“Mariel”, de José Prats Sariol
Esta novela viaja con constancia a los últimos años de la República y se adentra en un poco más de las tres primeras décadas del castrismo
El escritor cubano José Prats Sariol (La Habana, 1946, y actualmente residente en Miami) ha dado a la luz la versión definitiva de su novela Mariel (Editorial Verbum, 378 páginas), cuya primera versión data de 1997.
La novela viaja con constancia a los últimos años de la República y se adentra en un poco más de las tres primeras décadas del castrismo. Resulta ambiciosa, abarcadora, crítica; un fresco detallado de varios de los períodos que aborda, una recuperación, por buenos tramos al dedillo, de la memoria patria que no debe perderse.
Amores perdidos, reencontrados y vueltos a perder; en el caso de la época castrista, la ideologización haciendo las veces de puente roto en ocasiones entre amantes o amantes en potencia.
El autor debió sostener mano firme y certera para balancear eso que resulta muy difícil en una obra de largo aliento: deslizar la información dentro del arte literario; es decir, que lo primero no se note o, si se nota, que quede positivamente inmerso en la ficción, sin costuras a la vista.
Mariel, en la cual hallamos suficiente humor —sobre todo a partir del lenguaje; del retruécano a veces, o de la propuesta burlona, en muchas ocasiones satíricas—es una de esas obras que aportará, con valer suficiente, lo que la historiografía comunista oculta o manipula. O sea, una de esas novelas a las que habrá de acudir el historiador, el investigador del futuro, cuando ande en busca de la verdad (sí, la verdad, aunque parezca paradójico) de lo ocurrido durante la etapa castrista, luego de aburrirse de visitar hemerotecas y archivos oficiales con montañas de prensa plana donde consta que “aquella gente” vivió en el paraíso terrenal.
En una y otra página de Mariel, oblicua o directamente, se hace referencia a la obra como una rapsodia; es decir, que su diseño fundamental está sustentado en algo parecido a este modo musical.
Y algo de suite, además, sumo yo al terminar su lectura.
Así es. La fragmentación es uno de los recursos utilizados por José Prats Sariol (JPS) en esta obra, pero la fragmentación a seguidas, sin apartes; continuando una ilación, que hermanada con no pocas digresiones, en casi todos los casos da en el blanco. Todo esto, al menos para el que suscribe, obra en favor de una intensidad respetable.
Mariel está conformada por cuatro capítulos y una coda. Y, aparte de los demás personajes, por cuatro protagonistas (sí, eso de que debe existir un solo protagonista, será en los Western) que se llaman José.
El Capítulo I, “Dos hermanos” (66 páginas), se desarrolla en la ciudad-puerto del Mariel, adonde va a pasar unos días el José llamado Pepe, abogado por más señas, y ahí se halla con un anfitrión voluntario —deseoso de serlo por demás— José Bautista Prados, llamado Joselín. “Pepe y Joselín conversan en barra por la bahía del Mariel. Buen título para un poema”, dice el José anfitrión en algún momento. Por cierto, el único que habla —”Lograr un interlocutor es casi una quimera” — y esa es la gracia fundamental de este capítulo, él, Joselín, —quien trabaja como tarjador en el puerto—es la única voz de este capítulo, dialogando, ¿monologando?, con el José habanero.
Entre las localizaciones principales están el bar Dos Hermanos (“antes”, el Two Brothers), donde trabaja el cantinero, o el “barman” estrella: Alcatraz, que casi siempre tiene los mismos clientes, los mismos lugareños, y con una seña de estos ya sabe qué debe servirles.
El hotel Miramar, con su restaurante que “anda un poco desvencijado” es otro de los escenarios aludidos en este capítulo.
Cito lo anterior porque durante estas páginas nos llega un espíritu de pueblo antiguo, como petrificado, que no ha avanzado ni en sus límites geográficos ni en su idiosincrasia. Así tenemos que “Mariel es impune, con un poco de maña se puede vivir impunemente, ser dueño de pequeñas libertades”, asegura el a veces medio puntilloso Joselín.
