Literatura, Literatura cubana, Internet
OLPL antes del alba
Fragmento del libro Espantado de todo me refugio en Trump, de próxima aparición por Ediciones Hypermedia
Todos los días me despierto y reviso las webs de tema cubano. Poco antes del amanecer. A la luz del alma. Celestino antes del alba. Orlando Luis Pardo Lazo rezando para que nunca más salga el sol.
Lo odio, al sol.
Lo odio como realidad de las radiaciones y el calor, entre otros cadalsos cubanos de sudar en clave de socialismo, vivamos donde vivamos.
Pero también lo odio como metáfora. El sol es lo peor de la poesía cubana, siempre tan solar como solariega. Tan solícita. Tan sosa. Tan sumisa.
No leo nada, por supuesto, de la internet. Ni siquiera los titulares. ¿Para qué? Siempre dicen lo mismo y con las mismas palabras. Cuba como costumbre, como carencia de imaginación.
Cuba como una gangrena que no se cura ni avanza. Peor que un cáncer.
Una cosa estática. Estatizada.
Pero sigo pasando y pasando las páginas de internet. Antes del primer rayo del sol, ese enemigo.
Las paso medio sonámbulo todavía, medio en duermevela decrépita de cubano que durmió fuera de Cuba otra vez.
Así en Cudillero, Asturias, de donde eran mis abuelos paternos, como en Reykjavík, Islandia, la isla sin sol asesino que me robó el corazón.
Y toda esta energía mala, miserable, minutos después de apenas despertar. Minutos antes del inevitable amanecer. Lo odio.
Los odio, a ustedes también.
Leer en cubano es, por supuesto, una idiotez. Como escribir en cubano es también tarea de idiotas. En ambos casos, mi obsesión. Mi vida, mi verdad. Mi extremo estado de cubanidez terminal.
No leo nada, como ya dije. En realidad, lo que hago es reconocer al vuelo la forma de las palabras, la manera en que el editor las distribuye por todo el espacio inexistente de la web.
Espero que coincidan conmigo en esto. Internet no existe.
Ni en Cuba ni en ninguna otra parte.
Dice Konstantin Kavafis que ustedes, los cubanos, todo el tiempo se la pasan diciendo así:
Iré a otra tierra, a otro mar,
y seguro que otra internet mejor hallaré.
En la Isla cada conexión estaba ya condenada,
y moría nuestro corazón
como mueren, asoladas, las ideas de la desolación.
Donde navego sólo veo
los oscuros píxeles de mi país
y los incontables años que perdimos por gusto allí.
Pero entonces Konstantin Kavafis nos responde a todos los cubanos, al tiempo que también se responde a sí mismo así:
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La misma internet estará para siempre en ti.
Volverás a las mismas redes
y en las mismas páginas llegará tu vejez,
en la misma Isla encanallecerás.
Pues la internet es siempre la misma y es ninguna.
Otra web no busques, no la hay,
ni para los otros ni para ti.
La internet que pierdas en la Isla
la habrás perdido en toda la Tierra.
Espero que coincidan conmigo en esto. Konstantin Kavafis no existe.
Ni en Cuba ni en Ítaca, ni en ninguna otra parte.
La vida no está en ninguna parte.
Y entonces el exilio se me convierte un poquito en mi casa. Y esa falsa certidumbre me hace un poquito feliz. Así, en diminutivos majésticos. Mayestáticos.
Feliz de corazón, corazón. Feliz de saberme mejor de lo que supuestamente fueron alguna vez los cubanos.
Feliz de ser yo. Único, irrepetible, irreparable.
Un cubano sin Cuba en el corazón. Pero, por suerte, con Cuba clavada a pepe cojones, como una daga, en ese órgano tan abusado por la poesía cubana.
Ya lo dijo quien lo dijo: los poetas cubanos son marionetas del corazón.
Poetas que paren una poesía comatosa, ñoña, romantipobre. Y por eso mismo, tan roma. Tan roñosa.
