Gulag, Vasili Grossman, Literatura
Radiografía de la infamia
Si en Vida y destino, Vasili Grossman compuso la epopeya soviética por antonomasia, en Todo fluye avanza mucho más allá, no en la narración de los hechos, sino en la indagación de sus causas más profundas
Iván Griegórevich regresa tras 29 años en el Gulag y visita a su primo Nikólai Andréyevich, eminente científico que en la obra Vida y destino, de Vasili Grossman, se balancea entre la grandeza y la infamia. La escena, que ocupa el capítulo 4 de Todo fluye (Debolsillo, Barcelona, 2010), de Vasili Grossman, es un prodigio de contención y síntesis narrativa. El científico exitoso habla de los tiempos de la angustia, cuando podía llegar una visita indeseada en plena madrugada, de las cartas que tuvo que firmar y las infamias que se vio obligado a cometer. Pero ahora, muerto Stalin, el mundo es luminoso, y pasa entonces a relacionar los éxitos de la ciencia y la industria soviética. El que acaba de regresar desde tres decenios en el inframundo, apenas habla. Su silencio es dramático, trágico, acusatorio. Viene del mundo de los muertos, y los muertos no hablan. Posiblemente sea uno de los silencios más elocuentes de la literatura.
Si en Vida y destino, Vasili Grossman compuso la epopeya soviética por antonomasia, la Guerra y paz del siglo XX, en Todo fluye, su testamento literario, concluido en 1963, pocos meses antes de su muerte, en 1964, el autor avanza mucho más allá, no en la narración de los hechos, sino en la indagación de sus causas más profundas.
La visita a su primo, detenerse ante el edificio donde aún vive, casada con otro, la que fue el gran amor de su juventud, y el encuentro casual con un alto personaje de la nomenklatura cuya delación, allá en la universidad, arrojó a Siberia la vida entera de Iván, son los tres instantes en que las catacumbas y el penthouse de la Rusia soviética se encuentran frente a frente.
Iván descubre que en Moscú el diktat del Partido ha ido estandarizando a las personas a su medida (la convicción, el mimetismo o la simulación han construido un solo discurso que cada uno repite con su propia dicción). En cambio, en el Gulag, él encontró todos los estratos que componen la historia rusa: viejos oficiales zaristas, mencheviques, trotskistas, campesinos deskulakizados, funcionarios soviéticos, generales, poetas, ingenieros triturados por la maquinaria del Estado, pero todos anclados en sus convicciones originales, sin necesidad de simular la fe de cada momento, porque, en su caso, la libertad de pensar es la única de que disponen como prisioneros. (Muchos verán en ello, también, una metáfora de nuestro propio exilio, donde la libertad admite esos anclajes y nos permite percibir en las sucesivas oleadas un corte geológico que va desde el republicanismo al poscastrismo). Comprende entonces Iván que las alambradas de los campos se han extendido y acordonan toda la geografía del país.
Grossman disecciona en esta novela la naturaleza de los informantes y chivatos, los somete a juicio con fiscales y defensores con la despiadada eficiencia de un cirujano. ¿En qué medida fueron instrumentos voluntarios de la perversa política de Estado y en qué medida ellos también fueron víctimas relativas, a la expectativa de convertirse en cualquier momento en víctimas absolutas? Invoca el destino, posiblemente más trágico, de las mujeres en el Gulag. Recrea, a través de la mirada de una antigua koljosiana, el Holodomor, el asesinato en masa por hambre cometido por el Estado contra los campesinos ucranianos de1932 a 1933, y que costó entre 7 y 10 millones de vidas. Debo confesar a los lectores demasiado sensibles que Grossman consigue imágenes tan poderosas (y dantescas) que pueden acudir a nuestros insomnios con una asiduidad poco recomendable.
Sobre el Holodomor hay un pasaje hermoso y sobrecogedor de esa humanidad enloquecida por el hambre:
“Cada hambriento muere a su manera. En una cabaña están en guerra, se vigilan los unos a los otros, se arrebatan las migas. (…) Pero en otras casas el amor es inquebrantable. (…) La gente se dio cuenta de que allí donde vencía el odio, morían más rápidamente. Aunque el amor tampoco salvó ninguna vida”. (pp. 190-191).
Pero este último Vasili Grossman va mucho más allá que la mera tragedia. Su protagonista anota en un cuaderno que cuando piensa en el estalinismo no piensa en Stalin, sino en Lenin. No en el Lenin culto, polemista, lector y melómano que subrayan sus hagiógrafos, sino en el Lenin intolerante con cualquier idea que no fuera la suya, el que apelaba a cualquier medio para obtener el poder (“todas sus capacidades, su voluntad, su pasión estaban subordinadas a un único objetivo: hacerse con el poder”, p. 236), el Lenin que “no buscaba la verdad, buscaba la victoria” (p. 235), el que despreciaba cualquier fórmula democrática y, sobre todo, la libertad.
El autor analiza entonces, en contraste con la historia de Occidente, donde el progreso ha estado asociado a la ganancia de libertad; la historia de Rusia: un progreso siempre asociado a la esclavitud y a su incremento, durante 900 años, que alcanza su clímax en el sistema soviético. ¿Quién era entonces, entre los brillantes líderes de Octubre (Bujarin, Trotski, Ríkov, Zinóviev, Kámenev) el llamado a heredar el legado de Lenin? Sin dudas, el heredero natural era Stalin, que aunaba lo más auténtico del leninismo: su odio profundo a la libertad y la democracia, lo que permitiría construir un Estado del que todos los rusos fueran siervos. Universalizar la servidumbre, y empleo ex profeso la palabra porque desde entonces “el mundo comprendió la fuerza del Estado popular construido sobre la esclavitud (…) Naciones y Estados podrían desarrollarse en nombre de la fuerza y contra la libertad (…) No era éste alimento para la gente sana; era un narcótico para los desdichados, los enfermos y los débiles, para los atrasados o los vencidos” (p. 250). Y añade que “Stalin ajustició a los amigos más íntimos y a los compañeros de armas de Lenin porque impedían (…) el verdadero leninismo” (p. 257).
El autor analiza las paranoias de Stalin como el miedo al cadáver de la libertad que él mismo había asesinado y el encabalgamiento en su ideología entre el ancestral despotismo oriental y la ilustración marxista de Occidente, y sentencia que Lenin, el gran revolucionario ruso, fue, en realidad, el mayor conservador, al derogar los escasos ocho meses de libertad y reinstaurar, a un nivel hasta entonces desconocido, la tradicional esclavitud del hombre ruso.
Todo fluye es un doloroso canto a la libertad, un libro conmovedor donde entre las tinieblas aparece, con toda su densidad, la grandeza humana. Es más que una novela. Una lectura insoslayable. Una lección de vida que para nosotros, los cubanos, puede ser tan luminosa como inquietante.
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