Actualizado: 23/04/2024 20:43
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

CON OJOS DE LECTOR

Salir del fanguero para caer en la furnia

Además de nacer y morir, los idiomas también van perdiendo parte de su vocabulario, y en ese sentido Cuba no ha sido una excepción.

Enviar Imprimir

Hace poco leí un artículo donde se hablaba de la recuperación en las escuelas de Hawai del aha punana leo, una lengua nativa que casi se había extinguido, debido a que tras la anexión de la isla en 1898 el gobierno de Estados Unidos prohibió su enseñanza en las escuelas. Gracias a eso, a partir de 1983 las personas que lo hablan pasaron de menos de un millar a unas 10 mil. Iniciativas similares se están llevando a cabo para rescatar el galés, el navajo, el maori, el cornish y varias lenguas aborígenes de Bostwana.

Desgraciadamente, lo que predomina desde hace unas cuantas décadas es todo lo contrario, es decir, la desaparición de lenguas. Tan grave es el problema, que éstas deberían incluirse entre las especies en vías de extinción. Por ejemplo, cuando los españoles llegaron al territorio que hoy ocupa México existían unos 170 idiomas indígenas. Al finalizar el siglo XIX sólo sobrevivían 100; hoy se han reducido a 62.

Para sobrevivir, una lengua necesita contar por lo menos con 100 mil hablantes. La UNESCO estima que en la actualidad hay unas 6.800 lenguas en todo el planeta, aunque la mitad de las mismas son habladas por comunidades cuya población no sobrepasa las 2.500 personas. En Siberia hay sólo 100 habitantes que para comunicarse emplean el udihe, mientras que el arikapu apenas cuenta con 6. En 1992 falleció un granjero turco y con él desapareció el ubykh, un idioma de la zona del Cáucaso que poseía 81 consonantes, un número récord respecto a las otras lenguas. De acuerdo al Worldwatch Institute, para fines de este siglo entre el 50 y el 90% de las lenguas de todo el mundo podrían estar extinguidas. El lingüista Peter Ladefoged, de la American Society for the Advancement of Science, es menos catastrofista y afirma que puede ser alrededor del 40%. De cualquier modo, se trata de un problema cultural serio, y para algunos especialistas esa extinción es, en cierta medida, semejante a la de las especies.

Pero además de nacer y morir, así como de sufrir las consecuencias de la uniformidad cultural que trae aparejada la globalización, los idiomas también van perdiendo parte de su vocabulario. A muchas palabras y expresiones del habla cotidiana les ocurre como a las prendas de ropa: un día pasan de moda, dejamos de usarlas y raramente les concedemos la oportunidad de tener una segunda vida. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, de los hotpants, de la minifalda, de aquellos vestidos que se llamaban chemises o de aquellos calzoncillos blancos que daban por la mitad del muslo y que fueron bautizados popularmente como matapasiones? Me imagino que para una persona de veinticinco o treinta años tales nombres sonarán como si le hablasen en arameo antiguo o serbio-croata.

Algo similar ha sucedido con muchos de los términos que escuchaba y empleaba yo mismo durante mi infancia y adolescencia en Cuba: cayeron inexplicablemente en desuso y fueron sustituidos por otros más pobres. Algunos, debo admitirlos, probablemente eran localismos de la zona rural donde entonces vivía, pero otros se conocían en toda la isla. En estos últimos días me he dedicado a alumbrar los viejos rincones de la memoria para tratar de rescatar, a través del modo en que entonces se hablaba, algo de aquella lejana etapa.

Sí, porque debo admitir que de aquello hace ya un serón de años. He recordado así a la pandilla de amigos con los cuales acostumbraba reunirme. Yo era posiblemente el más serio y tranquilo de todos, lo cual no significa que fuera un mongolo o un guacarnaco. Mas ni remotamente podía ponerme al lado de ellos. Abelito, Nelson, Rodolfo o Pipo era su gracia, y ellos sí que eran rinquincalla, biyaya pura. Qué manera de gustarles el bonche a aquellos muchachos, qué tremendos chotas eran. Pero no sólo el bonche: no necesitaban que se les diesen muchos motivos para entrarse a piñazos con el pinto de la paloma. Tenían unos berocos tan jandangos como los del mismísimo Maceo. Muy bacanes eran mis amigos, sí, señor, pero con ellos no podía andar uno con bainadas.

Con ellos iba a encararme en las matas de mango o de guayaba, frutas que en esa zona se daban teleras, y también a bañarme en el río. En realidad, no tanto en el río, sino en una poceta que quedaba bastante cerca del pueblo. A veces me iba sin permiso, y eso me costaba un par de pescozones o algún cocotazo a la vuelta. Pero el castigo físico nunca pasaba de eso. Mis padres no eran de esos de darte una pela por cualquier cosa y mucho menos una tunda. Gracias a eso, pasé de ser un fiñe a ser un adolescente sin saber lo que es que me metieran un par de cutarazos en los fondillos, ni haber pasado por la vergüenza de que me gritasen en pleno parque: ¡Ajila! ¡Ve pitando pa' la casa! Es algo que hasta hoy agradezco a mis padres. Reconozco que alguna que otra vez sonar a los hijos un trompón bien dado resulta oportuno y, si me aprieta, digo que hasta saludable. Pero eso de estar constantemente apolismándolos a toletazos suele traer malas consecuencias.


« Anterior12Siguiente »