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Notas sobre el expresionismo en la plástica cubana

Cuatro casos importantes de pintores que manifiestan visiones originales y universales del expresionismo dentro de la plástica cubana

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El término expresionismo o expresionista, fue popularizado inmediatamente después de la primera guerra mundial por el critico alemán Herwarth Walden, en las páginas de su revista vanguardista Der Sturm (1910-32). Este definió el expresionismo como la modernidad del momento, que rechazaba la descripción impresionista y su dependencia en la realidad observada, prefiriendo la reacción subjetiva y emocional frente al mundo. En la plástica occidental las raíces del expresionismo son antiguas; desde las esculturas de demonios en la arquitectura románica y los cristos muertos en el arte gótico, hasta las crucifixiones de Grünewald, las ultimas telas de El Greco y las pinturas negras de Goya, todas estas obras comparten distorsiones de formas y colores, composiciones de ángulos extremos, y visiones del mundo que son fuertes, agonizantes y melancólicas. Ya a finales del siglo XIX el expresionismo se manifiesta como un desarrollo y ruptura del simbolismo, como es evidente en la obra del noruego Edvard Munch y el belga James Ensor. En el siglo XX los alemanes (el grupo el Puente, Beckman, Grosz y otros) y los austriacos (Kokoschka, Schiele, Gerstl…) practican un expresionismo que se mueve desde el delirio narcisista hasta la crítica social. En América Latina, sin duda alguna es el mexicano José Clemente Orozco, quien a partir de sus acuarelas de 1913 hasta su muerte en 1949, produce un expresionismo social cuya virulencia e intensidad no tiene paralelos.

La presencia del expresionismo en la plástica cubana, es una presencia minoritaria. Existen pintores y escultores cubanos que tiene “momentos” o tendencias expresionistas en sus obras, como Arístides Fernández y el extraordinario Carlos Enríquez, la satírica visión de Rafael Blanco, los presos y mártires esculpidos y dibujados por Roberto Estopiñán en la primera década de su exilio (1960s) y las siniestras cafeteras del suicida Ángel Acosta León. Generalmente y sin caer en esencialismos, la sensibilidad o el temperamento pictórico y escultórico cubano es en su mayoría sensual, alegre y colorístico (a veces tristemente cayendo en el cliché) desde Amelia Peláez a René Portocarrero, hasta muchos practicantes hoy en día, lo mismo en el exilio que la Isla.

Excepciones importantes proponen un arte que no cabe en las cómodas cajitas de los grupos culturales (desde Orígenes a Nuestro Tiempo), los coleccionistas de última moda y los historiadores de arte que se creen infalibles. En nuestra literatura hay escritores incómodos y violentos, auténticamente existenciales como Novás Calvo, Labrador Ruiz y Virgilio Piñera que captaron en sus páginas el lado oscuro y desgarrador de las realidades cubanas. Como estos escritores, hay pintores.

Cuatro casos

En lo que queda de estas notas señalaré cuatro casos importantes que manifiestan visiones originales y universales del expresionismo dentro de la plástica cubana. Son los artistas Fidelio Ponce (1895-1949), Antonia Eiriz (1929-1995), Luis Cruz Azaceta (1942- ) y Arturo Rodríguez (1956- ).

Ponce

Fidelio Ponce es uno de los personajes más fantásticos dentro de la cultura cubana. Su mitología se confunde con su realidad. Ponce nació Alberto Fuentes Pons en Camagüey, donde su padre era un laico activo en la Iglesia católica local. La religión como tema pictórico y angustia personal, sería una constante en la vida del artista. Sabemos que ingresó en San Alejandro en 1913 y que siguió sus estudios de manera irregular en la academia. Fue alumno de Romañach, como se evidencia en sus primeras obras y en los retratos de “señoras de sociedad” que pintó para ganarse la vida. Durante la década del 20, desapareció de La Habana —se rumora que anduvo por la Isla pintando letreros y retratos o que estuvo ingresado en el sanatorio La Esperanza debido a la tuberculosis que padeció durante su vida. Ponce nunca salió de Cuba. El arte europeo que conoció fue a través de reproducciones, la gran mayoría de estas en blanco y negro. Sus pintores favoritos fueron El Greco, Rembrandt y Modigliani. En 1930 Ponce reaparece en La Habana, y es a partir de 1935 que su obra madura surge (ver el mejor libro sobre la vanguardia para un buen análisis de Ponce: Juan A. Martínez, The Vanguardia Painters, 1994). En 1934 exhibió su obra en el Lyceum, y en el 1938 Alma Reed (que representaba a Orozco, quien admiraba a Ponce) mostró su pintura en Delphic Studios en Nueva York. En 1944 Ponce fue uno de los 13 pintores cubanos que exhibieron su obra en la exhibición Modern Cuban Painters en el Museo de Arte Moderno (NY). En Cuba su obra fue comentada y defendida por Jorge Mañach, Mons. Ángel Gaztelu, Enrique Labrador Ruiz y José Gómez Sicre.

