Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Principio de incertidumbre*

Sueño y vigilia de Severino Calderón, quien ha trabajado desde su adolescencia para diseñarse una vida impermeable al principio de indefinición de Heisenberg

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Cuanta mayor certeza se busca en determinar
la posición de una partícula, menos se conoce
su cantidad de movimiento lineal
Werner Heisenberg (1927)

Severino Calderón intenta domar el sopor que lo acomete después de almuerzo. Clasifica las presillas por orden de tamaño, reordena por colores los modelos impresos en la segunda gaveta del buró, comprueba que el tarjetero de direcciones conserve su estricto orden alfabético. Tareas que le exigen atención, no esfuerzo mental. A pesar de que ha puesto en práctica todo su arsenal de trucos para conjurar el sueño, sus párpados insisten en desobedecerlo. Pasea por su despacho, en la octava planta de la Oficina Nacional de Planificación, y se acerca a los ventanales. Contempla el escaso tráfico, los peatones por las aceras, un niño que cruza la calle en su bicicleta. Por el contrario que allá afuera, donde cunde la desmelenada realidad, en su oficina todo es equilibrio, orden, simetría.

Cada año, Severino Calderón diseña los planes nacionales donde constan, en histogramas y gráficos 3D, la producción prevista fábrica por fábrica, los víveres que recibirá cada ciudadano, el estimado de nacimientos y muertes, casamientos, divorcios, cosechas, accidentes de tráfico, precipitaciones, velocidad de los vientos, marejadas, ciclones. El cumplimiento de los pronósticos no es tarea de su departamento y él se abstiene de invadir competencias ajenas, no sólo por respeto. Le repugna una realidad plagada de imprevistos. Su tarea concluye con la encuadernación en cuero rojo de los ejemplares del plan anual.

Severino Calderón no aspira a tener una familia, habitar una casa o vivir una vida. Ha trabajado desde su adolescencia para construirse un modelo de familia, habitar un prototipo de casa y diseñarse una vida impermeable al principio de indefinición de Heisenberg. Él trabaja con variables que obedecen a los conjuros de la Estadística, pero ahora ni los ritos habituales (presillas, impresos, tarjetas) consiguen espantar el sueño, y apenas regresa al buró, su cabeza se desploma en cámara lenta. Sabe que no puede dormirse en horario de trabajo como cualquier oficinista del montón. Su secretaria no debe encontrarlo así, babeándose sobre el Informe de perspectivas agroindustriales para el año próximo. Lucha contra el sueño, intenta incorporarse, pero una entidad superior se ha apropiado de su cuerpo. Los párpados no responden. Los músculos se distienden. La lengua no consigue articular una palabra que alerte a sus oídos. La frente alcanza la carpeta de piel marrón que cubre medio buró y su consciencia es succionada por un túnel de sueño. Se va apagando lentamente, como las luces del cine Payret cuando está a punto de comenzar la función.

Minutos más tarde, su secretaria pasa del susurro a la sacudida intentando infructuosamente despertarlo. Cuando descubre el charco de orina bajo la silla, tras abrirse el esfínter como un grifo defectuoso, sale corriendo a telefonear al servicio de urgencias.

Mientras la camilla recorre los pasillos de la Oficina Nacional de Planificación, el hilo de saliva que escapa por la comisura derecha va dejando un reguero de gotas en el granito pulido, como si Severino Calderón se despidiera de su vida anterior con una línea de puntos suspensivos.

En el hospital intentan reanimarlo, pero ni zarandeándolo logran que abra los ojos. Aunque resuella grueso, como un durmiente cualquiera, parece desmayado. El médico lo ausculta, examina sus pupilas, consulta los análisis y le toma el pulso antes de concluir que es lo nunca visto en toda su carrera. El paciente no muestra aún el signo de Kerandel, ni taquicardias, anemia, edema, ni alteraciones circulatorias. No obstante, yace fulminado. ¿Cómo coño se infectaría?

