No apta para lectores tontos ni holgazanes
Lourdes Tomás Fernández de Castro se estrena como novelista con una obra idónea para los degustadores de la buena literatura.
Hay obras literarias (se puede aplicar también a las cinematográficas, teatrales, musicales) que salen en franca desventaja, pues son escasas sus posibilidades de llegar al público e incluso de que su existencia sea conocida. Me refiero a aquellas que llegan a las librerías sin un buen respaldo promocional. O las que no vienen avaladas por haber obtenido alguno de los numerosos premios que se conceden, aunque ya se sabe que en algunos casos están concedidos antes de convocarse. Eso por no hablar de otras herramientas publicitarias que se emplean para atraer la atención mediática, como puede ser el detalle de que el autor o la autora del libro sean famosos por el simple hecho de aparecer en un programa de televisión. Esa lógica que se rige por factores extraliterarios y con la cual la literatura es rebajada al nivel de espectáculo, condena las obras que no participen de ello a ser un título más entre los tantos que se publican. Es muy probable que ni siquiera tengan la oportunidad de ocupar un espacio en las vidrieras o en las mesas de novedades. En muchas ocasiones ese tratamiento es injusto, pues se trata de libros cuyos méritos estéticos se hallan muy por encima de lo que en la actualidad se estima como calidad media.
Apunto lo anterior pensando que posiblemente es el destino que espera a la novela El domador (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2007, 398 páginas). El nombre mismo de quien la firma ha de ser desconocido para muchos, a pesar de que se impone aclarar que no estamos ante una escritora debutante o primeriza. En realidad, es el cuarto libro de Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, 1956). Antes había editado un volumen de cuentos, Lasdos caras de D (1983), y los ensayos Fray Servando alucinado (1994) y Espacio sinfronteras (1998), con los cuales obtuvo, respectivamente, los premios Letras de Oro y Casa de las Américas. Ese poco conocimiento que se tiene sobre ella no se debe, por tanto, a falta de obra ni de talento, aunque es cierto que a ello ha contribuido el hecho de que ella no es dada a promoverse y ha preferido mantenerse a resguardo del relumbrón y las miradas públicas.
En el texto que aparece en la contraportada de El domador se expresa: "La metáfora del encuentro de dos naturalezas de las que está dotado el hombre constituye un hecho de vital importancia en este contexto narrativo. A diferencia de las otras especies de este planeta, la nuestra posee además de la naturaleza animal, la humana. // El hombre es el único que es bestia y humanizador o domador de sí mismo. El arte constituye el instrumento de doma más eficaz, cuando el fin a que se aspira es el progreso ético y no el mero progreso material o económico que, convertido en meta o ideal supremo de nuestra existencia, nos deshumaniza. // La trama de El domador constituye una historia de amor con un final trágico. De atenernos, en cambio, al nivel alegórico, la novela entraña la parábola de un artista que asediado por el deshumanizante mundo empresarial, apela al más desesperado recurso para librarse del asedio: no cederle su alma a la fiera".
Es evidente que quien redactó esa breve nota tuvo como preocupación el no utilizar el aluvión de elogios y ditirambos que es usual encontrar en la contraportada de la mayoría de las ediciones que hoy se distribuyen. En muchos casos, es el subterfugio empleado para disfrazar con piel de conejo productos que malamente alcanzan la condición de felinos callejeros. Lo peor es que suelen funcionar, pues nunca faltan los compradores incautos y despistados. No es ése el caso, ya digo, del texto con el cual se presenta El domador, que, por el contrario, peca por ser demasiado aséptico e insípido. No proporciona elementos capaces de despertar el interés por el libro. Y sobre todo, no le hace justicia a una obra narrativa capaz de satisfacer las expectativas de un lector exigente, pues su autora la edificó a partir de los sólidos y perdurables cimientos de la calidad y el rigor.