El expresionismo de Ponce es único en las Américas, aunque tiene en momentos algo en común con Andrés de Santa María (Colombia) y Armando Reverón (Venezuela), pero su visión es mas extraña y excéntrica que la de estos. Su tema preferido es la figura, aunque pinto paisajes y naturalezas muertas también. Sus figuras —beatas, enfermos, damas de sociedad, santos y Cristos— poseen un dibujo expresivo y nervioso y colores oscuros o pálidos, aplicados con una espesura brutal, a veces tosca. El típico colorido y sensualidad del trópico no existe en su obra. Sus personajes poseen cuerpos alargados y rostros que parecen máscaras. Sus figuras se encuentran en espacios cerrados o paisajes desolados. La luz en su pintura, no es dulce y cálida; es feroz, calcinante, la cual puede devorar las formas de sus temas. Su composición de 1935, “Tuberculosis” (Museo Nacional, La Habana) nos muestra cuatro pacientes y una monja/enfermera. Al fondo las sombras evocan fantasmas. Una mesa al costado tiene una calavera, pomos de medicinas y una jeringuilla: la muerte y nuestra pobre forma de demorarla. La obra entera consiste de tonos basados en tres colores: blanco de zinc, verde vejiga y tierras. No hay aire en este cuarto, las figuras están petrificadas esperando la parca o quizás, ya están muertos pero no se han enterado.

Los santos de Ponce pueden ser figuras alucinantemente absurdas, como “San Ignacio”, 1940 (Colección privada, Miami), donde el vasco pintado tiene poco parecido físico a la figura histórica. Este Íñigo es rotundo y habita un paisaje donde los árboles son golpeados por el sol, y hay un conejo apuñalado en una esquina del cuadro. Inspirado por una imagen en un poema de García Lorca, donde el escritor declara que los labios de un conejo apuñalado por el santo, gritan hasta hoy desde los campanarios de las iglesias —esta obra es irónica, pues recrea pictóricamente una figura desde la contra-historia de una visión poética.

“Cinco mujeres”, su óleo de 1941 (perteneció a Alfred Hitchcock), representa cinco damas de sociedad paradas al costado de una mesa con un jarrón. Sus rostros poseen esa siniestra cualidad que tienen las caras de ciertos pájaros y sus cabellos son formas fantasmagóricas que se pierden en la pared del fondo. Aquí nada sucede, este es un mundo estático e inerte, donde los habitantes son almas muertas. Sobre esta tela escribió José Gómez Sicre: “Así, su obra es, esencialmente un arduo problema de claroscuro logrado en ese opalino y marfileño tono envolvente que se precipita en la luz absoluta —en el blanco puro— como en su cuadro “Cinco mujeres”, donde el verde olivo y el ocre modelan las formas con el blanco, esta obra se exhibió en el Museo de Arte Moderno de New York, allí la compró Alfred Hitchcock y la utilizó en su película The Rope.”(Entrevista con el autor, 1990)

Estas visiones de Ponce van a contrapelo de las visiones íntimas y sensuales de Víctor Manuel, del colorido y movimiento virulento de Carlos Enríquez, de la densidad cromática y estructura barroca de Peláez. Su mundo es vacío y casi monocromático. Esta republica pintada por Ponce, es la de los enfermos y miserables, de santos enajenados y Cristos tristes, de humillados y ofendidos.

