Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Los testamentos fílmicos del cine cubano

En este texto, el destacado crítico e investigador expone una serie de ideas acerca de la Memoria de lo que fue nuestra producción cinematográfica en el siglo XX. Es además una introducción a la selección personal de sus diez películas cubanas favoritas, que publicará Cubaencuentro

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Quizás todavía no tenemos claro que el cine ha pasado a ser un objeto anacrónico en nuestra vida cotidiana. De líder absoluto del ocio que era en el siglo XX, en el XXI ha tenido que resignarse a ser uno más en esa incesante pasarela de espectáculos que, bajo el inefable calificativo de “audiovisual”, permite el promiscuo desfile de todo lo que mezcle la imagen y el sonido.

En Cuba, por ejemplo, ya tenemos una generación de espectadores que no sabe lo que es ver una película en 35 mm proyectada contra la pantalla grande de un cine. Esto dicho así no parece tener la menor importancia, pero en realidad nos está notificando una evidencia póstuma: ha muerto entre nosotros el antiguo ritual que significaba entrar en una sala oscura repleta de gente hipnotizada, con el zumbido del proyector levitando en el ambiente, mientras un haz luminoso por encima de nuestras cabezas hacía de puente levadizo intercalado entre la realidad y ese otro mundo inédito y, a ratos, maravilloso.

Para los cubanos que crecieron en estas salas, la afirmación de que “el cine ha muerto” puede sonar tremendista. Después de todo, no demanda tanto esfuerzo evocar las aglomeraciones de público provocadas por películas como Los pájaros tirándole a la escopeta (1984), de Rolando Díaz, La Bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet, Guardafronteras (1980), de Octavio Cortázar, Se permuta (1983), de Juan Carlos Tabío, o De tal Pedro tal astilla (1985), de Luis Felipe Bernaza. Pero es que “ir al cine” significaba algo más que ver una película.

Al menos los recuerdos que guardo de mis primeras incursiones en estos espacios, tiene que ver más con quienes de pequeño me llevaron a esos lugares, o después me acompañaron (siendo un adolescente o un poco más joven) en la proyección de alguna cinta en la Cinemateca, que con la película en sí. Por otro lado, para mi generación (la nacida en la primera década posterior a 1959) el cine tuvo algo de iniciación erótica. Allí enamoramos a nuestras primeras novias, aprendimos nuestros primeros besos, traficamos en la oscuridad con fantasías que importamos de contrabando de aquellas películas que veíamos. También nos vengábamos del enemigo que en la vida real nos hacía nuestra existencia menos cómoda, o sencillamente, nos protegíamos de la mediocridad ambiente.

Debo confesar que el cine cubano llegó bastante tarde al horizonte de mis preferencias. Fui más bien un espectador común, que se deleitaba con las comedias de Chaplin, con los animados de Disney, con Errol Flynn luchando contra todas las banderas, y Kirk Douglas imponiendo su ferocidad en Los vikingos. En los últimos tiempos me ha dado por coleccionar aquellas películas que recuerdo de mi infancia y adolescencia, y me doy cuenta de que en realidad no busco tanto a las películas de antaño, como al espectador que fui. El resultado a veces es desastroso, porque descubres que aquellas cintas nunca fueron lo que pensabas, o peor aún, descubres que aquella persona que las vio era un extraño, alguien que te parecía familiar por los retratos que conservas de esa etapa, o las anécdotas que retienes en tu memoria, pero con intereses totalmente diferentes a los que actualmente te animan. Y es como si de repente sorprendieras a un intruso habitando en tu cabeza.

En medio de ese maremágnum de imágenes remotas, trato de precisar cuál puede haber sido la primera película cubana que me marcó como espectador. Supongo que fue Las aventuras de Juan Quinquín (1967), de Julio García-Espinosa. Es solo una sospecha, porque en realidad no he conseguido ubicar ese primer momento de mi encuentro con esta película. Pero recuerdo con gran intensidad el rostro de Julito Martínez, el protagonista, y las peripecias de Erdwin Fernández, su compañero de aventuras, tal vez porque durante mucho tiempo aquella fue la única película que el ICAIC pudo vender como una cinta de “aventuras”, en una época donde a los cineastas de entonces apenas les preocupaba demostrar que ante todo “el cine es un arte” (como reza el primer “Por Cuanto” de la ley que creó ese organismo), y que era un deber hacer películas de “Autor”, películas “serias”.

El tiempo lo ha ido poniendo todo en su lugar. Y aunque aún persista esa tendencia más bien facilista de llamar “década prodigiosa del cine cubano” a lo sucedido en los sesenta, hoy sabemos que en esa aseveración hay más economía de pensamiento que indagación exhaustiva. Se trata de un juicio apresurado que habla más del mito que de la realidad, pues ¿cómo puede calificarse de “prodigioso” aquello que recién comienza?, ¿aquello que pertenece a la etapa de aprendizaje, de la búsqueda de un estilo propio? ¿Puede interpretarse como un elogio que le digan a un hombre de cincuenta años que lo mejor que ha conseguido en su vida se ubica en su primera década de existencia?

