Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Cuba, Autores, Obras

Por sus obras… ¿se salvaran?

Ha sucedido lo que el marxismo clásico vaticinó. No hay superestructura que aguante tanta miseria en la base económica

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Desde tiempos remotos ha existido la discusión entre el autor —la persona— y su obra: si la creación es suficientemente significativa para opacar los defectos humanos de quien la hace. Sucede que todo trabajo en el arte se realiza como tal en el ámbito público. Es allí, con sus presumibles receptores, donde alcanza su función ultima: “ser gusto, diversión y alucinación”, según el novelista egipcio Naguib Mahfuz. Podría el autor hacer su testamento kafkiano; la desaparición, post-morten, de su labor intelectual. Si alguien más fiel a la cultura que a la amistad aparece, el futuro podrá disfrutar de piezas maestras.

El creador, la persona humana, es sujeto en sí mismo de cultura. Puesto que cada obra es irrepetible, autor y creación tienen una dimensión estética, y también ética. Es difícil disfrutar una obra sin pensar quien, cómo y por qué fue hecha. Mientras inventores y científicos efectúan aportes desde la experiencia previa, el ensayo y el error, y las casualidades —¿azares concurrentes?—, los artistas nos llevan a un mundo nuevo, a la inexplorada realidad que hemos tenido ante nuestros ojos sin ser percibida en todos sus matices, su belleza, y también, en todo su horror. De ahí que el creador, único, como la obra, llegue a pensar —casi nadie lo admite— que en la trascendencia de lo creado va la propia trascendencia: la inmortalidad de la obra es la garantía de la inmortalidad del autor.

Por supuesto, el contexto donde surge la creación a menudo modifica el alcance y la realización. Hay lugares donde creador y obra florecen, y otros donde languidecer es parte del destino. En la historia del arte a veces se minimiza el contexto económico y político. Casi todos los grandes saltos culturales se dan en tejidos donde el mecenazgo es posible, incluso necesario. Sucedió en la Grecia antigua y en la Roma imperial, y volvió a suceder en la Florencia renacentista y en la Norteamérica posbélica. Cultura y Poder son partes inseparables del mismo cuerpo social.

En ocasiones la condición ética del autor empaña toda su obra. El creador prohijado por mecenas dictatoriales queda aprisionado entre trascender por su obra, o renunciar a esta para “salvarse” como ser individuo. Al tener conciencia de muerte física, algunos dan más importancia al legado artístico que al moral; que su obra los “salve” del anonimato futuro. Es, sin duda, una decisión difícil para quienes nacen con el especial don de la creatividad artística.

La historia del arte ha conocido a un Erzas Pound, poeta y ensayista significativo, quien además de apologista del fascismo italiano, era un xenófobo antisemita. Preservó su vida gracias a un grupo de escritores, paradójicamente antifascistas, quienes recomendaron la reclusión en un manicomio. Casos aún más sonados son los de Martin Heidegger, filósofo alemán que ingresó al partido nazi y a quien se le debe parte de su ideología; y el del músico Wilhelm Furtwängler —hay una excelente película sobre su vida en la postguerra— director de la filarmónica de Berlín, preferido de Hitler, y que a pesar de no poder demostrarse filiación nazista, solo el hecho de ser el mejor conductor de las piezas de Wagner —autor preferido del Führer— no pudo escapar a tamaña sombra.

De tal manera en Cuba nos vamos acercando hace algunos años al largo adiós de artistas e intelectuales cuyas obras y días de fama han trascurrido poco antes o después del proceso involucionario. Régimen de totalidades, sin márgenes ni fisuras para el creador no-orgánico, aún no sabemos si sus obras, algunas ficticiamente abonadas por una regencia necesitada de validación cultural, irán a parar a las recicladoras de papel y de lienzo. O lo contrario: personajillos impresentables e inmorales, cuyas obras sin la Involución carecerían de punto de sustentación, pero que creaciones estéticas únicas alcanzan un valor que hace olvidar a la persona humana que las ha creado.

