Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Literatura, Mujeres

Mujeres tienen que ser

Dos autoras, una francesa y otra rusa, relatan en sus respectivos libros historias que reflejan temas como la cultura de la violación y el poder de decisión sobre su cuerpo de la mujer

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Una novia que parte a la aventura para salvar el mundo

La escritora y curadora francesa Nathalie Léger (París, 1960) confiesa que se encontraba absorta en unas cavilaciones, cuando escuchó hablar de una artista italiana que, a todas luces, había hecho algo absurdo. En marzo de 2008, Pippa Bacca (1974-2008) inició una performance tan bienintencionada como atrevida: viajar en autostop de Milán a Jerusalén. Su gesto era una suerte de peregrinación antibelicista para reivindicar la paz mundial. Su periplo tenía además un carácter profundamente simbólico, pues lo realizaría con un particular atuendo: un vestido de novia blanco. Un presentador de televisión, anota Léger, “señaló que aquella joven artista había cometido el error de confundir el arte y la vida”.

Pippa Bacca (su verdadero nombre era Giuseppina Pasqualino) puede definirse como una artivista, una artista que cree en el papel político y social del arte. Y con el propósito de sensibilizar y concienciar sobre determinadas causas, realiza acciones puntuales que dan a esas causas visibilidad externa, pero que también conllevan riesgos. El plan de Pippa era recorrer a dedo Eslovenia, Croacia, Bosnia, Serbia, Bulgaria, Turquía, Líbano, Egipto, Jordania para finalizar en Israel. Y cito a Léger, quien en su libro El vestido blanco (Editorial Sexto Piso, Madrid, 2023, 108 páginas, traducción de Vanesa García Cazorla) cuenta:

“En una de las etapas de su viaje, un periodista local le había preguntado: ¿Para qué hacer dedo? Ella había respondido: Es una forma de confiar en el prójimo. Para demostrar que, cuando confiamos, solo nos pueden hacer el bien. El periodista no le preguntó cuál podía ser la relación entre el arte, la confianza y el bien, ni si le correspondía al arte demostrar nada. Como todo el mundo, pensó que la idea de Pippa Bacca era hermosa, y un poco demencial. La idea de Pippa Bacca también era no negarse nunca a subir a un auto. No era una idea nada más, era el principio inexorable de su proyecto, el principio inexorable de su existencia, recibir, confiar”.

Parte del recorrido lo hizo con una amiga. Los medios de comunicación dieron noticia de su peregrinaje, dado su carácter insólito. Cuando llegaban a los diferentes sitios, las entrevistaban, las festejaban, le ofrecían ayuda, aunque también hubo quienes se mofaron de ellas por su idealismo. Pippa viajaba con una mochila en la cual llevaba lo necesario. Uno de los pocos elementos que cargó era una pequeña olla de cobre. La usaba para lavar los pies de las parteras y patronas que fue encontrando, un gesto casi religioso con el cual les expresaba agradecimiento por contribuir a dar vida. Después es secaba los pies con la falda de su vestido.

Con aquel viaje, Pippa quiso reparar algo desmesurado y no lo consiguió. El 31 de marzo fue violada y asesinada en Turquía. Su cuerpo apareció en unos matorrales a las afueras de Estambul. Tenía treinta y tres años. El asesino fue un hombre padre de dos hijos y desocupado. Fue descubierto por la policía porque se quedó con su cámara de video con la cual Pippa documentaba su performance. Antes de ser atrapado, filmó, paradójicamente, la boda de una sobrina, solo unas horas después de haber cometido el asesinato. Nunca admitió su crimen, y trató de justificarlo diciendo que ese día consumió en exceso alcohol y drogas. Su abogado intentó argumentar que él había tenido sexo consentido con Pippa. Le dieron cadena perpetua.