Pero no es el único inconveniente que nos reserva esa adjetivación de “prodigiosa”. Si retomamos la tesis de que “el cine ha muerto” (al menos, tal como lo conocíamos hasta hace unos veinte años), entonces será preciso que lo exploremos en su dimensión testamentaria, de cara a la posteridad. Será preciso preguntarnos, por ejemplo, qué ha significado la pérdida del cine cubano para aquellos que lo conocimos, y sobre esa base, indagar en torno al alcance de su huella en una época post-cinematográfica que, si bien seguirá explotando el principio de la persistencia retiniana, solo parece atraerle el placer de la levedad en la retina. “Mientras más leve y olvidable, mejor”, sería el slogan favorito de los nuevos realizadores.

Para empezar, si queremos que quienes no alcanzaron a conocer esta práctica humana entiendan un poco mejor por qué era tan popular entre nosotros ir a esas salas, tendríamos que hablar de “cine cubano” en un sentido mucho más amplio del que por lo general se utiliza. En principio, tendríamos que mencionar tres grandes etapas: la del cine silente, que va desde que Veyre arribó a la Isla en 1897 con el invento de los Lumiére entre sus manos hasta que Ramón Peón filmó La Virgen de la Caridad (1930), considerada por los historiadores como el último gran momento del período silente en la Isla; la del cine sonoro, inaugurada por Ernesto Caparrós con La serpiente roja (1930) y que culmina con el derrocamiento de Fulgencio Batista; y la etapa revolucionaria, que se inicia con la creación del ICAIC el 24 de marzo de 1959, y parece extenderse hasta nuestros días.

Este esquema, aun cuando nos concede una idea menos mezquina del devenir de esta actividad en la Isla que aquella que habla solo de un cine post-59, todavía no brinda señales de lo que en términos emotivos significaba “hacer cine”, “ver cine”, “ir al cine”, “hablar de cine”. Para aprehender esa parte sumergida y al mismo tiempo etérea del asunto, se tendría que desplegar el trabajo arqueológico en un terreno cultural más amplio. Pues si bien con la revolución encabezada por Fidel Castro el cine adquirió una connotación mayormente ideológica, ya desde su etapa silente se asociaba el mismo a “lo moderno”, o a lo que en términos políticos también podía contribuir a hacer más visible la distancia que guardaba el orden republicano legitimado el 20 de mayo de 1902 con el régimen colonial que se había dejado atrás.

De esa primera etapa apenas han llegado a nuestras pupilas evidencias tangibles del esfuerzo de los pioneros. Solo contamos con lo que dijeron los periódicos en el momento de los estrenos. Con los títulos de las películas, que muchas veces eran verdaderas declaraciones de principios patrióticos. En este sentido, se ha reparado poco en que, aun cuando en aquella fecha estaba lejos de pensarse en la creación de un Instituto de cine que dictara las pautas de la creación, en el conjunto de películas que se filmaron se adivina una suerte de “política cultural” involuntaria, todo el tiempo apologético del nuevo orden.

En el cine silente, al margen de la ingenuidad de las estrategias de representación, pensadas desde la servidumbre espiritual que propiciaba entonces la hegemonía de la literatura, también es posible estudiar el modo en que esa sociedad se empeñaba en verse a sí misma, más allá de la realidad objetiva. En este sentido, el reencuentro crítico con El parque de Palatino (1906), primer cortometraje realizado por Enrique Díaz Quesada, podría ser revelador de ese mecanismo inconsciente de sublimación del entorno en que ha caído de modo inevitable el cine en Cuba, siempre que colectivamente se ha protagonizado un hecho de gran relevancia para la nación.

El parque de Palatino nos regala imágenes de un centro de diversiones que recién había sido inaugurado en La Habana el 8 de marzo de 1906. La cámara (o mejor dicho, Díaz Quesada) registra el hormiguero de gente que acude al espacio. Enfoca los carteles donde se anuncian los Cigarros Cabañas (“cigarros siempre buenos”). El Teatro de Variedades Tivoli. La Montaña Rusa. El Mantecado con barquillos. ¿Qué significado pueden tener para nosotros, cien años después, esas imágenes tomadas con el candor de quien piensa que la realidad es aquello que alcanzó a ser registrado por el tomavistas?, ¿qué utilidad podrían tener para nuestros descendientes ese mar (ahora muerto) de formas luminosas proyectadas sobre una pantalla?