Enrique Labrador Ruiz, que escribió sobre esa Cuba maltratada, nos dejó uno de los mejores ensayos sobre Ponce, el cual concluye: Pero yo vi en seguida que era la óptica del sonámbulo en su ultima evolución de limpidez y que la vecindad de la muerte aclaraba su doble vista congenital, el sentido de su maleficio. Niños débiles de cualesquiera de sus cuadros le abrieron una puerta de espuma el 19 de febrero de 1949. Gran puerta alegre.”(El pan de los muertos, 1958, p.17)

Eiriz

A partir de los años 50 y comienzos de los 60s surge en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica un nuevo tipo de expresionismo, el cual los críticos llaman neo-figuración. Este estilo está profundamente afectado por la reciente destrucción del cuerpo humano: los campos de concentración nazis y estalinistas, las bombas atómicas explotadas en Japón. Los pintores fundacionales de esta visión son llamados por Marta Traba “los cuatro monstruos cardinales”: Bacon, De Kooning, Dubuffet y Cuevas. Dentro de esta vertiente surge la extraordinaria obra de Antonia Eiriz. “Ñica”, como le decía su amigo Guido Llinás, estudió con beca en San Alejandro, graduándose en 1958; dentro de su generación es uno de los pocos artistas que recibió un entrenamiento riguroso y tradicional. Muy cercana al grupo de los once, Eiriz decía en forma de chiste que cada vez que ella trataba de pintar abstracto, de su manchas y pinceladas salían cabezas y bocas gritando. Por vía de su colega Raúl Martínez, estuvo asociada con el magazín Lunes de Revolución, donde publicó varias ilustraciones. En su primera etapa trabajó la pintura al óleo, las tintas y el grabado. Su primera exposición personal fue en el 1964 en La galería de La Habana. Su producción artística cabe dentro de dos periodos: 1958-1969 en Cuba, y 1991-1995 en Miami. De la primera etapa hay telas extraordinarias como “Cristo saliendo de Juanelo”, “La anunciación” y “Una tribuna para la paz democrática”.

Esta última pieza capta la demagogia de la revolución al final de la década: una tribuna llena de micrófonos espera la llegada del caudillo y frente a esta están las masas con sus caras idiotizadas y bocas abiertas, en espera de la última consigna. Más allá del coraje político de este cuadro, es sencillamente una poderosa pintura realizada en grises, negros y blancos, donde las pinceladas son como golpes de ira en la superficie. Nada es sagrado para Eiriz, todo es criticable, por opresivo, falso y demagógico, sea la religión, la maternidad o el poder del jefe. Sus cuadros, casi siempre de grandes dimensiones, son explosiones visuales llenas de un sarcasmo existencial que irrita, molesta. “Una tribuna para la paz democrática” fue percibida por el poder cultural oficial como una “patada en el huevo izquierdo”. En 1968 el cuadro fue criticado en la UNEAC por el estalinista José Antonio Portuondo. Mas tarde Eiriz perdió su puesto de profesora en Cubanacán y comenzó a ganarse la vida enseñando papel maché en centros comunitarios en varios barrios. Dejo de pintar. En 1991 vino a visitar a sus familiares en Miami y decidió asilarse. Entonces volvió a pintar. Durante sus últimos cuatro años de vida, volvió al óleo, a las tintas y al grabado. Su paleta, tan abundante en grises y ocres en su primera etapa, se volvió más oscura y dramática, recordando en ciertos momentos a lo mejor de la pintura española del siglo XVII. Azul prusia, rojos tintos y verde viridiano aparecen como manchas que se transforman en seres que existen en plena agonía. Sus temas finales eran lo que ella llamó “los bonsái” —seres humanos que, como los árboles japoneses, eran cortados y controlados por la sociedad.

“Esta gente” de 1993, capta la intolerancia del exilio; en una tribuna cubierta de colores patrios (blanco, azul y rojo) hay seis personajes gesticulando. Arriba de ellos, una figura de mayor escala, los mira con sospecha. “El gran hermano” de Orwell vigila, regaña y acusa en Miami al igual que en La Habana.

En 1993 la galería Weiss Sori de Miami presentó una exposición de Eiriz con obra nueva. En el catálogo el pintor Hugo Consuegra escribió estas palabras: “ahora en esta pintura de 1993 existen voces que se expresan usando a Antonia como médium. Cosas que han pasado y cosas que están por suceder. Antonia se ha convertido en la Sibila de Cuba. Ha de expresar este destino por arriba de todo límite personal. Esta pintura es post-apolítica; lo que quedó en el tintero de San Juan el Teólogo; mas allá del séptimo sello; la mañana siguiente al Armagedón”.

La pasión de Eiriz por comunicar nace directamente de su deseo de cumplir una función en la sociedad, estas imágenes corroídas y mutiladas son gritos denunciantes de una sociedad “compuesta,” es decir represiva. Al final, su tremendismo visual, que es como el verbal de Virgilio Piñera en La Isla en peso, nos incita a una reflexión crítica frente a nuestra realidad.

