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Padilla y Giroud

El presentar la grabación —hecha por el ICAIC y guardada durante décadas— en una copia con una gran calidad en la imagen, es el mayor mérito de este documental

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El tabaco sobre la mesa de conferencia. Nunca llegará a la boca del escritor durante la representación. Todo está planificado para un acto dramático y vigoroso, en donde a los espectadores solo les queda acatar. El poeta inicia su autocrítica.

El caso Padilla (2022), el documental de Pavel Giroud, tiene el mérito de refrescarnos los hechos, a los que los vivimos más o menos de cerca, mientras que brinda una amplia panorámica de lo ocurrido aquella noche del 27 de abril de 1971, para quienes los desconocen o saben poco al respecto.

El presentar la grabación —hecha en aquella ocasión por el ICAIC y guardada durante décadas—, en una copia con una gran calidad en la imagen, es el mayor mérito de la película.

Si el proceso que se inicia en Cuba el 1 de enero de 1959 asume una representación que configura el carácter político —e histórico— mediante la retórica del espectáculo, ello es evidente no solo en las concentraciones y discursos en la Plaza de la Revolución, sino también en los actos cerrados al público, en conferencias y reuniones para escogidos.

Ese carácter de representación escénica define el “show” montado en la sala Raúl Martínez Villena de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y protagonizado por Padilla, que tiene como motivo esencial infundir miedo al resto de la intelectualidad cubana.

Queda entonces fuera la versión, tan repetida en el exilio —más bien una forma de compensación emocional—, de que el escritor exageró conscientemente su papel para convertir el acto en farsa, la autocrítica en parodia.

Tanto la participación de Padilla como los relatos, afirmaciones y reafirmaciones del resto de los participantes en el show —con excepción de Norberto Fuentes— obedecieron a un guion pautado con un objetivo intimidatorio.

Solo el molde se rompe, choca con la realidad, con la segunda participación de Fuentes. El intercambio entre este y Armando Quesada —verbalmente el momento más violento de la noche— es la entrada de la realidad en el espectáculo.

Y es que a los intelectuales cubanos se les exigía —para alcanzar los méritos de la publicación, la difusión o el viaje— no solo aparentar ser revolucionarios sin serlo, sin haberlo sido nunca, sino pretender una combatividad y una dinámica propia de un militante político, y no de un escritor o artista. Ello terminó por destruir más de una vida.

Más allá de la discusión que intenta precisar hasta qué punto se impuso la práctica oportunista y cuándo acabó la voluntad revolucionaria, lo que definió las primeras décadas del proceso iniciado en 1959 fue la imposibilidad de que los escritores pudieran escapar del debate político.

Ese empantanarse en una trayectoria que no les correspondía marca la diferencia entre aquellos que se subieron al “carro revolucionario”, por vocación u oportunismo, y Virgilio Piñera y Lezama Lima, para citar dos ejemplos ilustres. El primero se niega a aplaudir durante el acto y el segundo ni siquiera acude.

Se intentó confundir la labor del escritor con la del político y funcionario, y solo se logró mala literatura y peor administración pública.

Se apeló al peligro siempre presente en un país donde uno de sus mejores escritores fue a la vez un héroe independentista —y ha sido elevado a la santidad nacional en la Isla y el exilio—, para acabar imponiendo la mediocridad creadora y el conformismo en la obra.

Frente a ello, fue una mezcla de audacia y temor lo que llevó a que Padilla trasladara los riesgos de la página a los comentarios con visitantes extranjeros, y a buscar incesantes contactos con el exterior. Pero sobre todo el afán —que se convirtió en obsesivo— por desarrollar en Cuba el papel del intelectual soviético perseguido, acosado y hasta destruido. Se puede decir que la escena aplastó al intérprete, aunque ello no le resta valor a la obra literaria.

El documental de Giroud me ha devuelto a esa especie de pesadilla recurrente, que es recordar lo ocurrido en 1971. Porque ni Cuba, ni Padilla, ni quienes intentábamos iniciarnos en la literatura entonces fuimos los mismos después de que este se viera obligado a formular su autocrítica ese año.

Conocí a Heberto entones, luego de la farsa en la UNEAC. El hecho desencadenó una oleada de repulsa internacional, pero en Cuba Padilla vivió el desgraciado destino del paria.

Recuerdo que su única compañía y apoyo inseparable era Alberto Mora, al que yo admiraba y me atrevía a considerar mi amigo. Pero Alberto terminó suicidándose, entregado a esos demonios que en aquellos días eran muy visibles alrededor de Heberto. Para Alberto, la vida del poeta era más importante que la suya, una equivocación que sus amigos nunca hemos perdonado a ambos.

Heberto por su parte también vivía presa de sus terrores, dudas y arrepentimientos. Durante el velorio de Alberto mostró una cuchillita de afeitar. Ese día Pablo Armando Fernández había tocado presuroso en su casa para comunicarle la muerte del amigo mutuo. En la funeraria Heberto contaba que, temiendo fuera la Seguridad del Estado quien tocaba a su puerta, había estado a punto de cortarse las venas. Sin duda la declaración tenía cierto histrionismo —que siempre destacaba en —, pero su rostro mostraba un terror verdadero.

Padilla nunca llegó a recuperarse de aquellos días y de aquel acto en la UNEAC. No le sirvió para ello el exilio, sino todo lo contrario. Nunca llegó a brillar de nuevo con esa actitud muchas veces agresiva y otras, pedante —siempre irónico y provocador— que lo caracterizó en Cuba.

Casi —o más de— una década Sara y yo lo vimos en Miami, en una casa que él y Belkis habían comprado (¿pensaban comprar, habían alquilado?), durante su primer encuentro con Guillermo Cabrera Infante tras llegar Padilla al exilio. Años después, en otra ocasión en que estaban Norberto Fuentes, Ricardo Bofill y Jorge Dávila, Heberto ya era una caricatura de sí mismo: el pelo teñido, el rostro flácido. Su conversación había perdido agudeza y se refugiaba en el pasado. Solo brilló brevemente en una lectura durante una feria del libro en Miami, en la que participó con Carlos Verdecia, otro de los amigos de Cuba y uno de los pocos que lo apoyó mientras vivía en Miami. Pero Verdecia para entonces ya no era el director del periódico en que aún yo trabajaba y Padilla —que había estado muy enfermo meses o semanas atrás— creo que ya no vivía en Miami.

Como poeta, su limitada pero importante obra cerró un ciclo en la literatura cubana. Desarrolló un tipo de poesía tan compenetrada con la realidad y el momento —y al mismo tiempo de un lirismo tan propio— que no admite seguidores. Quienes en mayor o menor medida intentamos imitarlo siempre fracasamos. Padilla no dejó escuela. Resumió en su persona y en su obra poética un momento de confrontación, arrepentimiento y duda único.

En su papel de intelectual crítico y contestatario, su influencia fue ambigua para nosotros, los que siquiera tratábamos de empezar. Puede que en determinado momento su sumisión de la autocrítica nos restara fuerzas y esperanzas, pero en última instancia nos enseñó a no creer en los héroes; nos libró de la inocencia y nos regaló el cinismo, al tiempo que nos ayudó a protegernos de cualquier épica. 

El documental de Giroud nos devuelve a Heberto en su peor momento. Aun así, difícil y excesivo, soberbio en más de una acepción de la palabra. Mejor es recordarlo en esa poesía tan compenetrada con la realidad y el momento, y al mismo tiempo de un lirismo tan propio.


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