“El pueblo tiene dos o tres atracciones más, pero son nocturnas”. “La mejor”, la emblemática, es el Dos Hermanos, que aún, según Joselín, podría ser Patrimonio de la Humanidad, atendiendo a varias de sus historias y cualidades especiales.
En los recorridos que le brinda el anfitrión al visitante, conoceremos a las mariniputas, que se dedican a hacer su trabajo, como su nombre lo indica, con los marinos que bajan a tierra; dos buenos ejemplos son Marilú y Maribel, quienes, como sus colegas, a “veces sacan un extra del barco: bloomers, jamón, chocolate, ginebra o whisky”.
Este submundo del Mariel de finales de la década de 1980 está muy bien trabajado, sobre todo cuando Joselín alude a determinados contrastes entre el “antes” y el “hoy”.
Quico, un tipo medio fenómeno, adivinador, “el brujo de la tribu”, es otro de los personajes interesantes de este capítulo —aunque no aparezca con constancia— sobre todo por sus desplantes como chamán. Así como, según mi parecer, el Chino, José Chuang Yemayé, periodista, o Manolín, “Loca de concurso, ni las balletómanas ni las zarzueleras de La Habana podrían ganarle a nuestro Manolín”, queda sentenciado por Joselín, el narrador solitario.
Mención aparte merece Dore, la dama-musa de Joselín. Ya verá el lector cómo se desarrolla este ataque y contrataque de él para ella, y las picardías que nos juega la vida en ciertos lances amorosos.
Como en los demás capítulos, en este el autor aborda el asunto de la corrupción, en ocasiones como algo inherente al ser humano, testificando, diríamos, con sentencias poderosas.
Asimismo, en este primer capítulo, como en los otros, observamos que JPS, cuando la narración parece iniciar un cancaneo, apela por la evocación de una anécdota fuerte. Digo evocación porque esta no es novela de tramas sujetas al argumento. Es un todo que parece viajar hacia sus partes, no lo contrario.
El Capítulo II, “Ceremonia del té” (92 páginas), narrado básicamente en tercera persona, tiene como protagonista a José Chuang Yemáyez, el Chino—hijo de chino inmigrante y mulata—, personaje que ya aparece en el capítulo anterior, pero que ahora se toma lo fundamental de la narración. Aquí aparecen algunos de los pasajes más altos de Mariel.
Rosa, la pareja de Chuang, tierna, límpida mujer, y quien ansía casarse por la Iglesia, también deviene un personaje importante.
Chuang es un revolucionario, pensemos que porque así se lo indica su estirpe; la pobreza en que vivió durante la República, etapa en la cual, por ejemplo, su mamá trabajó de criada en una casa de personas pudientes.
De modo que “¿Cómo no defender esto?” (la revolución socialista), se dice Chuang en los principios de la década de 1960.
En este capítulo se expone un trayecto por ciertos aspectos del castrismo que serían de mucho interés para un lector no enterado. Como pueden ser las “microbrigadas” (donde los propios trabajadores, se supone, construyen sus viviendas), la Campaña de Alfabetización de 1961 o el “trabajo productivo” en los campos, etcétera. Asimismo, constatará el lector la altanería, a veces la impiedad —resulta que ellos están ocupando esos cargos por un mandato de la historia, diríamos— de los dirigentes comunistas; en este caso representados por Fernando Ravano, jefe de información de un periódico oficialista (como todos los que se publican en Cuba), con el cual José, periodista del área cultural, tendrá ciertas divergencias que lo llevarán a un desenlace, además de no muy halagüeño, “raro”, diría yo.