Cruz Azaceta

A principio de los años 90, el crítico de arte cubano Gerardo Mosquera publicó su ensayo sobre Luis Cruz Azaceta titulado “La autobiografía del Hombre-Cucaracha”. En este breve texto el autor plantea “Luis Cruz Azaceta es uno de los grandes artistas del expresionismo… Correspondió a Azaceta pintar la ‘Jungla de Asfalto’, quizás como primera declaración plástica revolucionaria del Tercer Mundo dentro del Primero, reflejando la situación de que la periferia comienza hoy en New York, Londres y Paris, y que los Estados Unidos son el cuarto país de habla hispana… Para cierta izquierda rígida ante las complejidades actuales debe resultar una paradoja que un ‘gusano’ haya realizado una de las obras políticas mas radicales en el arte contemporáneo, sarcástica en particular hacia el ‘sueño americano’”. La importancia de este texto es doble; el crítico de arte más importante formado dentro de la cultura del castrismo escribe sobre un pintor del exilio cubano, y afirma la importancia política de la obra de un artista “gusano”.

Este pintor “gusano” nació en Marianao (ciudad que progresa) y vino al exilio a los 18 años, escapando del servicio militar obligatorio. En la diáspora vivió en el norte: New Jersey, Queens, New York, trabajó en fábricas y en la biblioteca de New York University (trabajo que le consiguió el dramaturgo y cineasta Iván Acosta) y se graduó a finales de los años 60 con su licenciatura en arte de la School of Visual Arts. En esta época su pintura era geométrica. En su primer viaje a Europa descubrió la obra de Goya, en particular sus Pinturas Negras, cuyo desgarrador expresionismo lo llevo a reflexionar: “No podía seguir pintando geométrico, tenia que pintar mi mundo, mi realidad por brutal que esta fuera” (Azaceta en entrevista con el autor, 2008). De vuelta a la ciudad de New York, su vocabulario visual se formó asumiendo el arte Pop, el graffiti y el cómic y transformando estos en un idioma original y personalísimo. Sus primeras obras maduras aparecen en los 1970: subways, accidentes automovilísticos, crímenes urbanos, y otros horrores, pintados con humor negro. Sin duda alguna Cruz Azaceta está espiritualmente emparentado son la tradición grotesca hispana, desde Goya a Picasso y el mexicano Orozco. Cuando en la década de los 80 aparece el neo-expresionismo, Cruz Azaceta ya llevaba años adelantado a esta manifestación. Y si el neo-expresionismo que surge en New York es narcisista y auto-indulgente, la obra del cubano exiliado es todo lo opuesto: política y crítica, utiliza el auto-retrato como un campo de batalla donde los vacíos y las injusticias de la condición humana se dan trompadas sobre el lienzo o el papel. Si hay un tema que sobresale y es constante en toda la obra de Cruz Azaceta, este tema es el balsero. Lo comenzó a tratar en sus pinturas y dibujos a partir de 1967; es uno de los primeros pintores formados en el exilio en tratar esta temática. En 1986 pintó “El viaje” (Colección privada). Es un cuadro enorme y de paleta oscura, cuya textura demuestra varias densas capas de pintura. En esta obra aparece Azaceta que es todos los hombres, en un pequeño bote remando. El mar a su alrededor es gris, negro y blanco con pinceladas de azul y rojo en ciertas áreas. El bote es carmelita y negro por fuera y un intenso naranja por dentro. La figura del balsero, la cual vemos hasta la cintura, está sentada en el medio, un poco jorobada y agarrando el remo que está en el agua. Su cuerpo es desnudo y huesudo. Los brazos y manos son como palos secos conectados al remo. Su cara expresa a la vez el miedo y la determinación de escapar. Este viaje es un escape hacia un futuro inseguro y oscuro, como el mar mismo. En toda la obra azacetiana el balsero mas allá de un cubano huyendo del castrismo, es el hombre moderno, sin patria y en movimiento perpetuo.

En su vasta producción plástica —pintura, dibujo, grabados, instalaciones y fotografía— Cruz Azaceta es el testigo de las tragedias de su tiempo: terrorismo, ciclones, violencia urbana. Pero no todo es drama en su obra, el humor negro, el choteo cubano se evidencia en sus críticas a la sociedad de consumo (una cómica serie sobre la lotería) y los dictadores (cerditos orwellianos).

A principios del siglo XXI el colorido, alegre y hasta chillón, volvió a su pintura, al igual que enormes formas abstractas, pero dentro de estas telas existen laberintos, refugiados y claro, balseros.

