Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Leñero, Literatura, Literatura mexicana

Recordando a Vicente Leñero

Como escritor Vicente Leñero cultivó todos los géneros menos la poesía, y esto lo hizo siempre con una prosa clara y fuerte, y una gran apertura experimental

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Este pasado 3 de diciembre fue el primer aniversario de la muerte del escritor mexicano Vicente Leñero (9 de junio de 1933 - 3 de diciembre de 2014), uno de los más significativos escritores de la literatura mexicana y latinoamericana, y de la lengua española. Nos unió una amistad que compartía obsesiones (la literatura de Chesterton a Greene a Böll, de Faulkner a Bellow, de Arreola a Ibargüengoitia, el catolicismo, la democracia), gustos (Pascal, la pintura de Orozco, Leal y Cantú) y disgustos (escritores herméticos como García Ponce y Elizondo, obispos corruptos y el culto a la fama), y claro, Cuba, lugar que Leñero visitó en tres ocasiones (1955, 1973 y 1985) y donde yo nací.

Conocí a Vicente primero por sus libros; un amigo argentino, exiliado en México y casado con una mexicana, me envió por correo tres de sus libros. Sabía de mi gusto por la prosa clara y fuerte y la temática cristiana. Eran las novelas Los albañiles y Redil de ovejas y la obra de teatro documental El juicio. Se debe recordar que Los albañiles fue la segunda novela latinoamericana que recibió el premio de novela Biblioteca Breve en 1963 (la primera fue La ciudad y los perros y la tercera Tres Tristes Tigres). En una relectura reciente encontré a la novela tan fresca y rigurosa como la primera lectura en 1979; en esta obra Leñero funde sus obsesiones de siempre —la gracia de Dios en un mundo caído, el misterio de la salvación en medio de la miseria y pobreza humana, la novela policial— y su obsesión temporal de esos años con la nouveau roman francesa y su estructura arquitectónica a lo Claude Simon y Nathalie Sarraute. La muerte del velador de una obra de construcción en plena ciudad de México fue un tema que obsesionó a Leñero por varios años llegando a transformar su novela ganadora en obra de teatro y guion de cine. En mi última visita a su casa le dije que había releído Los albañiles no hacía mucho. Se rio lacónicamente y me contestó: “Obviamente no se consiguen nuevos libros en español en New Jersey”.

Vicente considero a Redil de ovejas como una novela fallida —siempre que tuve la oportunidad le dije que estaba equivocado y que el tiempo probaría que era una joya novelística, al nivel de La feria de su maestro Arreola y de Las batallas en el desierto de su amigo Pacheco—. En Redil de ovejas Leñero escribió una novela verdaderamente innovadora: una narración donde múltiples voces —contradictorias, pecadoras, sedientas de gracia y justicia, lo mismo a la derecha que a la izquierda de Dios y su iglesia— son la voz de la comunión de los santos.

Es decir escribió una novela católica y moderna que se sale de “la capilla” sectaria y nos da una visión universal de los seres humanos y el misterio de ser —como la mejor narrativa de Bernanos, de Greene y Böll, de Flannery O’Connor y Walker Percy—. No cabe duda que El juicio y su anterior obra teatral, Pueblo rechazado, son piezas claves del teatro documental en México y Latinoamérica.