Acerca del asesino de Pippa, Léger escribe en su libro: “La violó, la mató, escondió su cuerpo, lo enterró a medias entre los arbustos bajos y los robles polvorientos, después volvió a su casa, a su mujer y a sus hijos, volvió a sus pensamientos como si nada, siguió con su pequeña existencia, aboliendo simplemente, sí, simplemente el recuerdo de la chica que acababa de asesinar. Podría suponerse por un momento que el olvido se inventó para los asesinos; podría suponerse que para escapar a las interpolaciones sofocantes, a las ráfagas sangrientas de la memoria, la conciencia se hunde en el hormigón de la amnesia como en una tumba. Dios tiene prohibida la entrada”.

Aquel asesinato fue noticia en los diarios de todo el mundo. Sin embargo, Léger descubrió la historia de Pippa una década después, cuando le tocó ser jurado en una escuela de arte. Acerca de la razón que la animó a escribir El vestido blanco, declaró en una entrevista: “Al descubrir la existencia de esta joven artista Pippa Bacca supe, rápidamente, que quería seguirla por los caminos, entender lo que había querido hacer, entender esta necesidad de absoluto, esta necesidad casi absurda de salvar al mundo. Quise, frente a este crimen, acercarme a su soledad y a su obstinación”. Lo que le interesó no eran, pues, “sus intenciones, ni la grandeza de su proyecto, ni su candor, ni su gracia, ni su estupidez, sino el hecho de haber querido reparar algo desproporcionado con su viaje y no haberlo logrado”.

Léger inicia entonces una investigación que la lleve no a hallar respuestas elementales ni conclusiones tranquilizadores, sino a lo que había de verdad en lo que Pippa quiso llevar a cabo. Al comentarle su proyecto, la madre no comprende por qué iba a escribir de nuevo sobre una desconocida (alude a un libro anterior de Léger, Sobre Bárbara Loden, de 2012), en lugar de hacerlo sobre ella, concretamente sobre un suceso del pasado que dividió su vida en dos. Y le reprocha: “¿para qué escribes si no es para hacer justicia?”. Y luego le expresa algo que proporcionó a la escritora la clave de su libro:

“Lo pensé bien y nuestros dos temas son iguales, son el mismo tema, así que podrías ayudarme, apoyarme, acompañarme en mi proyecto sin dejar de lado el tuyo, porque la violencia, me dijo, es una sola, pequeña o grande, sea cual sea la forma que adopte, da lo mismo luchar para denunciarla por esto o por aquello, podrías actuar por mí, podrías defenderme y hasta vengarme”.

En 1974, la madre tuvo que pasar por una separación traumática. Entonces en Francia no existía el divorcio de mutuo acuerdo y en el juicio tenía que determinarse quién era el responsable del fracaso del matrimonio. El padre de la escritora era un hombre violento, mujeriego e infiel, y no tuvo reparos en inculpar a la esposa como si ella fuese la causante de sus infidelidades. En los documentos que esta muestra a su hija, consta que los representantes de la justicia emplearon testimonios falsos para trastocar los papeles y acusar a la solicitante del divorcio de ser mala madre, egoísta, poco atenta y servicial, así como de “incumplimiento reiterado de sus deberes como esposa”.

Asimismo, la consideraron incapacitada para criar a sus hijos, a pesar de lo cual le dejaron la custodia. Eso lleva a la escritora a comentar: “Son palabras que dan ganas de romper todo”. En su libro cuenta, asimismo, que “tras el último testimonio, ella pidió la palabra, pues quería defenderse, pero su abogado le dijo que no era el momento oportuno. En cualquier caso, ¿qué podría haber dicho? Todo le estaba prohibido: las palabras, los golpes, la justicia. lo único que podía hacer era llorar”.