—Este hombre padece tripanosomiasis africana.

—¿Qué?

—La enfermedad del sueño —dictamina, mientras Severino Calderón ronca como único síntoma. ¿Cómo coño habrá atrapado un tripanosoma brucei en este barrio?—. Pero no hay por qué alarmarse —lo peligroso aquí es estar demasiado despierto—. No es contagioso. Déjenlo dormir. Sólo eso.

Depositado a fondo perdido en el pabellón de crónicos, el sueño de Severino Calderón consiste durante años en una navegación gozosa por un mar azulísimo, cristal líquido de Murano, con cielos despejados y un sol perpetuo que calienta sin quemar y que jamás atardece. La tripulación canta de alegría, una bandada de sinsontes persigue al buque por la infinitud del océano y un coro de mulatonas jacarandosas interpreta para él la danza del bajo vientre. Sabe, con una certidumbre sin precedentes, que un amanecer perfecto, por los siglos de los siglos amén, es el destino de su viaje.

Dos veces a la semana, su reposo es interrumpido por los enfermeros que lo asean y le cambian las sábanas. En su sueño, los cantos de la tripulación son sustituidos por una danza folklórica que todos ejecutan tomados del brazo, rodeados de mariposas verdes y bajo un sol suave de primavera incrustado en el añil, un póster que compraría cualquier agencia de viajes. Falta el pie de grabado, pero a su sueño no se le ocurre ninguno.

Una vez al año, es trasladado al pabellón contiguo para someterlo a algunas pruebas. En esas ocasiones, los pequeños saltos de las ruedas al pasar sobre las juntas entre las losas son interpretados como los estampidos de fuegos artificiales que se lanzan desde la cubierta de su sueño, en el ocaso de un día espléndido, dando inicio a la fiesta para celebrar el Aniversario de Algo, la Efemérides de Aquello, el Triunfo de Yo Qué Sé, o el Natalicio de Quien Tú Sabes. Severino Calderón sonríe deslumbrado ante las cascadas de luz: el cielo es un Van Gogh multiplicado por dos en el espejo del mar.

—Míralo, míralo. Parece que le gusta el paseíto.

A los tres meses de sueño, ya sus uñas eran puñales peligrosos para el personal médico, pero, sobre todo, para sí mismo. Entonces, una enfermera se encargó de cortárselas y, de paso, tusar su cabeza a tijeretazos. Al contacto de la enfermera, Severino Calderón se sintió arrastrado por decenas de manos hasta una playa desierta y se supo correteando entre los cocoteros y mecido por olas de cristal esmeralda mientras una docena de mujeres retozonas se arrancaban los vestidos hasta quedar en pelotas, lo perseguían, lo toqueteaban y estregaban contra él sus cuerpos perfectos de hembras soñadas. La primera vez que la enfermera vio levantarse el asta bajo el pijama remendado, la dejó fuera de combate con un certero golpe del dedo medio en la punta del glande. Pero de ahí en adelante solía apiadarse del hombre. Le bastaban diez o doce manipulaciones enérgicas para ordeñarle eyaculaciones torrenciales.

Muchos años después de aquel mediodía cuando agotó en vano sus conjuros para ahuyentar el sueño, las pupilas de Severino Calderón giran nerviosas bajo los párpados. Tras varios minutos de lucha contra las legañas históricas, abre el ojo izquierdo. Pero la retina ya se ha acostumbrado a la oscuridad, y no ve nada. Ni con la ayuda del otro ojo. Pasa un cuarto de hora tendido, con la mirada de par en par, antes de comenzar a distinguir las paredes desnudas, una ventana rota y suturada con cartones, un orinal oxidado sobre la mesa, el soporte metálico y el frasco de solución alimenticia que se vierte gota a gota en su vena. Con un gesto torpe, se arranca la aguja del brazo e intenta incorporarse, pero el mareo lo derriba nuevamente sobre el jergón. Siente como su consciencia resbala hacia el desmayo, pero consigue detenerse en el brocal. Abre con cuidado los ojos y espera media hora, hasta sentirse con fuerzas, para intentarlo de nuevo. Sólo al incorporarse, muy muy lentamente, distingue sus pies, sus manos, su cuerpo. Está confuso. No hay océano de Murano, ni mulatas jacarandosas, ni tripulantes cantores, ni un amanecer sin accidentes. Se siente abandonado. Apoyándose en las paredes, trastabilla hacia la salida de este salón desierto, como quien se adentra en una pesadilla.