Ambas revisan la historia con ojo crítico, desmantelan lo mitológico y oficial, y plantean una verdad difícil y hasta dolorosa. Leí estos libros con intensidad y pasión —los he vuelto a leer un par de veces al pasar los años, de la misma manera que leo y releo a Quevedo y a Borges, a Pascal y a Böll, a Paz y a Cabrera Infante, a Cortázar y a Gelman— son mis autores de cabecera, sus libros siempre están en mi mesa de noche, junto a la biblia y las memorias de Víctor Serge. Mi entusiasmo juvenil después de esas primeras lecturas me llevó a escribirle una nota a Leñero y enviarle (por vía del amigo argentino que vivía exilado en México) un dibujo a tinta de una cabeza de Cristo (en esos años me dedicaba al dibujo). Vicente no solo me contestó con una carta de dos pliegos escrita a mano, sino que me invitó a conocerlo en persona cuando viajara a México. Y así fue. En 1983 viajé a México por segunda vez (con fondos que me quedaban de la beca Cintas que había ganado con anterioridad) y mi amigo argentino (Juan Julio Mathé) nos reunió a Vicente y a mí en un almuerzo en el Rincón Argentino. Quizás bebimos más de la cuenta —vino argentino y brandy español en la sobremesa— pero tuvimos un lindo encuentro donde descubrimos puntos comunes, hablamos de la fe, la iglesia, el insoportable Papa triunfalista del momento, pintura, Cuba, el teatro y el cine, y al final nos abrazamos y me invitó a cenar en su casa y conocer a toda su familia.

Tres días más tarde entré por primera vez en la casa de San Pedro de los Pinos y conocí a su esposa, la extraordinaria Estela Franco y a tres de sus bellas hijas; la escritora Estela María, la pintora Isabel y la actriz Eugenia. En otra visita conocería a la hija menor Mariana (dedicada a la enseñanza/educación) y a su entonces novio y hoy esposo Ricardo.

Me sentí en familia. Con los años visitaría la casa regularmente, me hospedaría en ella, y con varios Leñeros iría en auto a Cuernavaca. Pasaron los años y la amistad se mantuvo y creció. Yo iba a México y siempre nos encontrábamos. Vicente y Estela venían a New York y nos encontrábamos en la ciudad. Yo le escribía y él a veces contestaba, diciéndome que no le gustaba escribir cartas. Pero siempre por el correo DHL llegaban sus libros y otros libros que él pensaba yo debía leer: una biografía de Fidel Castro, de arte mexicano, y de sus admirados Ignacio Solares, Javier Sicilia y Francisco Prieto —autores que hoy leo con pasión—.

La madurez me llevó a cambiar de vocación —dejé las artes visuales por la historia del arte y la poesía—. Cuando estaba escribiendo mi tesis doctoral sobre Orozco, fueron Vicente y mi amigo argentino Mathé quienes me abrieron puertas en México de museos, archivos e individuos para entrevistar sobre la temática orozquiana: desde Raquel Tibol (con quien discutí sobre Cuba), a dos de los hijos de Orozco, y algunos amigos y coleccionistas que aún vivían. Cuando me casé y tuve hijos, mi tribu fue aceptada y abrazada por Vicente y Estela (¡y eso que mi mujer no hablaba español!).

Y claro, siempre hablábamos de Cuba. Vicente visitó la Isla —“por sus playas”— como un joven turista en 1955. Ni el primer entusiasmo ni la curiosidad de los años 1959-1961 lo llevó a visitar la Isla. Sabía muy bien que la iglesia había sido perseguida por el régimen revolucionario. Eso sí, admiraba ciertos escritores cubanos: el teatro de Piñera, los cuentos de Novás Calvo y de Eliseo Diego, “esos alucinantes Tres Tristes Tigres,” y Las iniciales de la tierra de Jesús Díaz. Y como yo, no era fanático ni de Carpentier, ni de Lezama, ni de Reynaldo Arenas. En abril de 1971 Leñero firmó, junto a sus amigos Ramón Xirau y José Emilio Pacheco, la carta del Pen Club de México desaprobando la aprehensión del poeta cubano Heberto Padilla por parte del Gobierno de Fidel Castro. En 1973 fue a Cuba como periodista de Revista de Revistas del periódico Excélsior, para reportar sobre las celebraciones del XX aniversario del ataque al Moncada. De esta visita salió su texto crítico Viaje a Cuba de ese mismo año. En la entrevista de Silvia Cherem publicada póstumamente en la digital Revista de la Universidad de México este pasado enero, Leñero recuerda: “Asistí a los actos conmemorativos del XX Aniversario del Asalto al Cuartel de Moncada, y después de dos semanas, percibí el poco sentido autocritico. La veneración excesiva a Castro, un manipulador dogmático, me recordaba la veneración ciega de muchos feligreses ante jerarcas endiosados por la Iglesia católica. Escribí que no bastaba el caudal de estímulos para hacer marchar a la nueva sociedad cubana, porque el aparato ideológico rayaba en la soberbia y el dogmatismo. Para poder husmear una realidad distinta, me escapé más de una vez del agregado de prensa que hasta al baño me acompañaba. La ciudad, efectivamente despellejada, era como un traje guango enorme, barroco y superfluo; uno de esos trajes confeccionados para un burgués vanidoso que al marcharse acabo regalándole su suntuosa prenda a un obrero incapaz de portarla”.