Mi criterio es que, por el momento, esa utilidad no puede ser pensada en su integralidad debido a razones estrictamente políticas. El equívoco de asociar siempre el texto fílmico a la ideología no comenzó exactamente en 1959, con la creación del ICAIC y la aceptación de lo resumido en el dictum “Dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada”. Esa pretensión de reducir el cine al papel de un vocero ideológico ya tenía su raíz en aquella etapa fundacional de Díaz Quesada, debido a la visión nacionalista que, luego del 20 de mayo de 1902, y el advenimiento de una generación desencantada con lo que comenzaba a advertirse en la recién estrenada República, propició que el cine (que fundamentalmente provenía de los Estados Unidos) fuera mirado con suspicacia.

La inocencia de El parque de Palatino (con su suerte de homenaje involuntario al Coney Island de New York) era, a los ojos de esta vanguardia intelectual que comenzaba a combatir la omnipresencia cultural de los Estados Unidos en la Isla, un gesto en verdad “político”, como lo podía ser también el hecho de que Ramón Peón creara los inter-títulos de La Virgen de la Caridad (1930) simultáneamente en inglés y español. Ya desde esos momentos se comenzaba a prefigurar en algunos grupos esa ansiedad por contar no solamente con una industria cinematográfica nacional, sino que además, se pusiera en función de un nacionalismo explícito, lo cual, dicho sea de paso, practicaban a su manera Díaz Quesada y el propio Peón.

Debido a esas interpretaciones ideológicas, la Memoria de lo que fue el cine cubano en el siglo XX carece de un soporte común que ponga por encima de las filiaciones políticas o estéticas, la creación misma. Es cierto que existe una Cinemateca de Cuba, con su Archivo Fílmico, y un programa de televisión como el de Luciano Castillo (De cierta manera), que ha estado rescatando lo impensable. Sin embargo, todavía en estos espacios sigue faltando la memoria del cine realizado por cubanos más allá de la Isla, por ejemplo.

Hasta donde sé, la única ocasión en que desde Cuba alguien que ha formado parte del gobierno revolucionario propuso salvar ese absurdo de pensar a la cultura cubana como si fuera dos, fue en noviembre de 1978, cuando a propósito de un encuentro con exiliados en La Habana, Alfredo Guevara anunció la creación de un Centro de Estudios de la Cultura Cubana, que iba a tomar en cuenta lo realizado por aquellos que no residían en el país, pues, dijo entonces, “eso es parte de la patria”. Y añadiría: “Pienso que en la creación ya muy inmediata, de un modo formal, del Centro de Estudios de la Cultura Cubana, va a ser un camino de relación con ustedes, especialmente con ustedes, y no solamente con ustedes, sino con los cuadros de toda la comunidad, tengan la posición que tengan. Tenemos que hacer investigaciones conjuntas sobre ustedes y sobre nosotros y sobre el encuentro, porque es un millón de cubanos, incluso, sobre los que no influimos directamente, los que tienen una posición más recalcitrante”[1].

Hoy sabemos que aquello institucionalmente se frustró, pues tras un breve período de armonía entre los Gobiernos de Estados Unidos y Cuba, se regresó a la lógica de la confrontación más feroz, de la exclusión mutua. Y en medio de aquello tuvo lugar el éxodo de Mariel, con los grotescos mítines de repudio a todo lo que no oliese a “pureza revolucionaria”. Por el camino, sin embargo, se siguieron haciendo películas en ambas orillas que hablaban de una Cuba múltiple, imprevista, y todavía desconocida para muchos. Pero esa imagen compleja, poliédrica, ambivalente, aún permanece en las sombras debido a que el discurso público apenas repara en las voces hegemónicas asociadas al diferendo político, y casi nunca al drama humano, que es otra cosa.

Quizás sea que, respecto al cine cubano pensado como un todo y no como fragmentos que se oponen, nos toque protagonizar algún día ese desenlace que Ramón Peón escenificó en La Virgen de la Caridad, concediéndole al personaje principal la oportunidad de ver por fin lo que siempre había estado frente a sus ojos: aquella escritura testamentaria que, desde su secreto refugio, esperaba ser descubierta en algún momento del futuro. Ese descubrimiento en germen no podrá recaer en los hombros de un solo investigador, y ni siquiera en una sola institución, así sea la Cinemateca de Cuba. Igualmente se tendrán que dejar a un lado las opiniones demasiado predecibles de los críticos, empeñados en legitimar lo que ellos consideran como “lo más serio”, para indagar en algo más básico: cuánto nos han gustado las películas por lo que ellas fueron, y no por lo que esperábamos de acuerdo a reglas que ya teníamos en nuestras mentes.

En lo personal, ya he hecho mi propia selección, aun sabiendo que cuando esta se realiza de acuerdo al gusto personal, siempre resultará más polémica que cuando se apoye en preceptos más o menos compartidos. Si me he arriesgado a dejarles a mis descendientes la relación de las que fueron mis diez películas cubanas favoritas, es porque al final he logrado entender que entre los bienes que ese cine cubano nos legó el siglo pasado, por fortuna estuvo lo que me gusta llamar “la democracia del placer”.



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