Actualizado: 06/05/2024 0:13
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CON OJOS DE LECTOR

Salir del fanguero para caer en la furnia

Además de nacer y morir, los idiomas también van perdiendo parte de su vocabulario, y en ese sentido Cuba no ha sido una excepción.

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El culillo de la lectura

Pero las cosas como son, debo reconocer que fuera de las malacrianzas y travesuras normales en cualquier vejigo, a mis padres yo no les daba problemas. Nunca estuve metido en jelengues, titingós ni rebumbios, pues a pesar de que mis compañeros de tropelajes y juegos eran de familias que estaban en la prángana lo mismo que la mía, eran muchachos muy decentes. Nada de gente furrumalla ni zurrupia. Fui además un estudiante aplicado, y a partir de cuarto grado mis notas fueron muy buenas, pues si bien no fui lo que se dice un filtro, tampoco era un ñame. Me gustaba mucho estudiar, y dedicaba a ello varias horas. Y mi mamá feliz como una lombriz, pues de ese modo se libraba de que yo la estuviera jeringando. Gracias a eso, no me vi en la necesidad de meter forros en los exámenes. Bueno, para decir la verdad más verdadera sí confieso que llevaba chivos a los de química, pero qué iba a hacer si esa puñetera asignatura no me entraba en el cocorioco. Alrededor de los once o los doce años comencé a sentir el culillo de la lectura. Una maestra que me dio clases particulares de inglés fue quien me hizo adquirir ese hábito. Ya sé que van a decir: ¡qué guayaba!, pero el primer libro que leí completico fue Naná.

En la división social del trabajo, a mí me tocaba ir a hacer los mandados. Generalmente los comprábamos en la venduta de un señor flaco como una vara de tumbar gatos, pero muy simpático, que se llamaba Luis. Entonces era costumbre que a los niños que hicieran una compra más o menos respetable les dieran algo de contra o de ñapa. Siempre pedía algún dulcecito, pues mi debilidad eran y siguen siendo los dulces en toda su gama: desde una simple chupeta hasta un pionono, pasando por pirulíes, queques, matahambres, rompequijás… