Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Nuevas y viejas memorias del subdesarrollo

La documentalística tras 1959: Del sujeto colectivo a los marginales con sueños frustrados.

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Alzadora de caña (1965), El arroz (1962), El azúcar (1965), Cooperativas agrícolas (1960), Construyendo (1963), Cría porcina (1965), Cultivo del tomate balizado (1967), Ganado (1967), Máquinas (1964), La mosca doméstica (1964), Vía libre a las zafra del 64 (1964), Variedades (1965), Zafra heroica (1962): los títulos lo dicen todo, y las imágenes nos llevan a una época marcada por una ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción.

Tiempos en que la fascinación por la técnica iba mucho más allá de la sustitución de los bueyes por tractores: Castro hablaba, por ejemplo, de "acelerar el proceso de crecimiento" de las plantas de café aplicándoles hormonas. El nuevo canto que se oye, según el título de un documental de la época, es el del trabajo, y este es comprendido como la trinchera en la lucha contra un imperialismo enfrascado en sabotear de todas las maneras posibles el camino expedito hacia la Jauja comunista.

Todo el horror del sistema

La misma, como sabemos, no se logró, y el fracaso de la zafra de 1969-1970 marcó el fin de la Edad de Oro del documental didáctico. Hoy, tres décadas después, la parte más valiosa de la documentalística cubana refleja el estruendoso fracaso de aquellas utopías a las que cabe aplicar la leyenda del célebre grabado de Goya: "el sueño de la razón produce monstruos". Donde antes estuvo el sujeto colectivo de la gran transformación social, aparecen marginales para testimoniar la realidad de un país de sueños frustrados y miserias de todo tipo.

Los "palestinos" que vemos en Buscándote Habana, ilegales en su propio país, podrían ser aquellos niños campesinos que en Por primera vez, de Octavio Cortázar, veían maravillados, gracias al cine móvil, las imágenes en movimiento. El contraste entre aquella maravilla —que correspondía al paso de la Edad Media a la modernidad— y esta extraña pobreza de hoy expresa los efectos paradójicos de una revolución desarrollista.

Y si significativo es el caso de los "palestinos", no lo es menos el de los "buzos", que han hecho de la recogida de artículos y materias primas en los tanques de basura de la capital su medio de vida. Junto a sus testimonios, francos y realistas, tenemos, en De buzos, leones y banqueros (Rafael Vera, 2005), los de los funcionarios del gobierno del municipio Playa, quienes se refieren a la necesidad de disminuir el número de buzos y a las medidas utilizadas para ello, en una lengua ya anacrónica: aquella lengua de la Revolución que amalgamaba la jerga burocrática con la axiología comunista.

"Sobre estos elementos se está accionando con fuerza", dice uno de los funcionarios. "Hay que reducir el número de buzos, porque es una mala imagen la que se le da al turismo", dice otra "compañera".

La profunda crisis de esa lengua, que es la de todo un sistema que identifica a la nación con el Estado y la patria con la revolución, se aprecia significativamente en Existen, de Esteban Insausti, donde toman la palabra "algunos de los locos más famosos de La Habana". Uno de ellos habla con esa lengua casi muerta que se diría ya nadie en su sano juicio usa en Cuba. Él dice estar de acuerdo con la mesa redonda; afirma querer "a Fidel y al Tercer Mundo", "el comunismo, el light", "quisiera que no hubiera más libreta, y que todo fuera por libre mercado"; dice que "la solución que pudiera haber para quitar el período especial" es "hacer convenios con otros países menos con Rusia hasta que no vuelva a ser la Unión Soviética".

Es tentadora, desde luego, la posibilidad de leer este discurso delirante en el sentido en que, en su introducción a El Padre mío, Diamela Eltit comprende el habla del mendigo esquizofrénico como una expresión de Chile y de la crisis de lenguaje sobrevenida a raíz del golpe de Estado. El discurso de los locos presenta, en jirones, los residuos de la historia reciente del país, esa marcha heroica acompañada siempre de retóricos discursos.

Se diría que en el "período especial", cuando la crisis económica impone el abandono total de la ideología y la concentración de todas las fuerzas en la dura "lucha" cotidiana, únicamente los locos conservan de alguna manera aquella pesada carga de palabras. No por gusto el documental presenta sus "testimonios" con imágenes de antiguos noticieros: el corte de caña, los logros agropecuarios, la gente en CDR, los discursos del comandante en Jefe…

Dedicado a Nicolás Guillén Landrián, el filme de Insausti se inspira, evidentemente, en aquellos montajes singulares de los mejores documentales de Nicolasito. ¿No estaba, de cierta manera, anunciado, prefigurado o diagnosticado todo en algunos de ellos? Coffea Arabiga, el más conocido de los documentales didácticos del ICAIC, logra captar la dimensión pesadillesca de aquella locura colectiva que procedía directamente de los discursos del Comandante en Jefe.

El loco de la colina hablaba de cifras, prometía abundancia de leche, se enfrascaba en vacas, injertos y abonos, mientras el país entero se movilizaba en "batallas" muy parecidas, aunque menos exitosas, que las que llevara a cabo Mussolini en la Italia de los años treinta. El movimiento nervioso de la cámara, la yuxtaposición de planos, el quiebre de la narrativa convencional, logra reflejar ese "sueño de la razón" que se llamó, entre otros nombres, Cordón de La Habana.

Tres años después, en Taller de Línea y 18, ya estamos dentro de la pesadilla; la extraña campana, los ruidos de fondo ejercen un extraño efecto de distanciamiento: vemos a esos obreros participando en una típica asamblea socialista o explicando en qué consiste la línea de montaje; los oímos, como si estuvieran del otro lado del cristal de una pecera, o de la pared del manicomio. La lengua de la Revolución Cubana, esa lengua de cederistas y federadas, compañeros y personales, producciones y emulaciones, aparece como puro absurdo, el cuento de un idiota, significando nada.

Lo que debía ser el paraíso de la comunicación, allí donde toda posible oscuridad o doble sentido fueron desterrados por decreto, es eso: mundo de i-diotas; la comunicación es imposible desde que el espacio del yo en que se fundamenta todo diálogo ha sido conquistado por la lengua del Estado. Una reunión de obreros comunistas es una puesta en escena de teatro del absurdo: he ahí, como en el discurso del loco de Existen, todo el horror del sistema.


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