Vicente volvió a Cuba por tercera y última vez en 1985, cuando sirvió de jurado para el concurso de dramaturgia de Casa de las Américas. Seguía curioso, quería ver si algún cambio se veía en el horizonte. Más tarde me contó que lo que encontró —si era posible— había empeorado desde el 1973: “Encontré un ciego odio anti yanqui, un fervor militar más enfermizo que nunca, un alucinante culto a Castro y un régimen deteriorado y castrante”. Le pregunté si había notado alguna oposición creciente, si tenía alguna idea de la posición del Arzobispo de la Habana hacia el régimen, y como siempre fue parco: “Difícil ver una oposición creciente y el Arzobispo me parece tan entreguista con el Gobierno como el resto de la jerarquía de la iglesia latinoamericana hacia el poder político”.

Nunca olvidaré que cuando salió Mea Cuba de Cabrera Infante en edición mexicana, Vicente me trajo una copia en uno de sus viajes a New York. Me aseguró que Julio Scherer —su jefe y compañero en la revista Proceso— le había dicho que era uno de los libros más importantes en castellano desde Cien años de soledad.

Me es imposible resumir en unas cuantas paginas una amistad de treinta y un años. ¿Y qué puedo decir del intelectual ético, del escritor por vocación, del periodista incorruptible? Vicente siempre fue un escéptico del poder y de la fama. Fue igualmente crítico y distante con el PRI y el PAN y políticos como Cuauhtémoc Cárdenas y López Obrador. Dejo de cultivar sus amistades con José Donoso y Manuel Puig después que estos se hicieron famosos: “se han convertido en unos fatuos Alejandro”. Aunque conocía lo mismo a García Márquez que a Vargas Llosa de años, solo los consideraba “conocidos”: “Se saben premios Nobel, se sienten infalibles y les encanta estar cerca del poder”. Y al mismo tiempo cultivaba la amistad de monjas que trabajaban con los marginados, de obreros, de activistas en contra de la pedofilia sacerdotal, y de un cubano exilado como yo. Era llano, real.

Como escritor Leñero cultivó todos los géneros menos la poesía, y esto lo hizo siempre con una prosa clara y fuerte, y una gran apertura experimental. Fue un escritor realista que jamás cayó en el costumbrismo. Y un escritor cristiano que nunca fue sectarista. Escribió ocho novelas magníficas, desde La voz adolorida (1961) hasta El Padre Amaro (2003) —entre las cuales creo que El garabato (1967), El evangelio de Lucas Gavilán (1980) y La vida que se va (1999) son obras maestras, al igual que Los albañiles y Redil de ovejas—.

Fue uno de los iniciadores de la novela testimonio periodístico a lo Truman Capote o Norman Mailer, con textos claves como Los periodistas, Asesinato y La gota de agua. Y ni hablar de que Leñero es uno de los grandes dramaturgos de nuestro idioma; están La mudanza, La visita del ángel, La noche de Hernán Cortes y Todos somos Marcos por solo mencionar cuatro piezas de entre sus veinte y siete. Sus cuentos, sus reseñas y reportajes, sus guiones cinematográficos… en fin, la lista es sustancial.

