Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Portocarrero, Pintura, Pintura Cubana

René Portocarrero: lo espiritual en su obra

La obra religiosa de Portocarrero tiene un elemento enriquecedor en su carácter paradójico, con ángeles de alas atrofiadas que harán el vuelo celestial difícil, pero no imposible

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Para Ramón y Sergio Cernuda

Las señas básicas de la vida de René Portcarrero son harto conocidas dentro de la historia del arte de Cuba y Latinoamérica. Nació en el antiguo barrio habanero del Cerro un 24 de febrero de 1912 y falleció en La Habana el 7 de abril de 1985. Entre estas dos fechas están su autodidactismo, su brevísima asistencia a cursos de dibujo en las academias Villate y San Alejandro (1924), las influencias del pintor estadounidense George McNeil y el escultor checo Bernard Reder, su amistad con Lezama Lima, sus colaboraciones en Verbum, Nadie Parecía, Espuela de plata y Orígenes, su membresía breve en el Partido Comunista durante los años 30, docencia en la Cárcel de La Habana y en el Estudio Libre de Eduardo Abela, su vida compartida con Raúl Milián, su “caída en desgracia” durante los primeros años de la revolución, sus premios internacionales, su pasión por el whisky. Dentro de esta larga y prolifera vida, el año 1942 fue clave en su producción pictórica; es cuando comienza deliberada y consistentemente a trabajar lo religioso en su obra.

Ya en 1944, el critico José Gómez Sicre escribió: “Así le vemos como ejemplo esas crucifixiones en que vuelan mariposas y ángeles terrenales con alas casi atróficas —que les permiten la ultima alternativa celestial— ya que Portocarrero mismo afirma que no deben pintarse más porque están prontos a desparecer”. (Pintura cubana de hoy, p. 116) Aquí se plantea uno de los elementos que enriquecen la obra religiosa del pintor; el elemento paradójico. Los ángeles tienen alas atróficas que harán el vuelo celestial difícil, pero no imposible. En sus acuarelas, dibujos y pinturas de Cristos y crucifixiones, ángeles y santos, Portocarrero —como el gran arte católico del renacimiento y el barroco—contrapone y sintetiza la sensualidad del cuerpo y el medio ambiente con lo ascético. Sus

ángeles, si son hembras tienen redondos y suaves senos y nalgas, si machos tienen penes erectos. Sus Cristos son fuertes y tropicales, muchas veces reflejando alguna facción mestiza o mulata. En su obra esta presente la carnalidad del catolicismo, es decir las creencias básicas que afirman la encarnación de Jesús en forma humana, su muerte física y resurrección corporal, la Inmaculada Concepción y la transubstación de la eucaristía en el sacrificio de la misa. Estas creencias están presentes en las mejores obras de tema religioso, como el Cristo de Velásquez y El éxtasis de Santa Teresa de Bernini, en las que al igual que las de Portocarrero; vemos que las criaturas de carne y hueso —hombres y mujeres— necesitan señas físicas para comprender y acercarse a la divinidad. Mientras que la imaginación de las culturas protestantes no se atreve a comparar o igualar el amor profano con el divino, la imaginación católica usa la metáfora del amor pasional entre un hombre y una mujer para explicar el intenso amor de Dios por su creación. Una intensidad que llega al máximo gesto amoroso de sacrificar el único hijo del creador para redimir la humanidad. Es en este marco en el que tenemos que situar la obra de Portocarrero.

Vemos Ángeles, Figuras y ángel, Crucifixión con mariposas de 1942 y encontramos una carnalidad espiritual. Desde este año en adelante, me atrevo a decir, su obra pierde la pesadumbre melancólica que está presente en trabajos anteriores. Adquiere una alegría visual que rara vez encontramos en el barroco —en Rubens por ejemplo— las superficies se convierten en capas de multi colores y líneas eléctricas, las composiciones ascienden verticalmente. Su pluma y su pincel nos darán vírgenes y Santa Bárbara, Cristos y catedrales que son vocablos de un vocabulario barroco que es tropical y alegre, donde hasta temas trágicos como las crucifixiones se transforman alegres, con mariposas que anuncian la resurrección y ángeles hembras que nos deleitan con sus curvas.

Un lienzo como Paisaje de Trinidad de 1956 representa con lucida claridad lo mejor de la obra de temática religiosa de Portocarrero. Entre montañas ocres y azul pálidas aparece la ciudad cuyo centro es una catedral colonial pintada en blancos, amarillos, rojos, azules y violetas. El resto de las viviendas parecen ser extensiones de este edificio —como casitas y torres paridas por la iglesia. A la derecha, en la primera plana del cuadro nos encontramos con una crucifixión alegre, donde un Cristo sin barba y sonriente está clavado sobre el madero. A su alrededor sensuales mujeres —la Virgen de la Caridad, Santa Bárbara, quizá Santa Cecilia— nos dan la bienvenida. La serenidad de este paisaje se debe en parte a su estructura cromática, donde la mezcla de azules plateados y ocres evoca esos amaneceres con niebla en el trópico. Paisaje de Trinidad nos da un mundo donde la creación ha sido redimida en su totalidad y esto se plantea con una alegría franciscana.

El poeta y pintor franciscano Miguel Loredo fue amigo de Portocarrero en varias etapas de la vida del artista. Primero cuando Loredo era joven y no se decidía por una vida religiosa. En esa época fue Monseñor Ángel Gaztelu quien los presentó. Más tarde, después que Loredo, ya fraile, salió del presidio político bajo el castrismo. Portocarrero mandó a buscar a Loredo al saber que este había salido de la cárcel. Quería verlo y reanudar la amistad, hablarle de sus preocupaciones espirituales, de sus problemas con su compañero Raúl Milián. La amistad renació. El fraile vio al pintor en sus altas y bajas, cómplice con el Gobierno y a la vez arrepentido de ello. Hace años le pregunte a Loredo si Portocarrero era un hombre religioso y me contestó: “Portocarrero era un intuitivo y un visionario, y esto es más profundo que ser religioso”. Esa visión intuitiva es la que vemos en su obra de temática religiosa, y es lo que transforma lo meramente religioso en una visualidad cargada del espíritu.


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