Después de tantos años, sus piernas son de cristal. Tambaleándose, el despierto ex durmiente asciende con cuidado las escaleras haciendo frecuentes paradas para recobrar el aliento.

En busca de la salida, deambula los corredores, sortea pilas de basura, muebles desvencijados, y evita los cristales que escasean en las ventanas, pero tapizan el suelo. La única presencia viva son las ratas y los insectos que espían su recorrido. Severino Calderón está seguro de que si cayera aquí, vencido por el cansancio o por una recaída en el sueño, se lo comerían vivo.

Sale por fin a la calle desierta. Camina a la sombra de los edificios en ruinas, sostenidos por un bosque de puntales; elude las montañas de escombros, los tanques de basura desbordándose hacia las aceras, los ríos de aguas albañales que fluyen calle abajo saltando los sumideros de las alcantarillas.

Durante cuadras y cuadras no encuentra a nadie. Sospecha que lo han abandonado en una ciudad fantasma. ¿Continuará durmiendo? Un golpe en la rodilla lo convence de lo contrario. Con la angustia del niño mientras transita la vagina materna hacia la intemperie, añora su navegación gozosa, el azul perfecto y las mulatas. Después de años en una confortable penumbra, el resplandor de la tarde casi lo ciega al desembocar a una avenida donde un semáforo guiña para nadie su ojo ámbar.

Escucha un rumor de oleaje y, esperanzado, atraviesa calles y parques huérfanos de niños. A medida que se acerca, el rumor de olas se convierte en rumor de voces. Cuando desemboca a una amplia plaza, las voces enmudecen a favor de una sola voz que desde la tribuna arenga al gentío.

Severino Calderón camina tambaleándose entre la multitud famélica. Ruinas de personas sostenidas por puntales invisibles. Palpa los esqueletos asomando entre los andrajos, todos de un gris mate, homogéneo, salvo las pequeñas variaciones de la mugre. Cavernas desdentadas en lugar de bocas. Cráneos cubiertos por una pelusilla quebradiza. Manos que aplauden en cámara lenta con un clic clac de huesos. Miradas apoyadas en algún punto incierto del espacio. Miradas vidriosas, gastadas de tanto mirar, que no reflejan alegría ni odio ni dolor ni entusiasmo ni angustia. Miradas de no mirar rumian muy lentamente, como pasto seco al que necesitan añadir mucha saliva, los colores de la tarde. Esto es una broma macabra, piensa Severino Calderón. Un chiste de mal gusto. Ahora van a levantar el decorado, y bajo los disfraces asomarán las personas. Ha empezado a temblar azogado bajo los treinta y ocho grados que asolan la plaza. Después de años en apacible silencio, camina ahora sin dirección fija, perseguido por la voz que, desde la tribuna, parece dirigida exclusivamente a él.

De repente, una mirada se enfoca en el pijama de Severino Calderón y alguien grita:

—Azul azul azul.