En el relato de Léger el vestido de novia de Pippa se duplica cuando aparece otro: el que su madre conservaba en una enorme bolsa de papel. Lo saca y lo coloca metódicamente sobre un sillón. En su lista de deseos había incluido que quiere que la entierren con él. De ese pasaje particularmente hermoso quiero copiar este fragmento:

“Ahora está de pie, muy derecha, bajo el efecto de su última voluntad. «Sé que he tardado en decidirme, pero me vas a ayudar» (…) De pronto se levanta y, con un gesto delicado, se desnuda. Huelga decir que una madre, y mucho menos un padre, no debe desnudarse en el salón delante de su hija. Es mejor que las madres escondan sus cuerpos, ya que, de lo contrario, provocarán repugnancia, y los padres, lo mismo, ya que, de lo contrario, provocarán miedo. Nunca había visto a mi madre tan desnuda: esa delgadez, esa torpeza, esas bragas blancas que sus flacas piernas no consiguen rellenar, ese vientre retorcido envuelto en los pliegues de su piel. Aunque nada de esto se le escapa, consigue enfundarse el vestido con una espléndida economía de movimientos”.

Léger confiesa que su libro no es solo sobre Pippa Bacca. Fue su historia, afirma, la que le permitió finalizar el ciclo sobre su madre. Cuenta que cuando le leyó a esta su texto, “muy simplemente, como aliviada, mi madre me dijo: «Me salvaste». Y dos meses después, murió”. En solo un centenar de páginas, Léger logra hablar sobre temas que conciernen a las mujeres, aunque el suyo es lo opuesto a un libro de denuncia. Ha escrito una especie de historia universal de las mujeres, que secularmente han estado sometidas bajo la violencia machista y la cultura de la violación. El sistema que engendra esos males es el mismo que convierte un vestido blanco en “gran emblema y siniestro chiste: la alienación disimulada bajo la belleza y la fantasía de lo inmaculado”.

En El vestido blanco, Léger logra vincular las historias de dos mujeres que a primera vista nada tienen en común. El intercalado de esos relatos está hecho con gran elegancia y virtuosismo, a la manera de un bordado de dos hebras que se refuerzan recíprocamente. Es además un texto que posee una escritura hipnótica. Libro breve, pero intenso y contundente en contenido, se ubica en el empalme en el que confluyen el ensayo personal, la narración y la autobiografía familiar. Viene a confirmar a Nathalie Léger como una de las creadoras más talentosas e interesantes de las letras contemporáneas.

Descenso a las simas más profundas del dolor

A Anna Starobinets (Moscú, 1978) suele presentársela como “la Stephen King rusa”, aunque ella ha confesado que el autor de Carrie no figuraba entre sus lecturas. Ese reclamo comercial se debe más bien al tipo de narrativa que ella escribe. Con veintisiete años debutó con Una edad difícil (2005), una colección de cuentos que se mueven entre el horror y la fantasía. A aquel título siguieron Refugio 3/9 (2006), El Vivo (2011), ganador del Utopian European Prize, La glándula de Ícaro (2013), el relato para niños Catlantis (2015), que el diario británico The Observer seleccionó Libro del Año, y la saga Beastly Crime Chronicles (2015, 2016). La mayor parte de esos títulos han sido traducido a varios idiomas.

Pero como la propia escritora ha comentado, “una cosa es inventar historias de miedo y otra muy distinta es convertirse en la protagonista de un cuento de terror”. Lo expresa en el Prefacio de Tienes que mirar (Editorial Impedimenta, Madrid, 2021, 184 páginas, traducción de Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado). Se trata de un libro autobiográfico en el cual narra una situación vivida por ella, una asfixiante historia kafkiana en la que todo es real.

En noviembre del año 2012, cuando era madre de una niña pequeña, acudió a la consulta médica para someterse a una ecografía rutinaria. Ahí el radiólogo le informó que los riñones de su bebé eran cinco veces más grandes de lo normal y ocupaban la mayor parte de la cavidad abdominal. Consultó entonces a varios especialistas y de acuerdo a ellos el diagnóstico era sólido: su bebé tiene una malformación congénita incompatible con la vida. No va a vivir, y si logra superar el parto puede que viva unos días, unas horas.