Hasta ahora, yo no había leído alguna novela cubana que tratase el hecho de la censura desde adentro, desde la redacción de un diario. En este capítulo nos enteramos de los intríngulis punto por punto, con pelos y señales, y gozamos, nos tensamos o disgustamos al asistir a las reuniones de esos consejos de dirección donde se decide lo que va a leer el “pueblo”, quien nunca debe sentirse desanimado al saber de las “derrotas” o los retrocesos del socialismo.
Corre el tiempo y José Chuang —divorciado, padre de dos niñas—empieza a interrogarse, a buscar porqués que lo llevarán a un estado casi obsesivo; y que comparte con algunos de sus compañeros y amigos del periódico con otros.
Así, buscando respuestas, amparo tal vez, visita a su amigo poeta Mateo O´Connor. Pero lo que recibe de parte de este amigo, “alicorado” casi siempre, escéptico, es una disertación de eso: de ya no hay nada que hacer, de que debemos tirarlo todo a relajo. O´Connor, a quien ya casi todo le da lo mismo, recibe a Chuang en la azotea y mientras se bebe una botella de ron, a diálogo limpio con José Chuang, nos hace llegar, excelente humor mediante, una alta dosis de desparpajo que viene a ser de lo mejor de este capítulo.
Junto con el anterior, otro fragmento descollante resulta ese en que Chuang decide dirigirse al cura de la Parroquia, dialogar con él, luego de asistir a la homilía que, a petición de Rosa, había decidido escuchar. Carlos Manuel, se llama el Padre.
Tal vez la influencia del párroco Carlos Manuel, el recuerdo de su conversación, haya sido, al menos en parte, la decisión que, en cuanto a su vida personal, toma Chuang finalmente; cuando “sonrió con rabia y con tristeza”.
El Capítulo III, “Cualquiera” (104 páginas), está muy bien situado, en medio de la novela, no solo porque alcanza los momentos clímax en cuanto creación, sino además, porque “cualquiera”, en la situación social y política que se cuenta en este capítulo, podría decidir sentarse, en la noche, en el Malecón habanero, acompañado por una botella de ron, a repasar una vida que, no obstante las promesas “para el bien de todos” de la revolución castrista en sus inicios, cuenta con más derrotas que victorias en el orden personal.
Una suerte de monólogo, donde en mi criterio JPS consigue el punto más alto de la novela en cuanto a lenguaje poético —véanse sobre todo los símiles, las analogías—y en lo que corresponde a intensidad en general. Desgarrador cuando el José cualquiera ejerce una memoria privilegiada que nos lleva a los años que precedieron al funesto 1 de enero de 1959.
Con sabia mano, el autor, como decía a modo de suma al inicio de estas líneas, cuela información y acción dramática de modo realmente extraordinario.
Es en este capítulo, además, en el que más se expone, con todas sus mañas, el oportunismo ambiente y donde la crónica de la ciudad de La Habana se da a conocer con más amplitud.
El cualquiera, el decepcionado, que si bien es una víctima asimismo resulta un cínico, o justamente un aprendiz de oportunista, continúa bebiendo el ron y recordando. Nos lleva desde la hipocresía, las falsas maneras de cierta clase social anterior a 1959, hasta las tres primeras décadas de la revolución comunista.
La principal fuente de frustración para este José cualquiera, Licenciado en Historia, se halla en que no logró ser elegido militante del Partido Comunista de Cuba —”Casi tuve el carnet en el bolsillo, varita mágica, estelar...”—. No pudo, por mucho que fingiera, resistiera insensateces e injusticias delante de sí, se inclinara o aplaudiera ante una autoridad.
El “proceso” para ser elegido militante del Partido Comunista de Cuba, pienso que sea otro de los acicates extra de Mariel para un lector ajeno a la tragedia cubana. En este sentido, llamo al lector a fijarse en Julio Pérez, el secretario (jefe) del Partido en el centro de trabajo, o en el viceministro Nicolás.
