Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Cuba, Narrativa, Represión

Los segurosos y la patria

En sus placenteros cayos los segurosos siguieron con sus vidas, sacrificadas por el supremo bien de la patria

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Tanto se repetían frente al espejo que ellos eran unos patriotas que los segurosos llegaron a creérselo. Esa sencilla gimnasia matutina, tras afeitar sus bien alimentadas mejillas, consiguió que al montar en sus motos Suzuki minutos después ya no les costara ningún esfuerzo poner aquellas caras satisfechas de perdonavidas. Las que junto a sus pulóveres a rayas y sus carpetas mugrosas llegaron por entonces a identificarlos.

No es que fueran muy dados a las dudas. De procedencia guajira en primera, o si acaso segunda generación, no podían aún percibir esas sutilezas del estado civilizado a que solo puede acceder un miembro de tal estrato social si es que es un genio. Mas ninguno de ellos lo era, porque en primer lugar una institución como a la que pertenecían nunca les daría entrada a individuos tan problemáticos.

Aun con rimbombantes títulos universitarios en las paredes de sus confortables “casitas”, los segurosos lo entendían todo de una manera muy plana, como contenido aprendido mediante esquemas y enumeraciones de fácil memorización. Ellos no armaban mundos en su interior, mundos vastos y coherentes, coloridos y a la vez inestables. Y es que se entiende, no había tampoco mucho espacio detrás de esas satisfechas expresiones, que no se les salían del rostro ni aun cuando con un vigoroso golpe de timón le escurrían la cabeza a una cornisa, un balcón, o en general a uno de esos fragmentos de la patria que por entonces se nos caía a pedazos. Solo una inmensa soberbia, para mirar con altanería a quienes no formaban parte de la institución, y un lacayuno respeto hacia todo el que dentro de ella estuviera por encima de ellos.

Pero, aunque no eran absolutamente dados a ese primer paso en la configuración de un criterio, valga la aclaración que propio: las dudas, no obstante, en los tiempos en que comienza nuestro relato La Cosa estaba fea. La Cosa, se entiende, ese amorfo estado desde el que en cualquier momento podría aparecerles alguna sorpresa que rompiera la tranquila ausencia de actividad cerebral, al menos superior a la memorización, que ellos se ocupaban de mantener. Por el bien de la patria, claro está.

Por fortuna ocurrió entonces un hecho que vino a salvar a la patria: Se murieron al unísono todos los viejos comemierdas que ya lo único que hacían era jeringar con tanto escrúpulo (expresión que, para descargo de culpas, tomo literalmente cual se la pronunció en cierta y muy poblada por vitaminados coroneles oficina segurosa del poco iluminado Departamento 21). Antes he dicho por fortuna, de lo que me disculpo: Al parecer unos cuantos meses antes en esa misma oficina, y con esos mismos muchachones de tan buen color, se tomaron ciertas decisiones que influyeron, de manera determinante, con tan repentinos y coincidentes decesos: Una cierta manipulación de ciertas botellas de vino importado de muy buena calidad… ciertas alteraciones químicas en algunas píldoras de Viagra…

La reacción de los segurosos no se hizo esperar. Debido a que la muerte de los viejecitos ocurrió en la madrugada, ellos renunciaron a su gimnasia matutina. O sea, y una vez más por el bien de la patria, no se repitieron una y otra vez que ellos eran unos patriotas.

Para esa tarde ya habían puesto bajo control todo el país, y esa misma noche pasaron por las armas a cuanto tipo muy fuera de lo normal anduviera por sus calles, terraplenes o trillos.

Es bueno aclarar, en pro de reconocer la eficiencia de la institución segurosa, que ellos tenían muy bien contralado en sus archivos hasta el último habitante del país, con la última y más escondida de sus manías registrada en documentos cargados de faltas a la ortografía y a la gramática; que fuera de lo normal significaba para ellos cualquiera que aun en la más extrema e improbable situación resultara potencialmente capaz de rebelárseles… y que esa noche el país se redujo a poco más de la mitad de su población original.

La felicidad no llegó tan rápido, no obstante. Esa misma siguiente mañana, mientras retomaban su ya tan mentada gimnasia matutina, detectaron un muy serio problema. Tanto que algunos, los más impresionables, se cortaron mientras se afeitaban. Y es que el patriotismo de los segurosos se había relacionado hasta entonces con vigilar, asustar y reprimir de cuando en cuando a esa mitad de la población que ahora ya no estaba (más que camino de las fosas comunes), por lo que, si querían mantener sus carpetas mugrosas, sus caras bien alimentadas, sus pullovers a rayas y, sobre todo, sus Suzuki y sus confortables casas, necesitaban asentar su patriotismo sobre nuevas bases.

La solución no tardó en encontrarse, cual siempre ocurre cuando sentimos amenazadas esas vanidades de la vida que pueden ser una moto, Suzuki, una modesta casita, o un par de docenas de libritas de pollo importado de Minnesota. Un intelectual algo bitongo, de los emplantillados en la institución, tuvo la providencial idea de que la verdadera patria había sido la de los taínos.

La idea, sin embargo, fue pronto mejorada por cierto teniente coronel. Tipo más realista, planteo y no sin sobrada razón, que lo mejor por si las moscas y la economía seguía sin funcionar al nivel agrícola-alfarero era rebajar la patria a la de los guanajatabeyes. En un final eran ellos los primeros que de verdad se habían asentado en la Isla, y lo principal y más importante: su economía era solo de recolección. Coño, que habría que hacerla muy mal para no conseguir cumplir los planes ni a ese nivel.