A partir de entonces, Starobinets inicia un peregrinaje por las instituciones sanitarias de su país. Eso hará que se tenga que enfrentar sola a un sistema deshumanizado, que condena a las mujeres al silencio, la soledad y el dolor. Conviene apuntar que en Rusia aún se mantiene la norma de que la mujer no tiene poder de decisión sobre su cuerpo. Asimismo, es una sociedad habituada a esconder y escamotear ciertos temas. Uno de ellos es del aborto, que en Rusia se considera “feo y pecaminoso”.

Por otro lado, a las mujeres que deciden optar por la pérdida del bebé se les dice que “el verdadero dolor es silencioso”. Como expresó Starobinets en una entrevista, “en Rusia hay una idea muy espartana, afianzada desde los tiempos soviéticos, que marca que debes callar ante el dolor, porque solo así, siendo fuerte, sobrevives. Si lloras, si muestras tus sentimientos, significa que no te respetas, que eres débil. Así puede que tengan compasión hacia ti, quizá te ayuden, pero nunca te respetarán”. Y agrega: “Es como en todos los países: un intento de gobernar sobre el cuerpo de la mujer. En algunos países tratan de arrancarle el derecho a decidir obligándola a seguir con el embarazo. En Rusia, la presión es para que lo interrumpa si el hijo que espera tiene problemas”.

El doctor Demidov, considerado una eminencia, accedió a verla. La recibió al cabo de una hora y le dijo que se desvistiera de la cintura para abajo. En la consulta estaba acompañado por quince estudiantes de Medicina y médicos jóvenes. No le había pedido su consentimiento a la escritora, quien hace notar: “No se dirige a mí sino a los estudiantes. En mí ya no repara. Ya no existo”. Entiende que es algo que se hace con fines puramente educativos. Y con una nota de humor que aparece en ciertos momentos del libro, comenta:

“Entiendo que, con fines puramente educativo, enseñar un «cuadro típico» a los estudiantes y a los médicos principiantes es importante (…) Y comprendo que lo más adecuado es ensenar la patología con un ejemplo vivo. Con mi ejemplo. Pero pasa una cosa curiosa. Si ahora estoy sirviendo honradamente a la ciencia en general y al Centro de Obstetricia, Ginecología y Perinatología V. I. Kulákov en particular, ¿por qué la eminencia científica no me ha preguntado sencillamente si tengo inconveniente en que me observen un montón de desconocidos? Por cierto, casi con toda probabilidad lo hubiera permitido. Por las mismas razones por las que escribo este libro: para que lo que está ocurriendo tenga un mínimo sentido práctico”.

Ese doctor no es el único que no le muestra el menor gesto de empatía. Incluso cuando le comenta indignada lo sucedido a un amigo pediatra, este se queda sinceramente sorprendido: se trata de una práctica normal, pues los estudiantes necesitan aprender. En casos como el que vivía Starobinets, la expresión formal de compasión (“Lo siento mucho, pero los niños así no sobreviven”) es una norma internacional. No en Rusia, donde en las instituciones sanitarias de Rusia la ausencia de normas obligatorias de ese tipo supone un problema del sistema, algo que es herencia de la etapa soviética. Eso lleva a la escritora a asegurar que “pasarán unos cuantos días más y me daré cuenta de que en nuestro país esta clase de estándares no existe en absoluto. A veces te cruzas con personas que consideran necesario decir «lo siento» o «qué pena». Pero son la excepción. No existen rituales ampliamente aceptados para expresar la compasión”.

Ella y su esposa no querían interrumpir el embarazo. Pero finalmente aceptaron que era lo más aconsejable. Surgió entonces el problema de que, de acuerdo a la legislación rusa, ninguna clínica, excepto las especializadas, están autorizadas a practicar abortos tardíos por motivos médicos, cobren o no por ello. A través de amigos y conocidos residentes en el extranjero, Starobinets contactó con varios centros sanitarios. La opción más realista fue el hospital Charité de Berlín. Pero el aborto allí no resultaba barato, y lo que la pareja tenía ahorrado no cubría ni una cuarta parte de la suma necesaria. Acudieron a familiares y amistades y con lo que lograron recaudar completaron el dinero.

