salir huyendo para Costa Rica los García, Milián y Álvarez?
—Demasiado dinero. Estaban podridos en dinero. Sabía que si los cogían les iban a echar unos cuantos años y prefirieron pasar el resto de su vida a salvo. En realidad no huyeron, sino que se retiraron.
—¿No los afectó cuando años después se creó la lotería estatal?
—En lo más mínimo. Más bien el negocio se amplió. En los comienzos se guiaron por la lotería de Puerto Rico, luego también por las carreras de perros. Después se acabaron las carreras de perros y siguieron con la lotería de Puerto Rico. Cuando apareció la lotería en la Florida, comenzaron a comprar los boletos ganadores. Pagaban mejor. Se dedicaban también a recoger apuestas de la lotería. Inventaron una lotería paralela.
—¿Nunca se metieron en la droga?
—Nunca. Ya te lo dije. Eran personas decentes. Por eso la policía no los molestaba. Un negocio decente y democrático. No como los tipos de la Bolsa, donde siempre a los grandes no les pasa nada, luego de que se roban cientos de millones. Con esto no había pejes gordos y pejes flacos. Y tampoco infelices que cargaran con las culpas. Imagínate tú que detuvieran una vieja repartidora. En primer lugar, los banqueros iban de inmediato y pagaban la fianza. Pero mientras estaba presa, los policías tenían que oír a la anciana contando sus miserias, quejándose de que se estaba muriendo de hambre, llorando y suplicando. A nadie le gusta ver a una vieja muerta de hambre llorando. Ni siquiera a la policía. Más tarde el negocio se complicó un poco. Fue cuando empezaron las peleas de perros en Cuba. Al principio en Miami no le dieron importancia, pero luego se empezó a apostar fuerte. En parte con dinero de Miami. También volvieron las peleas de gallos, que Castro había prohibido y aquí en Miami perseguían duro, a diferencia de esto. No por el juego, sino porque los americanos dicen que eso es maltratar a los animales. Cómo si ellos no se pasaran la vida maltratando a la gente en todo el mundo. En Cuba las peleas de gallos siempre han estado controladas por la policía y la seguridad, las de perros también. Pero ésa es otra rama del negocio de la que yo no sé mucho. Ahora, de este negocio yo sí sé y bastante, y por eso te digo que la bolita resolvía un problema social.
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