Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Made in China (II)

En su segundo largometraje, Bi Gan apuesta por un cine radical y barroco, que hace estallar el relato. Por su parte, el veterano Zhang Yimou recupera la brújula y proporciona un auténtico banquete de depuración estilista y poesía audiovisual

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A una promoción posterior a la de Zhangke pertenece el director, poeta y fotógrafo Bi Gan (Kaili, 1989), quien pese a su juventud y con solo un par de largometrajes cuenta ya con una voz singular y una indudable madurez. Debutó con Kaili Blues (2015), con el cual ganó, entre otros galardones, el premio al Mejor Director Emergente en el Festival de Locarno. Largo viaje hacia la noche (2018) tuvo su estreno en Cannes, dentro de la sección Un Certain Regard, y tuvo una favorable acogida entre la crítica internacional.

Su protagonista es Lou Hongwu, un hombre que regresa a Kaili, su ciudad natal, de la cual escapó doce años atrás. Ha vuelto tras la muerte de su padre, y para mitigar el luto se refugia en el recuerdo de una misteriosa mujer a la que amó y a quien nunca logró borrar de su mente. Era novia de un mafioso local y lo único que sabe de ella es que se llama Wan Qiwen. Una vez resucitada en su memoria, surge un ansia malsana por encontrarla de nuevo. De la etapa que vivió en Kaili, Lou solo recuerda su pelea con un delincuente y el asesinato de un amigo.

Al igual que La ceniza es el blanco más puro, el punto de partida de la historia tiene ingredientes de cine negro. Pero la clave formal de la película de Bi Gan es muy distinta a la de su compatriota. En ella, ese género cinematográfico es sometido a un proceso de deconstrucción, así como a la radical estética de un director que se preocupa por materializar un espacio mental que por contar una historia; que apuesta más por un cine visual que por un cine narrativo.

La película de Bi Gan comienza como una historia de cine negro y, a la mitad del metraje, se transforma en una celebración de las imágenes en movimiento. La primera parte, que puede decirse es la más convencional, se centra en el regreso del protagonista a Kaili y en la búsqueda de una mujer de su pasado. En la segunda, el filme cambia de estilo y transporta a Lou a una zona irreal. En ella además aparecen de nuevo algunos personajes de la anterior. Y cabe afirmar que el romance imposible del protagonista tiene un cierre.

Perdido en su inútil pesquisa, Lou entra en una sala desvencijada, se sienta y se coloca las gafas de 3D (se invita al espectador a imitarlo, aunque en el cine de Madrid donde Largo viaje hacia la noche fue proyectado no proporcionaron las gafas). Es en ese momento cuando aparecen en la pantalla el título y los créditos del filme. Lo que viene a continuación es un plano secuencia de una hora, si bien conviene puntualizar que ha sido trucado digitalmente. Entramos así en otra dimensión, que da una falsa sensación de realidad.

El protagonista se queda dormido, y el largo y laberintico plano secuencia corresponde a su sueño tridimensional. En el mismo contacta con personas de comportamiento desconcertante y arbitrario y deambula por ambientes sórdidos y enrarecidos. El periplo lo lleva además por casinos, carreteras, conciertos, calles mojadas y llenas de anuncios de neón. En su viaje, se desplaza a pie, en moto, en tirolina. Esta segunda hora del filme carece de progresión cronológica, pues hay que recordar que se trata de una inmersión en el territorio de lo onírico.

Y justamente eso es lo que Bi Gan se propuso captar en su cinta: la textura de los sueños. El resultado es una película radical en su apuesta narrativa, que rasga el tiempo cinematográfico y hace estallar el relato. Este navega entre la realidad y la fantasía, entre lo que sucedió y lo que está por suceder. Al referirse a la mujer con la que está obsesionado, Lou expresa: “Cada vez que la veía, sabía que estaba soñando otra vez”, con lo cual confirma esa amalgama de planos distintos. El propio cineasta ha reconocido su fascinación por la pintura de Marc Chagall y las novelas de Patrick Modiano. Y en Largo viaje hacia la noche ha intentado plasmar las emociones y sensaciones que evoca con la magia del primero y las preguntas sobre la memoria del segundo.