En Alemania, la experiencia fue desde el primer día totalmente diferente. Lo primero que ella y su esposo le escucharon decir al doctor que los recibió fue: “Lamento mucho que estén en nuestro hospital por tan triste motivo”. Además, se refirió al bebé y no al feto. Starobinets se asombró de que tampoco necesitaban permisos adicionales, formularios de reconocimiento ni comisiones médicas que autorizasen la interrupción: el diagnóstico del doctor es, por sí solo, razón suficiente. Además, de acuerdo a la ley la mujer tiene tres días para pensar si quiere interrumpir el embarazo o llevarlo a término. En esos tres días, también debe ir a un psicólogo, preferiblemente acompañada de su pareja. Más aún: si el doctor ignora hacerle esta recomendación o si la mujer se niega por no haber insistido él debidamente, puede perder su empleo.

En el Charité la escritora recibió lo que nunca conoció en Rusia: un trato humano, amable, comprensible, educado. Una frase que le dijo un doctor le reveló la diferencia entre aquel hospital y los conocidos por ella en su país. Cuando en pleno aborto, ella rechazó la inyección epidural, le argumentó: “No hay ninguna razón para sentir dolor”. En Rusia, por el contrario, afirma Starobinets, “si ha ido al hospital a matar a un niño nonato, su obligación es sufrir. Tanto física como moralmente. Juntar las camas, sentarse en una cafetería, las consultas con psicólogos, las novelas policíacas en inglés, cualquier forma de aliviar el alma dolida, aunque sea un momento: todo esto es obra del demonio, como la anestesia epidural. Así piensan las enfermeras de Rusia. Así piensan los médicos. Así piensan los funcionarios. Así piensan las mujeres en las redes sociales. Y, algo todavía más interesante: así pienso yo misma… Es decir, no es que lo piense, sino que lo siento así”.

Como anticipa el título del libro, Starobinets obliga al lector a mirar, a comprender lo que a ella, como a muchas compatriotas suyas, le tocó sufrir. Al respecto ha declarado que es una frase que se repetía muchas veces y que también posee cierto carácter simbólico: “Míralo, no finjas que no ha pasado nada, no finjas que no hay nada ni nadie de quien hablar, y mira el problema. Si no lo admites, las cosas irán aún peor”.

Starobinets ha admitido que era una historia tan real, que tuvo dudas sobre la conveniencia o no de escribir sobre ella. Una de sus preocupaciones era que, debido a la naturaleza personal y “oscura” del libro, nadie lo iba a leer. Pero se dijo que lo único que sabe hacer es escribir, y que quizá su deber social era escribir lo que le había pasado. Eso también le daría algún sentido a la muerte de su hijo.

El suyo es además un libro que no solo trata de su pérdida personal: “Habla de lo inhumano que es en mi país el sistema al que se ve arrojada una mujer obligada a interrumpir su embarazo por razones médicas. Este libro habla de la humanidad y de la falta de humanidad en general”. Es cierto que no podía recuperar el hijo perdido, y “aquellos que han perdido su apariencia humana no pueden convertirse de nuevo en personas. Pero el sistema se puede corregir y esa es mi esperanza. Por eso indico los nombres reales de personas e instituciones. Por eso escribo la verdad”.

De su decisión de hablar sobre su abrumadora y traumática experiencia resultó Tienes que mirar, un libro doloroso, valiente, conmovedor. Un testimonio intenso, inspirador y profundamente humano, que a la vez constituye un demoledor retrato de la sociedad rusa. Starobinets adopta una escritura clara, concisa, contenida, sin tremendismo ni melodrama, pero con la nota justa de emotividad para expresar su hondo dolor. Y cuando uno termina de leer su libro, resulta difícil no sentir admiración y respeto por ella.