Su expresionismo social, se renueva constantemente formal y conceptualmente. Como su héroe Picasso, este hijo de Marianao no permite que el estilo se vuelva manierismo ni camisa de fuerza impuesta por el mercado.

Arturo Rodríguez

En el hormiguero cultural de Miami vive y trabaja uno de los expresionistas más auténticos de la pintura actual. Nacido en Ranchuelo, Las Villas, Arturo Rodríguez es un pintor autodidacta que sabe más de pintura que muchos que poseen títulos académicos. El aprendió y sigue aprendiendo de esa rica tradición que va desde Velásquez a Goya, de Turner a Dix, de Orozco a Guston, y a la cual él hace rato pertenece. Mijares una vez le dijo “el cuadro pide” y Arturo Rodríguez le da y le sigue dando a esos cuadros suyos, sean en óleos o acuarelas o collages.

A los catorce años Arturo Rodríguez partió con su familia para el exilio en España, tres años mas tarde la familia estaba radicada en Miami. Desde temprana edad manifestó su entusiasmo por el arte, primero por el dibujo y después por la pintura. Las otras grandes influencias en su trayectoria estética son la música —los blues y el jazz en particular— y la literatura desde la poesía de Rimbaud y Pessoa hasta las novelas negras de autores suecos. Mientras la mayoría de sus contemporáneos miamenses estaban pintado palmitas o abstracciones esotéricas —las excepciones a esta generalidad son María Brito, Humberto Calzada y DEMI, los tres extraordinarios artistas—, Rodríguez comenzó a pintar complejas composiciones repletas de figuras, paisajes y objetos. Ya en 1987 escribió José Gómez Sicre: “la figura humana es su tema mas frecuente… hoy los personajes que pueblan sus composiciones están envueltos en gestos frenéticos, cuando originalmente se encontraban en zonas paralelas de una calma estática, produciendo un efecto similar a los de un gran mosaico.” (Art of Cuba in Exile, p. 211) Generalmente su obra refleja un aire melancólico, a veces con toques de alegrías breves, otras veces de un pesimismo profundo. En los años 80 aparecieron los cómicos y tiernos autorretratos con su mujer, y los interiores con hombres y mujeres de todas las edades, desorientados, angustiados, buscando el sentido de lo cotidiano. Desde entonces, serie tras serie nos ha deslumbrado: “Archipiélago de Fantasmas”, “Iluminaciones”, “La comedia humana”, “El proyecto Caravaggio”, hasta la reciente exposición “Pasajeros”.

En “Partida VI”, 2009, de la serie “Llegadas y Partidas”, vemos una obra en la que Rodríguez demuestra sus plenos poderes como pintor. En el lienzo vertical vemos una sala de espera de un aeropuerto, un ventanal enorme tras el cual vemos las pistas, torres y aviones del aeropuerto. Es de noche. En el interior un pasajero solitario esta sentado, a su lado una melancólica maleta lo acompaña. Los pigmentos se deslizan sobre la superficie con la libertad que solo trae la maestría técnica. La estructura colorística —grises, platas, carmelitas y pardos— contrastan con el verde del saco del hombre y el azul oscuro del cielo. La composición posee una complejidad abstracta, que solo nos recuerda a Edward Hopper, pues dice mucho con un mínimo de elementos. Aquí todo es silencio y hasta tristeza. La espera para partir es interminable.

Obsesionado con la pintura, que solo puede ser buena, sino, mejor que ni exista, Arturo Rodríguez apuesta por una tradición que el renueva en su obra. El alma de sus cuadros hace batalla con las constantes caídas del hombre y sus ocasionales redenciones.

Conclusión

El expresionismo en la plástica cubana fue y sigue siendo una visión minoritaria, que va a contrapelo de la norma, del color tropical y las formas sensuales, de la fácil noción de “vida alegre”. Fidelio Ponce pintó dentro de la primera vanguardia cubana, una Cuba de enfermos y alucinados, mas profunda y verdadera que cualquier gitana tropical. Antonia Eiriz, mejor que nadie plasmó en sus telas la distopia de la revolución cubana. Cruz Azaceta le abrió las entrañas al sueño americano y lo encontró repleto de cadáveres. Arturo Rodríguez ha clavado en sus lienzos a los desolados hijos del exilio sin nostalgia escapista.

Estos expresionistas se nos salen de Cuba y del exilio, y pertenecen a la gran pintura de todos los tiempos. Sin pena alguna, nos recuerdan que la vida es un difícil oficio.


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