Actualizado: 28/03/2024 20:07
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CON OJOS DE LECTOR

Ni fresa ni chocolate: helados de pasión

En uno de los cuentos de su primer libro, Roger Salas reescribe y narra desde otra perspectiva la historia que se cuenta en la famosa película de Tomás Gutiérrez Alea.

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Una relación que no podía funcionar

En ese escenario, propio de una Habana barroca y decadente, rutilante de esplendor y deterioro, tiene lugar una complicada danza de deseo y seducción, de la cual ambos son partícipes. El narrador confiesa que desde el primer momento, todo su interés en Abel giró en torno al sexo. Lo espiaba cuando se duchaba, y al hacerlo él salía en pelotas de la ducha. Al escuchar música, escogía determinadas piezas con la confianza de que un día el efecto de ciertos fragmentos hiciera que el joven se abalanzase sobre su cuerpo y se lo tragara a mordiscos. Rogaba que el calor superara los 35 grados para que su huésped se quitara la camisa. Llegaron incluso a dormir juntos, aunque no desnudos. Abel era consciente de ese juego erótico y se dedicaba a prolongarlo, "con ese machismo fácil de quien se sabe seguro y convencido de lo que hace, es decir, el mal de todos los patriotas".

Pero ésa es una relación que no podía existir ni funcionar. El narrador pronto se da cuenta de que Abel lo espiaba; de que la grabadora con la cual se apareció un día con el pretexto de conservar su voz ("yo creo que haces literatura, y de la buena, cuando hablas") era en realidad un ardid para obtener una prueba oral de sus chistes, improperios y críticas ácidas a la revolución. No le disgusta la idea de que en un oscuro despacho del G-2 hubiera un banco de voces con la suya, considerada un valor de Estado, un documento, un testigo, y hasta le parece horrible y maravilloso a la vez. Sin embargo, le duele admitir aquella corrompida situación. En esa extraña pareja que él y Abel forman (El Bello y el Feo, El Bueno y el Malo, El Hombre y la Loca, El Agente y el Gusano), Abel resulta, a la larga, ser el más cainita de los dos.

Todo lloroso, Abel le confiesa que le han pedido que lo vigile. El narrador sabe cómo opera un estado policial y totalitario y se muestra comprensivo: "Y lo harás; eres uno de ellos, Abel, pero, espero, por tu bien, que un día te olviden… y te dejen vivir". Mas en cualquier caso, una relación entre ellos, le expresa, sería imposible por otra poderosa razón: "La gran verdad es que tú y yo somos iguales. Nos gusta lo mismo. Ahora, hoy, aquí, hay una estúpida diferencia: yo soy fea y tú no. Pero el tiempo nos igualará (…) ¿Te acuerdas aquella vez que en el Museo de Artes Decorativas te enseñé esas dos sillas chipendale idénticas y te dije: «Mira, la de la izquierda es falsa, ¡falsa!, y la de la derecha es una joya original, pero hoy ya son iguales». ¡Iguales! Pues eso mismo: somos dos cabronas locas chipendale… ¿Entiendes eso?". Es en este aspecto como Roger Salas arremete toda su artillería pesada contra Fresa y chocolate, que desde la primera escena (un añadido ausente en el cuento de Paz) y hasta el final de la película no deja de insistir machaconamente en la pureza heterosexualidad del joven revolucionario. Se trata de un modelo o pauta a partir del cual las otras opciones han sido condenadas como desviaciones o perversiones (de ahí que Christopher Isherwood hablara de la "dictadura heterosexual").