Estamos ante un cine barroco, que atrapa y fascina. Su director posee un indudable virtuosismo en el empleo de la sugestión y hace un verdadero derroche técnico y artístico. Las imágenes de su película son hipnóticas y de mucha potencia expresiva. El tono es estilizado y poético. Los encuadres están milimétricamente cuidados. Asimismo, hay una influencia bien digerida de realizadores como Andréi Tarkovski, Bela Tarr y Wong Kar-wai. De este último, Bi Gan incorpora el tratamiento del color y la iluminación, el uso de espejos, la superposición de planos temporales, los elegantes movimientos de cámara.

De lo anterior, se puede deducir que Largo viaje hacia la noche es un filme poco accesible para la mayor parte de los espectadores. Su visionado no resulta fácil y se puede hacer un tanto cuesta arriba, debido a que Bi Gan lleva su propuesta demasiado lejos. Como ha hecho notar Javier Ocaña, “se regodea en exceso con su concepto del tiempo” y su película tiene “una rémora de autocomplacencia para el asombro, que es mucho, dejando un tanto de la do su, en demasiados momentos, confusa narrativa”.

Zhang Yimou recupera la brújula

Más veterano que Zhangke y Bi Gan es Zhang Yimou (Xian, 1951), miembro de la conocida Quinta Generación y uno de los directores asiáticos de mayor proyección internacional. Con su ópera prima, Sorgo rojo, ganó el Oso de Oro en Berlín en 1988. Desde entonces, ha atesorado una relevante filmografía que incluye, entre otros títulos, La linterna roja, ¡Vivir! (Gran Premio del Jurado en Cannes), Semilla de crisantemo, Qiu Yu, una mujer china (León de Oro en Venecia), Happy Time, Amor bajo el espino blanco, Ni uno menos (León de Oro en Venecia), Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos, El camino a casa (Gran Premio del Público en Sundance). En China, su cine no siempre ha sido aceptado por las esferas oficiales y ha sufrido prohibiciones y censuras.

Con su más reciente filme, Sombra (China-Hong Kong, 2018, 116 minutos), Yimou ha recuperado la brújula después del batacazo de crítica y taquilla que supuso La Gran Muralla (2016), la aventura oriental del actor norteamericano Matt Damon. En esta vuelta a sus raíces, acudió a la epopeya de Jingzhou, que forma parte del extenso Romance de los Tres Reinos, un clásico de la literatura china que data del siglo XIV. La película narra la historia de un doble de cuerpo, una “sombra”, como también se le conoce. De acuerdo a Yimou, es un concepto que siempre le ha atraído y que, pese a las numerosas cintas que cada año se ruedan en China, nunca había sido tratado. Y agrega: “Una sombra debe estar lista para entrar en acción en ese momento crítico que la vida de su maestro está en juego; una sombra debe combinarse perfectamente con lo real, de modo que lo verdadero y lo falso no puedan distinguirse. ¿Es un hombre que pertenece a la luz? ¿O un fantasma, escondido en la oscuridad? ¿Quién morirá? ¿Quién vivirá?”.

La ciudad china de Jingzhou ha estado ocupada por las tropas de Yang desde hace veinte años, y se halla bajo la administración de un rey pusilánime y peligroso. El rey Pei Liang ha optado por no reclamar el territorio y mantener la paz, pero su comandante, Yu ha pactado un duelo cara a cara entre los comandantes de ambos ejércitos para recuperar la ciudad y cumplir la voluntad de su pueblo. Ha demostrado su valía en el campo de batalla, pero se halla gravemente enfermo. Para sobrevivir a las traiciones que se suceden en la corte del rey, se ve forzado a emplear toda clase de sucias estratagemas para poder sobrevivir. Recurre así a una “sombra”, un doble que lo sustituya en público y sea capaz de engañar a propios y enemigos cuando la situación lo requiere.