Acabó ahí Carlos Alberto Aguilera, el autor de un panfletico homónimo titulado Das Kapital.
La poesía cubana como el timo del siglo de Lo Cubano.
Y Lo Cubano, fundamental y fundamentalistamente, como fascismo.
Pero no. Ni eso. Menos que eso.
Porque la poesía cubana no le llega ni a los tobillos al totalitarismo. Nuestros poemitas de patria paupérrima son sólo funambulescamente fascistas.
¡Hasta el fascismo en Cuba es una falacia!
Con la falta que nos hubiera hecho un buen poeta fascista.
Pero qué va. Desde hace por lo menos dos siglos, Cuba no pare una poesía que sobreviva sin la cantaleta de Cuba.
De esa tara no se escapó nadie. Ni siquiera yo.
De esa tara no se escapa ni quien quiera escaparse.
En esto, hasta el chileno Roberto Bolaño descaradamente nos mintió. Porque Ernesto Pérez Masón, aquel escritor fascista imaginario que Roberto Bolaño incluyó, como ejemplo de Cuba, en su libro La literatura cubana nazi en América, no es más que un autor de mentiritas.
Una ficción.
Otra ficción.
Como la internet de tema cubano que reviso y reviso a diario, sin revisarla.
Porque ocurre que, al abrir las dichosas páginas web, no importa lo que digan los titulares, yo siempre sé muy bien de lo que en realidad están hablando. Y cómo lo están hablando. Y hasta dónde se atreverán en cada caso los editores, que se derriten de pánico, por muy disidente o exiliada que se pinte esta o aquella web.
Los cubanos saben muy bien que con el castrismo no se juega así como así. Por eso cada anticastrista, de algún modo más o menos obsceno, es al final un agente del propio castrismo.
Del totalitarismo no se sale. O no era tan totalitarismo nada.
Así es cómo leo y releo los límites de la internet cubana, sus complicidades cobardes. La mediocridad, la miseria, la manipulación. También, nadie lo olvide, la mentira.
Así se van ganando ustedes, los cubanos, la tajada tétrica de una cubanidad sin Castros. Es decir, de una cubanidad con Castros, pero detrás de la fachada.
Nuestra historia se escribe con h de hipocresía.
Detrás del fascismo, la felicidad.
Detrás del flautista en jefe, las ratas.
Y, de vez en cuando, las ratas esclavas que retornan del palenque cosmopolita a su cepo cultural.
Así está, como ejemplo, El Tosco, el magnífico José Luis Cortés de la banda NG La Banda, tocando sus sensiblerías de negro sinfónico en Re Sostenido Mayor, bufando la flauta no por casualidad ante a la piedra magna donde yace el polvazo voodoo de nuestro incombustible Comandante en Jefe.
Normalmente me levanto con dolor en los parietales. Un dolor de p que me parte en cuatro los parietales.
Sueño mucho, y sueño mal. Sobre todo un instante antes de despertar.
El exilio es el lugar donde uno amanece exhausto de soñar. En mi caso, el exilio es también el sitio donde uno amanece exhausto de despertarse.
La vida era ayer.
Por cierto, siempre sueño con escenarios cubanos.
Aunque no pasa gran cosa en mis sueños, excepto la tristeza de ver que todo sigue estando exactamente allí. Allá.
Tal como yo lo dejé, en mi barrido barrio de Lawton. Y que, por lo tanto, no ha sido más que una muerte de mentiritas mi vida entera desde que salí de allá. De allí.
Fue el martes 5 de marzo de 2013, día de la supuesta muerte de Hugo Chávez. A las cuatro y cuarenta y cuatro de la tarde: casual, o no tan casualmente, a la hora cumbre de La vida es silbar, aquel filme medio futurista de Fernando Pérez.