De los variados personajes que se encuentran en este capítulo, prefiero a la candorosa, políticamente hablando, Margarita (“No sirves, tú no sirves”, le expresa con constancia a José); y la candente Ileana, de todos los personajes femeninos, el que más realce adquiere en mi opinión.
¿Tendrá salida este José cualquiera?
Ya más allá del Malecón en sí, zigzagueando entre los arrecifes, se dice, entre otros desvaríos: “La noche puede ser fascinante, ocultar mejor. Escurriré la botella. Todo lo cercano se aleja”.
El Capítulo IV, “Habanera” (27 páginas), no es más que la contracara del primero. Es decir, ahora se trata de la comunicación, desde la Habana, de Pepín, al asilado en Mariel, Joselín.
De modo que es la primera vez que escuchamos al habanero Pepín, “hablar”, o al menos manifestarse por medio de la escritura.
Creo que aquí, con toda intención, JPS utilizó el tono exacto del primer capítulo. Así sabemos que Pepín es amante de las artes plásticas, que resultó el mejor expediente en la carrera de Derecho Penal, que es divorciado —la ex lo cambió por Miami—, tiene un hijo, y lo más importante: es de aquellos hombres que aún con el desastre castrista salpicando, sigue fiel a la doctrina porque, como otros, piensa “que desde adentro se puede lograr algo” (un cambio). Es militante del Partido.
En este capítulo —en el cual, en mi opinión, a JPS, ensayista al fin y al cabo, se le va un poco la mano en este aspecto, sobre todo en lo que se refiere a la pintura— hallamos a un personaje fenomenal, intrépido, imbatible diríamos: Cintio.
Amigo de Pepín, es él quien lo incita para que vaya por primera vez al burdel. De esta manera el autor nos introduce por los más sonados prostíbulos habaneros de antes de 1959, incluido el barrio Pajarito.
Pepín es “primerizo” y ocurre, para más desgracia, que dos prostitutas les piden a ambos hacerlo par contra par en la misma cama. En fin, la actuación de Pepín en este trance es un verdadero show que merecería comentario aparte.
Hay lectores que se enamoran de personajes muy secundarios de ciertas novelas; esos a los que el autor les da solo varios toques y que más bien evoca aquí y allá. Así me ocurrió a mí, lector, con la sin duda tierna, diáfana Livia.
Capítulo V, “Coda” (73 páginas). Vuelta al Mariel por parte del autor de la novela del mismo nombre, que ya se ha publicado. De nuevo el Alcatraz, el Dos Hermanos. Ha muerto Quico, el chamán, “el Freud costeño”.
Todo se trata de una entrevista al autor “¿Usted se ha tomado la molestia de venir desde La Habana nada más que a entrevistarme”.
Entonces nos enteramos de que los cuatro Pepes han tenido una participación mucho más activa de lo que creíamos en la realización de la novela.
Ya estamos un poco más que a mediados de la década de 1990, de manera que la inopia ha surgido con fuerza, así como ciertas mañas para sobrevivir se han acentuado. Surge el contrapunteo entre el presente comunista y el modo de vida de Miami.
La posible inutilidad de la literatura, el libro en una y otra de estas geografías. Los pros, los contras contra ciertos autores. La existencia, en Miami, de Televisión de paga, ropas y modas de variados tipos, etcétera.
Este capítulo, que no en su totalidad intenta ser la novela de la novela, o la explicación del porqué rotundo de la enjundia de la obra, mantiene sin embargo un debate que nos hace meditar sobre determinados asuntos de la cultura, la política, la existencia humana; todo esto sin ir a dar a la información en crudo, a la falta de amenidad; sino más bien, como colofón, una exposición de lo tratado y no en Mariel; un buen final, sobre todo por lo ingenioso.
Quisiera terminar esta nota con esta sentencia que aparece en el texto (Pág. 197): “Los prejuicios pequeño-burgueses. ¿Y dónde están los prejuicios proletarios?”
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