Eso ni impide al narrador cumplir su papel de Pigmalion. Enseña así a su "adorado espía" a descubrir La Habana, "la verdadera Habana de las claves de Roldán", el cementerio judío, las barandas romanas del patio trasero de la Casa Moret, los cestos de vidrio polícromo de la calle de la Reina, así como "la butaca exacta del teatro donde había que ver Giselle y que no es la misma para ver el Lago". También lo lleva a las azoteas de Pablo Egües en Cayo Hueso ("un músico de verdad, no de los de ahora"), al Alí Bar, a un babalao en El Cotorro. Y cuando está próximo a irse de Cuba, entre ellos se produce no una ruptura, sino un sello de unión, un pacto. Como regalo, deja a Abel su máquina Underwood, pues está convencido de que, aunque las cosas que ha escrito hasta entonces son bastante malas, o no tan malas, pero sí ingenuas, el joven iba a dedicarse a la literatura. Él, en cambio, no. Él se va de la isla para entretenerse, y escribir ya se sabe que es otra cosa. Además, es escéptico en cuanto a que exista una literatura cubana del exilio: "En el fondo de su alma, Severo escribe como si viviera en Camagüey, y Guillermo lo que oye no es rumor de la City, sino el oleaje de Gibara". Y da a Abel un último consejo: "Escribe tú y cuando te dejen, si es que te dejan, sé sincero".

El propósito de dar una réplica a la historia, de acuerdo a cómo se narra en el filme, lleva a Salas a darle un tratamiento desacralizador a algunos pasajes. Una charla entre los dos personajes, que tiene a Coppelia como escenario, termina cuando un fuerte aguacero arruina los helados que Abel y el narrador estaban tomando. Las "bolas de fresa comenzaron una lucha perdida de antemano, primero nadando entre los gruesos goterones de lluvia, y luego esforzándose por conservar la forma esférica". Mientras que la papilla de chocolate dejada por el joven en su copa "se aguó enseguida y se derramó por la mesa".

Asimismo la cena lezamiana que se describe detalladamente en el cuento de Paz y se muestra de manera más bien fugaz en la película de Gutiérrez Alea, no ocurre en el relato de Salas. En su lugar, cuando Abel se marcha tras visitar al narrador por última vez, éste escribe: "Sobre la mesa de comer oval dormitaban los olorosos mangos y se aceleraba la corrupción de la langosta, el racimo de uvas negras destilaba un zumo cuaresmal sobre el rojo mamey abierto por la mitad, esperando un banquete imaginario, una orgía de sabores barrocos que no llegaría nunca".

Sin ánimo de agotar las vetas y posibilidades de lectura de Helados de pasión, quiero referirme, finalmente, a cómo en el mismo se revierte y adopta como arma la imagen arquetípica del homosexual arraigada en el imaginario popular y que durante varias décadas incidió en el programa ideológico de la revolución cubana. En lugar de escamotear y hacer invisible su sexualidad, el narrador la hace explícita. Para ponerla de manifiesto emplea un lenguaje que rehúye los eufemismos y que además subvierte el carácter de términos como marica, loca, maricón, hoy catalogados como políticamente incorrectos por su tono insultante. Roger Salas, al igual que realizó Reinaldo Arenas en varias de sus novelas, los reivindica al hacer que el narrador los emplee para identificarse como miembro de una comunidad discriminada y marginada. Debe notarse asimismo la forma femenina mediante la cual el narrador habla de sí mismo en varias ocasiones, un rasgo que, como bien ha señalado José Quiroga, en Fresa y chocolate es tratado como una marca estilística.

Aunque en Ahora que me voy se incluyen otros textos cuyos protagonistas son homosexuales y travestis, Roger Salas ha hecho hincapié en que no se encasille el suyo como un libro gay, pues además de que aborda otras temáticas, piensa que es poco interesante catalogar la literatura como "de mariquitas, de panaderos y de budistas". En todo caso, se trata de un conjunto de estupendas narraciones que combina el placer intelectual con la amenidad. Están escritas con una prosa vigorosa, rica y expresiva, unas cualidades a las que suma el condimento del humor. Por qué no ha concitado la atención de críticos y lectores que merece, constituye un misterio insondable para quien aquí pone punto final a esta reseña.


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