Decenas, cientos de manos intentan tocar el azul, lo halan desde todas direcciones, pero la fuerza de los espectros es tan escasa que no logran desgarrarle la ropa. Severino Calderón huye hacia el extremo nordeste de la plaza, donde se abre un claro entre la gente. Lo persiguen gritando azul azul azul, y él sólo atina a franquear la puerta de un edificio y subir por las escaleras hacia ninguna parte. Los escalones gimen y amenazan con desplomarse bajo los pasos de la multitud que lo persigue. La escalera termina en un gran recibidor que Severino atraviesa para acceder a una habitación vagamente familiar. Intenta cerrar la puerta, pero ha sido arrancada de los goznes y es apenas un pedazo de madera inútil apoyado en la pared. Se acerca al ventanal sin cristales y contempla, ocho pisos más abajo, la calle desierta de tráfico, de peatones en las aceras y niños en bicicleta. Siente deseos de llorar, de dormir, de que esta pesadilla termine. Pero no le da tiempo. La multitud de espectros lo acorrala (azul azul azul) y Severino Calderón, sin dudarlo, salta desde el octavo piso hacia la calle.

El vértigo y el viento en la cara durante la caída lo obligan a cerrar los ojos.

Tras el golpe contra la superficie del mar, se hunde semiinconsciente y es su instinto el que se encarga de devolverlo a la superficie. Flota y se balancea en el oleaje sin abrir los ojos. Le aterra descubrir que la muerte es un océano infinito donde flotan los finados por toda la eternidad. Entonces unos brazos suaves, olorosos a talco y colonia barata, lo levantan y lo depositan sobre una superficie mullida y seca. Entreabre los ojos y ve una cubierta recién pintada, la amura, un trozo de cielo y la colchoneta tapizada de flores sobre la que está tendido. Pero vuelve a cerrar los ojos. Ruega porque al abrirlos no haya desaparecido todo y que alguna jugarreta del destino lo arroje dentro de otra pesadilla. Severino Calderón siente hambre y sed pero, sobre todo, un cansancio enorme. Casi sin darse cuenta, va resbalando hacia un sueño terso, sin sueños.

Despierta sobresaltado. Cuando levanta la cabeza, su mirada se detiene en la carpeta de piel marrón que cubre medio buró, y en un grueso volumen encuadernado en negro: Informe de perspectivas agroindustriales. Contempla asombrado la hilera de presillas ordenadas por tamaños. Acaricia los lomos de los informes anuales, encuadernados en cuero rojo, que ocupan un pesado librero chapado en nogal. Dentro hay producciones, víveres, nacimientos y muertes, casamientos, divorcios, cosechas, accidentes de tráfico, precipitaciones, vientos, marejadas, ciclones. Las plumas en un vaso de cobre, las pilas de carpetas ordenadas por colores. A su alrededor, reina un raro equilibrio, orden, simetría. Pero todo está cubierto por una espesa capa de polvo, como si una fuerza misteriosa hubiera exterminado toda vida, preservando las cosas. Lo único que desentona es este pijama azul. Por el momento, no sabe cómo ha llegado hasta aquí. Sospecha que esto no es lo que parece. No puede ser. Es un engaño. Se acerca a los ventanales y entre las ruinas de los edificios no circula ni un vehículo, ni un peatón, ni un niño en su bicicleta. Es la desmelenada realidad, piensa sin saber de dónde le ha llegado esta frase. Tampoco sabe quién es Heisenberg, un tipo de apellido extranjero que le ha saltado a la lengua desde alguna neurona memoriosa. No recuerda a su secretaria, pero sabe que ella no debe encontrarlo así, en pijama. Y sonríe porque, en estos momentos, ese es el menor de sus problemas.

Contempla absorto la calle desierta, cuando una marejada de voces se acerca a la puerta del despacho. Pone el doble cerrojo y espera. El vocerío es ya insoportable (azul azul azul) e intentan derribar la puerta. La madera se comba, pero no cede. Severino Calderón sabe que del lado de allá no está su secretaria. Sabe que no hay otra salida, salvo los ocho pisos que separan su ventana del asfalto. Y sabe también que no debe abrir la puerta. Bajo ningún concepto.


* Del libro Topografía del tiempo (inédito), 2012.


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