Un futuro que de pronto ya casi está otra vez aquí, en el año 2020. Mientras chapoteo a cráneo partido en cada amanecer fuera de mi país. O, para no ser tan narcisista como lo soy, mientras chapoteamos a cráneo partido en cada amanecer fuera de nuestro país.
Son las pesadillas que me manda la patria para despertarme, con puntualidad de campamento militar.
De pie, patriotas expatriados del patriarca.
De pie, patriotas escapando por el pan.
De la cama, salto entonces para la universidad. Porque al doctorado hay que llegar puntual, puntual, puntual. Porque tenemos el corazón feliz, feliz, feliz. Como en los muñequitos.
A la vuelta de cinco años fuera de Cuba, todavía sueño con la imposibilidad de despertar en mi casa. Aunque sé muy bien que mi casa en Cuba ya no era mi casa. Como mismo sé que en Cuba nunca podré tener una casa.
Es el precio de despertar libre, la tasa de interés por haberme liberado. Librado.
Lo cierto que amanezco bastante zombi. Perdido, extraviado. Como un haitiano con halitosis que no encuentra el altar de su Habana. Un caracol colimado por la locura barroca de Carpentier, medio baboso y medio cabrerainfantilizado.
Intuyo que de este trauma nunca me voy a librar. Ni liberar.
Amanezco boqueando por aire, asfixiado, como si los Estados Unidos fueran una mala película de la que ni yo ni tú ni nadie conseguirá despertar.
Un filme de presupuesto barato, de lo peorcito del ICAIC. Con actores profesionales, como yo, que son el tipo de actor más viciado. Y con un director amateur que supongo deba ser el lector, seas del tipo que seas tú.
Si algo conservo vivo a esta primera hora del día, es la capacidad de reconocer a mis similares. A mí sí que no se me despinta ningún cubano, ni de cerca ni a ninguna distancia.
Ni vivo, ni muerto.
Ni haciéndose el vivo conmigo o, peor, haciéndose el muerto para ver el entierro que ahora le doy.
No se preocupen. A todos les daré un entierro de reyes. Léase, un entierro de basura real.
Basura de raza mala. Basura taína revolucionaria. Basura siboney con un seboruco en lugar de sesos.
Hatueyes de la victoria.
Hierro y fuego al invasor.
Para mí, la cubanidad es detectable a muchas leguas de lejanía, a pesar de los miles de kilómetros de cable y del reflejo con legañas miopes a esta hora de la mañana.
Las seis de la mañunga, por ejemplo, rebotando de web en web en el cuarzo castrista de mi smartphone o en el plástico patético de mi laptop.
Qué manera de adjetivar tiene este niño.
Puro vómito de perro rabioso.
Disidencia de qué. Exilio de qué. Etiqueta #Cuba de qué.
A otros con sus hashtags de palo y sus campañitas de marabú.
¡Abajo la sociedad civil! ¡Abajo la democracia!
Abajo Cuba Libre y arriba los libres cubanos.
Sé muy bien quiénes son ustedes. Sé de sobra hasta dónde dan y hasta dónde no dan. Los conozco como si los hubiera parido yo. Ayer.
Recuerden que yo he sido uno más de ustedes, entre ustedes. Nadie lo olvide, a la hora de pasarle por arribita a estas páginas en honor a mi presidente Donald J. Trump.
Aquí no hay truco. A mí sí que no me van a joder. Mucho menos ahora: a la hora de recoger los bates, y los guantes, poco antes del amanecer.
Aquí estaremos todos desnudos, con el culo al aire, tal como la Cuba de Castro nos desnucó. Nos descojonó hasta la biografía. Como pollos de granja, dando brinquitos a ciegas. Con el cuello retorcido de por vida tras la muerte nonagenaria del granjero Fidel.
No habrá rebelión en la granja.
No se hagan ilusiones conmigo.
Estamos hace ratón y queso ya en tiempo de descuento.
No se hagan los graciosos tampoco.