La idea, por supuesto, solo sería aplicable si se seguía rebajando la población de la Isla. Lo que se logró apelando al siempre eficiente método del sorteo.

Mas como convertir a la patria en Guanajatabey implicaba aislar a la Isla, de inmediato se levantó todo un sistema de vigilancia en las costas. Los segurosos, de más está decirlo, se ocuparon de dicho sistema de vigilancia. En algunos de los cayos donde antes habían existido zonas turísticas establecieron poblaciones a las que se retiraron con sus familias. Con lo que una vez más se demostró la inquebrantable capacidad para el sacrificio patriótico de los segurosos. Porque es incuestionable que al retirarse a aquellos ex paraísos turísticos se vieron obligados a renunciar a poder compartir las verdaderas condiciones originarias, patrióticas y guanajatabeyes, de su pueblo. Pero es que alguien tenía que sacrificarse para conseguir contener al mundo exterior, para que no se entrometiera en la más absoluta autodeterminación de que la Isla hubiera disfrutado en toda su historia… al menos a posteriori del arribo de los primeros invasores taínos.

En el interior de la Isla, por su parte, quedó la mitad de la mitad de la… de la población original, que seleccionada entre los más faltos de imaginación, sumisos, vagos, sin iniciativa o criterio, al cabo de par de años ya vivía en efecto como guanajatabeyes.

En sus placenteros cayos los segurosos siguieron con sus vidas, sacrificadas por el supremo bien de la patria. Durante décadas vivieron de lo que poco antes de abandonarla habían requisado en la Isla, para acercar así al nivel guanajatabey a los que quedaron atrás. Pronto, sin embargo, estos recursos comenzaron a agotarse y ante los segurosos se abrió de nuevo un dilema: ¿Qué hacer para subsistir en su patriótico desprendimiento? Porque de modo evidente si querían defender a los de la Isla del exterior no podían vivir como aquellos de cangrejos, caracoles, o cortezas de marabú, y sin más herramientas que conchas, piedras mal pulidas y alguna vara para nada recta.

Afortunadamente para esa fecha ya había llegado a la adultez una nueva generación de segurosos, en la que el refinamiento había comenzado a aparecer. En no poca medida ello se debió a que varios años antes, ante el hecho de que los viejos programas en video-tape que se habían traído sus padres de la Isla, los En silencio ha tenido que ser, los Julito el pescador, los Día y Noche, los Sector 40, o los UNO… ya todos se los sabían de memoria, se había comenzado a transmitir una selección de programas copiados de otros países, exteriores, que todos dieron a llamar El Paquete. Selección que un lustro después fue sustituida por la libre recepción de cada cuál, en los modernos equipos satelitales que los nuevos coroneles, delgados gracias a sus dietas y horas de gimnasio, permitieron que la firma Suzuki distribuyera gratuitamente por los cayos.

Claro, esto no se logró con tanta facilidad. La inercia mental que siempre se opone a las actualizaciones no tardó en hacerse presente. Entre otras medidas hubo que empujar de un barco al ya mentado y para entonces muy envejecido intelectual de plantilla, que en cuanto se propuso lo del Paquete de inmediato clamó que si yanquización y otras boberías que no cayeron nada bien en los oídos de los gimnásticos coroneles. Cuarentones a quienes paladear con lentitud un buen whiskey, y escuchar un vinilo de jazz clásico, todo ello mientras se contemplaba desde la cubierta de un reluciente yate una puesta de sol, les resultaba mil veces más atractivo que pasar las tardes en los interminables y bulliciosos juegos de dominó adobados con mala cerveza y puerco frito, que por generaciones de segurosos habían constituido el supremo modo de divertirse de los miembros de la institución los domingos en las tardes.

En fin, que cuando se llegó al dilema crucial, la nueva generación segurosa tenía lo necesario para dar con la respuesta adecuada: Se podía vivir de los salvajes que sus padres les habían dejado a su cuidado, no entendían ellos muy bien por qué. La Isla, en un final, podía ser convertida en uno de esos grandes parques temáticos que existían por allá afuera, por la civilización, según veían en las proyecciones de sus televisores holográficos, marca Suzuki.

Estos coroneles, amantes del buen whiskey y del excelente jazz, quienes en definitiva empujaron más que nadie aquella trascendental Actualización del Modelo, son los que hoy dirigen “Cuba, 3.959 antes de Cristo”, el más exitoso parque temático el pasado año, 2059, según la bien informada revista Anthropology Today. Son ellos y sus descendientes, esos dorados y muy refinados muchachos vestidos de caqui elastizado, quienes hoy dirigen y controlan las expediciones por la Isla, o quienes en modernísimos deslizadores anti-gravedad, marca Suzuki, se encargan de evitar que algún cavernícola isleño pueda traer a la civilización su carga de virus, bacterias, parásitos y violencia y mal olor.

La elaborada raza de los descendientes de los segurosos, que ya nada tiene que ver con aquellos energúmenos de sus abuelos, que se afeitaban nada menos que con cuchillas desechables del peor acero, y se imaginaban amar esa comedura de mierda: la patria.


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