Con Sombra, Yimou retorna a los dominios del cine épico y al wuxia, un género exclusivamente asiático centrado en la filosofía de las artes marciales. Aquí, sin embargo, estas no tienen presencia, aunque sí hay escenas de lucha. Es una bellísima película, que nos devuelve al Yimou lírico y violento de la trilogía que integran Héroe (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006), con las cuales su director demostró una forma de realizar cine comercial de alto nivel artístico.

El cineasta vuelve a indagar con una visión shakesperiana en las intrigas de poder, en una epopeya trágica que recuerda las cintas de samuráis de Akira Kurosawa. De hecho, la premisa de Sombra tiene puntos comunes con Kagemusha. En esta, cuya acción transcurre en el Japón medieval, un vulgar ladrón es elegido para suplantar a un poderoso señor de la guerra que acaba de morir. La trama de ese militar que vive escondido en las catacumbas de su palacio, da pie al cineasta chino para desarrollar una reflexión sobre el dominio, la venganza, el honor, las ambiciones, la identidad personal. O para citar sus propias palabras, el suyo para realizar un filme “sobre la lucha, la supervivencia, los terribles problemas y la ambición salvaje; cómo un hombre común puede arreglárselas no solo para sobrevivir en medio de los juegos de poder de los reyes y la aristocracia, sino también para convertir la derrota en una victoria”.

El argumento posee una gran fuerza dramática y un poderoso brío narrativo. En él la intimidad confluye en igual dirección con la épica y las ambiciones políticas en la China medieval. Paralelamente a las intrigas palaciegas, se cuenta el drama del doble, un guerrero plebeyo alrededor del cual giran las fuerzas inexorables de la historia, siempre dispuestas a devorarlo. Está condenado a habitar en la oscuridad, pues el comandante solo lo dejará marchar si recupera Jingzhou para su reino. Esa tarea de simular ser quien no es genera en él una serie de dudas y lo hace vivir en un permanente dilema entre sus deseos y su rol de sombra.

La puesta en escena es de una impresionante belleza y la película proporciona un auténtico banquete de depuración estilística y poesía audiovisual. Su concepción formal mantiene siempre la elegancia y alcanza una cota de sofisticación realmente notable. Respecto a las películas precedentes de Yimou, esta es mucho más sombría. Tras la amplia gama cromática de La casa de las dagas voladoras, Zhao Xiaoding, colaborador habitual del cineasta, opta ahora por una excelsa fotografía en blanco y negro que realza toda la escala de grises que contienen. Solo los personajes y las salpicaduras de sangre son fotografiados en colores. Esa concepción monocromática se inspira en el arte chino con tinta, algo sobre lo cual Yimou comentó: “Siempre he querido experimentar con este estilo único de tinta y efecto de lavado”.

A esa atmósfera oscura que predomina en el filme contribuyen también las penumbras y claroscuros, así como el hecho de que la acción tiene lugar en interiores poco vistosos, en calles sin color y en exteriores donde constantemente llueve. En opinión de Yimou, las escenas con lluvia “tienen una textura muy fluida, que crea un ambiente único”. A esos aciertos hay que sumar la sugestiva banda sonora, en la que dominan las cítaras y flautas.

En La casa de las dagas voladoras hay escenas de acción, como la del bosque de bambú, que admiran por su plasticidad coreográfica. En Sombra, Yimou logra secuencias similares que están entre las mejores rodadas por él. Están filmadas en cámara lenta y además de muy hermosas, se destacan por su originalidad. En lugar de espadas, los soldados que luchan por recuperar su tierra natal usan unas sombrillas que resultan ser armas letales. Están repletas de cuchillas, que salen lanzadas mediante una técnica de “movimiento femenino” de los guerreros.

El año pasado, Yimou recibió en el Festival de Venecia el premio Glory to the Filmmaker. Es uno de los más altos honores que allí se concede, pues se entrega a figuras que han dejado huella honda en el séptimo arte. Antes lo recibieron Agnès Varda, Al Pacino, Spike Lee, Brian De Palma, Takeshi Kitano y Stephen Frears. Un día después de la ceremonia, se proyectó fuera de concurso Sombra, que demuestra que sigue manteniendo su calidad narrativa y su espectacular capacidad para crear maravillosas imágenes.