Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Reliquias y memorias

Uno de los problemas de siempre con Memorias es poner en un personaje frustrado de entrada, sin necesidad de una revolución para evidenciar sus limitaciones y abandono

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Volver a ver ahora Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, remite apenas a una valoración anecdótica del fracaso de un proyecto político que siempre intentó trascender al país. Si esta visión deja aún peor parado que en su momento original, tanto el discurso justificativo de dicho proceso como la intención espuria de supuestamente brindar un asidero a un argumento más amplio, es por el abuso de clichés y estereotipos en que fundamenta su discurso, al punto que paradójicamente su mayor veracidad se alcanza con el episodio carnal —casi costumbrista—, donde las actuaciones logran un poco sacar de la modorra al espectador, pero en eso hay poco mérito en el cine, y menos en el teatro cubano, por lo repetitivo del discurso.

Uno de los problemas de siempre con Memorias —y en ello debo reconocer que fue Olga Andreu a quien primero escuché mencionarlo— es poner en un personaje frustrado de entrada —sin necesidad de una revolución para evidenciar sus limitaciones y abandono— una caricatura de conciencia crítica que en buena medida no le pertenece.

Ello se debe al oportunismo político tanto del autor de la novela en que se fundamenta la película (Edmundo Desnoes) como del realizador de la misma. Puede argumentarse la dificultad —o lo imposible— de una impugnación con un personaje más lúcido, tanto en la Cuba de entonces como en el exilio de ayer y de hoy, es también el hecho de que dicha limitación es la esencia del filme. Aunque tal coartada elude que aunque buena parte de la narrativa de la película se fundamenta en una narración en primera persona: la imagen busca proyectar una visión más amplia —incluso contraponer ese discurso— y abarcar la realidad de un país en transformación.

Así el apelativo al subdesarrollo se sustenta como justificación de la burguesía cubana, entonces en vías de extinción, no solo en el caso del protagonista, Sergio, que se nos presenta con ínfulas intelectuales, sino de su amigo, que aparece como un simple tarado.

La imagen de ese protagonista en una librería: tabaco, literatura, curiosidad por lo que va a pasar, cuasi parodia analítica de lo que ocurre, distanciamiento de la realidad en sus aspectos más molestos como el trabajo agrícola, las guardias y el estudio vigilado no dejaban de adoptar cierto atractivo (“horny dude reading Lolita in Havana”, me dice el académico Eduardo González) para quienes en 1968 nos sentíamos más cerca de esa aparente frustración intelectual que de la real catástrofe guevariana en Bolivia o cualquier otra parte.

El tiempo, por otra parte, nos has dado y quitado la razón. Por librarnos de una añoranza que nunca sentimos y por condenarnos a una lucidez que nos sirve de poco.

Lo sintomático de la visión actual es que ese proceso revolucionario, motor impulsor para salir del subdesarrollo en la ideología tercermundista —que entonces el gobierno de Cuba impulsa en el país y en el exterior— y ese subdesarrollo considerado como atadura conceptual para justificar la impericia de la burguesía nacional según se representa en la pantalla, han confluido en algo peor: la ruina sistemática de la nación.

Queda entonces Memorias del subdesarrollo no como la destrucción del protagonista por un proceso incapaz de comprender, sino como el anticipo de la ruina de un país por uno, dos, tres gobernantes más incapaces aún.


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