Por supuesto, al final todo depende del receptor —en regímenes democráticos— quien es el destinatario de la obra. Habrá quien pueda hacer la distinción entre arte y artista, y disfrutar sin ir más allá de lo puramente cultural. Y hay quien al oír o leer la obra no pueda separar la paja del trigo. En el caso de los regímenes totalitarios la separación viene hecha: se oye o se lee lo que Poder decida. El autor puede estar muerto mientras vive, o vivir cuando sus cenizas al polvo han regresado y nadie lo extraña. En la dictadura todo se decide en el buró de un comisario: trasciendes o mueres para siempre.

El paso a otra dimensión de la existencia de Antón Arrufat bien merece unas letras. Es un caso singular porque la historia de sesenta años de cultura involucionaria quizás no lo recordará como el buen escritor y dramaturgo que sin duda fue, sino como el partenaire del affaire “Padilla”; cayeron juntos en el mismo saco de ostracismo gracias a una obra llamada Siete contra Tebas, Premio José Antonio Ramos de la Unión de Escritores y Artista de Cuba en 1968.

Arrufat debe una parte de su trascendencia —triste paradoja que persigue a los que fueron, después no fueron y después volvieron a ser personas— a esas estrofas dramatizadas que le costaron 14 años en los fosos de la Biblioteca de Marianao; junto a Heberto Padilla hubiera sido, quien sabe, uno más de aquellos muchachones que se acercaron a Orígenes y al eterno disidente literario, el genial Virgilio Piñera. La Involución lo hizo enemigo en vida, y lo resucitó de sus crípticas —¿críticas?— escrituras. Puede haber sido un gesto de indulgencia. Habrá quien piense lo contrario.

Según casi todos los pronósticos nos acercamos al fin de la Involución, tal y como la hemos conocido hasta ahora. Sea por los rusos, que vienen por la segunda conquista en el Caribe, o porque un grupo de poder tras la muerte del Castro Menor cree imprescindible negociar con Washington, la llamada cultura de la Involución muy poco tiene para ofrecer a las nuevas generaciones.

Las razones universales las sabemos: vivimos en la época de la pantalla digital donde la lectura más larga es de 500 caracteres y el reggaetón apaga a Mozart y a Beethoven. Las razones insulares podemos intuirlas: la cultura del escape, de la “pira”, de la necesidad primera. A nadie le interesa saber quién fue José Martí porque es el “autor intelectual” de toda la desgracia. No se come ni se viste con el Noticiero Nacional de la Televisión. La prensa escrita apenas alcanza para la función sanitaria pues cada día tiene menos páginas que el volante de un supermercado.

Ha sucedido lo que el marxismo clásico vaticinó. No hay superestructura que aguante tanta miseria en la base económica. La mengua cultural del pueblo cubano se le debe, en primer lugar, a la incapacidad del régimen para mantener aquella maquinaria cuasi industrial formadora de instructores de arte, músicos, grupos teatrales y musicales, cines, galerías y concursos internacionales. Hay una pérdida de poder económico y eso afecta los mecenazgos, sean merecidos o necesarios.

Y un elemento básico, al cual desdeña el comunismo insular: se ha perdido la “magia” que cierta vez cautivó a creadores y destinatarios. No hay poesía porque como dijera Albert Camus, todo está tan claro, que el arte no tiene razón de ser. Los ideólogos y comisarios culturales saben que lo sucedido en España al llamado Dúo Patriótico no es casualidad, ni una agresión del Imperialismo, quien paga a los gusanos —por cierto, larvas hasta hace muy poco de ese muladar— para hacer shows mediáticos. Saben que en Cuba millones de personas se alegran del rechazo a quienes parece han cambiado de fe. Acaso envidian no estar allí para unir sus voces de espanto. A personajes como ellos nadie los quiere. Nadie los necesita (discurso “que se vaya la escoria”, 1980)

En este punto me detengo y pregunto: ¿perdurará la bella lírica de Silvio Rodríguez más allá del susurro y su olvidada inconformidad? ¿Quién recordará la poesía de amor de Nicolás Guillen, sin duda mejor que las alabanzas pastorales al régimen? Los Van Van, ¿se seguirá bailando su música sin importar en que patio de Miami o La Habana suenen en los próximos 10 años? Siete contra Tebas y Fuera del Juego: ¿se volverán a leer y representar en una Cuba democrática por sus valores estéticos y no por sus autores, víctimas propiciatorias del pasado?


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