Actualizado: 23/04/2024 20:43
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CON OJOS DE LECTOR

No apta para lectores tontos ni holgazanes

Lourdes Tomás Fernández de Castro se estrena como novelista con una obra idónea para los degustadores de la buena literatura.

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Otros registros y otras vertientes temáticas

Federico era un estudiante de letras en la Universidad de Buenos Aires, y cuando se conocieron en el madrileño Parque del Retiro asistía a un curso de postgrado en la Universidad Complutense, al mismo tiempo que redactaba su tesis sobre Miguel de Unamuno. El compartir una similar pasión por la literatura y el arte hace que entre ambos se establezca una buena amistad, que pronto deriva en amor. El descubrimiento por parte de él de que ella tocaba el piano introduce, sin embargo, un elemento que poco a poco empezó a afectar su relación sentimental. Los esfuerzos de ambos por tratar de resolver la situación que se crea resultan inútiles, pues Federico se halla acorralado por su propio miedo. Antes de conocerla, él era un talentoso pianista, dotado de sensibilidad, disciplina, buena escuela. Pero en una discusión con el marido de su tía, un viejo militar pedante y degenerado, éste le disparó con un arma en la mano izquierda y, a consecuencia de ello, nunca más pudo tocar. Pasó a ocuparse entonces de algunos de los negocios de su madre, una actividad para él odiosa por ser incompatible con el arte. Prefirió por eso morirse a deshumanizarse, a no poder domar en él al animal. El relato de ese dramático conflicto, que ocupa el último tercio de la novela, da pie a capítulos estupendamente narrados y en los cuales la autora mantiene la avidez del lector.

Un acierto de la novela es la concordancia que existe entre los personajes y el lenguaje a través del cual se expresan. Aunque los que poseen mayor importancia y, por lo tanto, cuentan con más participación pertenecen a un nivel cultural e intelectual elevado, hay otros de extracción popular. Un ejemplo son los familiares que van a recoger a la narradora y sus padres cuando llegan a Estados Unidos. A modo de ilustración, he aquí lo que le dice a la protagonista una de sus primas: "¿Ropita de medio pelo? De eso nada. Al cubano dale ropa de marca. Nosotros sí que somos gente fina. ¿Por qué tú crees que los americanos tienen buena opinión de nosotros y nos quieren aquí? Porque saben que no somos como esa partida de indios muertos de hambre que se cuelan por la frontera. Así que suelta ese jumper de cuadros, bota esa carterita de hule, y cambia esa cara de azoro, ¿me oíste, m'hijita?".

No obstante, diálogos como el anterior no pasan de ser pinceladas oportunas, pero muy esporádicas en El domador, que, ya lo señalé, discurre por otros registros y otras vertientes temáticas. A pesar de que desarrolla una historia capaz de mantener la atención del lector, Lourdes Tomás Fernández de Castro ha escrito una novela repleta de incitaciones intelectuales, de reflexiones filosóficas, de páginas que buscan estimular un fecundo debate. Insisto una vez más en la condición cultural de la mayoría de los personajes centrales, quienes se desenvuelven en el campo del arte y la literatura. De ahí que resulta coherente que su comportamiento y sus posibilidades léxicas concuerden con ello. A partir de esa lógica, uno acepta con naturalidad una conversación como la que se cuenta en el capítulo 3, que tiene lugar durante una de las clases del curso de novela precervantina al cual asiste la narradora. El punto a partir del cual se suscita esa discusión es la opinión de una de las estudiantes, quien cuestiona la calidad de Cien años de soledad y Tres tristes tigres.

La situación y el escenario en el cual ocurre ese capítulo dan credibilidad a la charla. Las ideas y juicios son expuestos además a través de diálogos de estructura narrativa. Es algo, lamento señalarlo, que la autora en algunas ocasiones no toma en cuenta. En varias de las conversaciones que sostienen Federico y la protagonista el discurso expositivo reemplaza al decurso argumental. Se incluyen disquisiciones sobre asuntos que, por su elevado nivel y su abstracción, reclamaban un cauce que no es el de la novela. Eso provoca que en esas páginas El domador pierda convicción como literatura de ficción, al imponerse lo ensayístico sobre lo narrativo y pasar a convertirse en la fuente que da energía y forma al texto. Esto me hace recordar lo que David Lodge anotó acerca de las novelas de ideas, las que definió humorística pero atinadamente como libros en los que "personajes de una coherencia anormal debaten cuestiones filosóficas, intercambiando ideas como pelotas de pinpón, con breves intervalos para comer, beber y coquetear".

Afortunadamente, ese desajuste no alcanza a ser tan relevante para opacar los valores estéticos de El domador, que son considerables y muy consistentes. Lourdes Tomás Fernández de Castro ha escrito una novela bien estructurada, en la cual adoptó un estilo y una temática realistas. Desechó de esa corriente literaria lo que posee de concepción rígida del alma humana y gracias a eso logró crear un abanico de caracteres con un trazado complejo y una subjetividad rica y creíble. En ese aspecto, dos hallazgos a destacar son la propia narradora y Federico, a través del cual la autora hace una radiografía abismal de la psicología de un hombre cuyo doloroso acceso de lucidez lo conduce al suicidio. Al tratar de entender su muerte, la narradora concluye que pudoroso como era respecto a sus aflicciones, "había identificado en sí mismo la causa de su mal, y, desesperado por aliviarse, había atacado la causa para librarse del mal".

El domador es además una obra que se sostiene por la solvencia y el equilibrio de su voz narrativa, un aspecto de particular importancia, puesto que se refiere a la perspectiva desde la cual es contada la historia. A destacar también el buen nivel de una prosa cuidada, pero a la vez funcional, sobria y que se ajusta a lo narrado. Una muestra puede servir tal vez para ilustrar lo que trato de decir: "Fui la última en subir al avión, que ya estaba a punto de despegar. Cuando atravesaba el pasillo en busca de mi asiento, me llamó la atención la cubierta amarilla y azul de un libro que leía un pasajero. Miré bien y alcancé a leer el título. Inevitablemente evoqué una distante mañana madrileña, la primera en mi clase de novela precervantina: sentada en la primera fila del aula, leía una muchacha de grandes ojos verdes; se llamaba Estela Cabrera, y el libro que leía aquella mañana, poco antes de que comenzara la clase, era igual al que yo acababa de ver ahora en las manos del pasajero: El mundo alucinante de Reinaldo Arenas. ¿Qué habría sido de mi inolvidable amiga? ¿Se habría casado con Antonio?".

La conjunción de todos esos aciertos hace de El domador una buena y muy recomendable novela. Por su riqueza, su intensidad y su tupido bagaje de ideas, es necesario leerla atenta y pausadamente. Eso quiere decir que no es un libro destinado al consumo masivo. Pero en definitiva, ¿es eso algo por lo cual Lourdes Tomás Fernández de Castro ni nadie tenga que preocuparse? Por supuesto que no, pues como comentó el escritor español Andrés Ibáñez, "el triunfo de la estupidez consiste en creer que la literatura debe estar al alcance de aquellas personas que no aman la literatura, ni la entienden, ni la necesitan".


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