Hace años pasé por una seria crisis espiritual. Se lo dije tras un breve encuentro en New York. Días más tarde recibí esta nota: “Me apena que los avatares “religiosos” te golpeen tan duro como dices. Hay que seguir adelante porque Dios también es silencio y también es enigma como un libro que se tiene que leer con cuidado entender. Te digo solamente que la fe tiene sentido, aunque uno no sepa bien a bien, cual. Es misterio y no podemos aplicarles las leyes de la razón porque se nos desbarata entre los dedos. Hay que creer, aunque uno sienta a veces que no se cree”.

Fue Vicente quien me introdujo a la Teología de Liberación —por él leí a Gutiérrez, Boff y Sobrino (y los sigo leyendo todavía), al mismo tiempo hizo una crítica muy aguda de los errores de Sobrino y Boff cuando estos se acercaron demasiado a la “supuesta” izquierda en el poder (sean los regímenes de Cuba o Nicaragua)—. Al mismo tiempo me recalcaba la importancia de leer a los “clásicos” que seguían siendo verdaderamente radicales, como el jesuita Karl Rahner, y los dominicos M-D Chenu y Edward Schillebeeckx. En México, Leñero defendió y criticó a las diferentes manifestaciones de la Teología de Liberación y les tuvo gran esperanza a las comunidades de base como el instrumento por el cual se podía vivir un cristianismo genuino, a contrapelo de la jerarquía asfixiante. La última vez que nos vimos comentamos el velorio de Juan Pablo II, y me impresionó tanto lo que me dijo, que lo escribí en mi libreta de apuntes esa misma noche:

“Vicente me comenta que fue bastante desagradable ver el funeral del Papa. Tanta pompa anacrónica en una iglesia que se olvida de los pobres, que protege a curas pedófilos y trata a las mujeres como ciudadanos de tercera. Mejor hubiera sido un Papa con una camiseta, unos jeans y descalzo […] así se hubiera parecido un poco a Jesús que no tenía nada y que fue enterrado en una tumba prestada. Claro, me repite Vicente, hay que tener fe, a pesar de esta iglesia arrogante y mundana”. No solo estuve de acuerdo, sino que le comenté que vendrían tiempos difíciles para la institución con Ratzinger como Papa. Se sonrió y añadió que Dios siempre nos mandaba pruebas. Así era Vicente. Tenía un sutil y agudísimo sentido del humor.

A un año de su muerte siento su ausencia. Me entristece saber que en mi próxima visita a México no le podré dar un abrazo y sentarme en su estudio biblioteca a tomar café o whisky, y conversar sobre el nuevo Papa, la situación en Cuba y las truculentas políticas de Estados Unidos y México. ¿Qué nuevo libro me hubiera recomendado a leer?

Una vez, hace años de esto, me dijo que algún día debíamos de hacer en auto el viaje que realizó Graham Greene cuando visitó México. Le respondí que sin duda lo haríamos. Lástima que no lo hicimos. Ambos fuimos fanáticos de Greene, aunque con el tiempo acordamos que solo perdurarían seis de sus novelas: The Power and The Glory, The End of the Affair, A Burnt Out Case,The Quiet American, The Comedians y Monsignor Quixote. Y con su usual modestia Vicente me decía que él se conformaría con haber escrito la primera.

Espero la próxima publicación de sus textos inéditos (creo que dejó unas memorias) y de sus obras completas. Pienso seguir releyéndolo y seguir conversando con él a través de sus libros. Como él mismo escribió en su tomo de relatos Sentimiento de culpa, “Cada quien es su historia […] El misterio es la vida”. Y Vicente, con su vida y obra alumbró este misterio que llamamos vida.


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