El capítulo con el cual se inicia la novela, titulado De regreso (Introducción), incorpora desde las primeras líneas un tema que es recurrente en la literatura cubana escrita en el exilio: el retorno a la Isla, tras mucho tiempo de ausencia. La protagonista y narradora ha aguardado treinta y seis años para realizar ese reencuentro que se le había vuelto inaplazable: "De los muchos viajes que abarca la vida sin tierra estable que me tocó en suerte, éste fue el único desde siempre previsto, el único que siempre existió, el indispensable como la vida misma: el viaje". Se disponía a volver, sin embargo, a un lugar que escasamente recordaba (salió con sus padres cuando aún no había cumplido cinco años), por el cual sentía una nostalgia de historias que no vivió, y a donde iba en busca de unos antepasados que nunca conoció. Acudía así al llamado de una patria que para ella sólo significaba un breve nombre, cuatro letras, "meras leyendas, atuendo verbal sobre un cuerpo de ausencia".
Al aproximarse el momento de viajar a Cuba, comienza a cobrar forma en su mente la idea de escribir un libro autobiográfico. Inicia su redacción tras haberse despojado de las dudas e inquietudes que de inmediato la asaltaron: ¿Estaría su obra a la altura de lo que hoy se espera de un autor hispano de Estados Unidos o de cualquier otra parte? ¿Podría interesar a alguien las experiencias de una cubana desaliñada e inocua, inculta en materia de baile, incapaz de hablar de arroz con frijoles y otros platos típicos, incapacitada para abordar asuntos sociales, políticos o sexuales, que no ha defendido causas democráticas, no ha matado a nadie, ni nunca ha aparecido en la televisión? Es cierto que ha residido en siete ciudades de cinco países, mas eso no le resta un ápice a su insignificancia. "El continuo cambio, se dice a sí misma, está lejos de enriquecer a nadie".
De todo ello resulta la decisión de escribir sobre esos hechos autobiográficos no como si formasen parte de su vida, sino como si perteneciesen a un texto literario. En ese libro que pasa a redactar, su etapa en la Isla ocupa, como es natural, poquísimo espacio. A excepción de una borrosa sala de espera en un aeropuerto, conocía a Cuba por fotografías, lo cual la lleva a anotar que su patria es de cartulina. Como ella expresa, "mis años cubanos se me antojaban a veces un hondón de niebla atravesado por un destello tenue; otras veces, un abismo de tinieblas: la nada que antecede al tiempo. En mi definición, la patria era un límite inaudito donde recuerdo quería decir olvido, y olvido, recuerdo". Eso, por otro lado, la lleva a reflexionar acerca de lo que significa ser de alguna parte. Y cuando pasa a residir en Buenos Aires, se pregunta cómo sería ser como aquellos argentinos que transitaban por las aceras y calles de su ciudad de siempre; cómo sería sentirse de paso, en lugar de ser de paso, como lo era ella.
Mas pese a inscribirse dentro de un corpus narrativo que, en buena medida, es tributario de un repertorio temático bastante delimitado, en lugar de ceñirse a éste El domador incorpora otras dimensiones esenciales. Una de ellas, la que constituye su médula esencial y aquella que más espacio ocupa en el entramado argumental, es la historia de amor a la cual se alude en la breve nota del reverso de la cubierta. Es la que la narradora vive con Federico, un joven argentino de veintitrés años a quien conoce en Madrid. Tras su salida de Cuba y luego de una breve estadía en México, la familia de la protagonista residió por casi seis años en Honduras, donde su padre trabajó como médico. Su mudaron después a Estados Unidos, donde ella realizó sus estudios de doctorado en literatura española. Los hizo en la Universidad de Nueva York, y como parte del programa de extensión viajó a tomar unos cursos en España. Es exactamente en ese punto donde comienza su narración autobiográfica, aunque en algunos de los capítulos siguientes introduce desplazamientos en el tiempo para contar detalles referidos a su etapa anterior.
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