De aquí nadie va a salir vivo. El totalitarismo no tiene tie-break ni exit de emergencia. Así que esto es candela al jarro, hasta que suelte esa costra de castrismo que tiene amelcochada en el fondo. En el culo de la botella.
De la botija. De la baratija.
Basta con despertarse a diario. Basta con darnos cuenta de que, al menos por un rato más, estaremos vivos. Basta con ponerse entonces, como gesto de gratitud ante Dios o el Estado o ambos, a perder el tiempo con la paginería web de tema cubano, con el único despropósito de no leer ni dejar a nadie leer.
Para hacer bulla.
Para hacer bulto.
Estar sin ser en la internet cubaniche. Estar online por estar online.
Por vicio o por vagancia o por ambos.
Cliquear sobre los incansables Cancios que crecen como la mala yerba, como caldo de cultivo a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardenales, que son tres: La Habana y Miami.
Cliquear sobre los moralistas Morales con sus hijitos caídos desde del oriente cubano en un puestecito de alcurnia en la televisión Made in Miami.
Cliquear sobre la lluvia de los Yusnabys que Martí nos prometió y Fidel nos la cumplió, en una generación Y de agentes de influencia cuyas consecuencias antropológicas tardaremos siglos en elucidar.
Despertar en Saint Louis, Missouri, con el mismo olor a bruma de Pinar del Río, mogotes bajo las nubes hechas de espuma y polen. Olor a leña, a leche de vaca recién parida.
Olor a mujer en celo, a semen recién surtido.
Olor a Orlando, a letra mojada por el rocío sobre las teclas de mi laptop.
La luz de la provincia cubana se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo regurgita, destiñe los colores, derrite la forma de todas las cosas.
El mapa de Cuba todo chorreado de niebla de San Antonio a Maisí.
Nada que ver con la luz que se dispersa, por ejemplo, en los valles y ríos de la siempre civil Matanzas. Nada que ver con la luminiscencia enceguecedora de Camagüey.
Sol horizontal, tibio todavía a esta hora sin hora. Albúmina a ras del alba. Horizonte prometedor. Serán las seis o seis y algo de la madrugada, no más.
Despertar con aquel salitre del sur fangoso en los labios.
Despertar amándote en aquellas recónditas ciénagas, entre cocodrilos cubanos al borde la extinción universal. Templar al compás de los mangles y en la clave cumbaquinquincún del inmarcesible manjuarí.
Despertar poniendo cuños sobre un buró.
Hasta eso le envidio a Cuba, a los cubanos con Cuba.
Los despertares en una posada pobre con una tipa cualquiera encuera, portadora de virus nobles como una medalla de honor. Miles y miles de mujeres cuyos nombres benditos siempre estoy a punto de confundir. Porque todas en Cuba visten el mismo y único nombre maldito del amor.
No toda Cuba amanece a la misma hora, no sé si recordarán este detalle. En cualquier caso, no se crean el despotismo geográfico de un solo huso horario para toda la Isla. Podremos vivir en la misma hora, sí, pero en cada esquina de Cuba amanece un poquito antes o un poquito después.
Nuestro país era eso: una multiplicidad de vidas. Una sincronía emocional que, durante décadas, fue mucho más importante para los cubanos que los destinos cuánticos del cosmos.
En el exilio, sin embargo, amanece siempre a deshora.
Eso es para mí el horror: no poder diferenciar ni siquiera la fecha. No sentir si los colores que despuntan el día son los de un lunes obvio o los de un miércoles medio enjuevestido de fin de semana.
En el exilio la vida privada de los cubanos se reduce a la espera de un velorio que otros cubanos tendrán que pagar por ti en una colecta digital.
El exilio es donde los cubanos cadáveres sí podemos decir de verdad: ay, mi amor, no somos nada.
El exilio es la patria perversa del pegamento. Nos une ese vaciamiento, esa barbaridad. La cubanísima comunión de no tener ya nada en común.
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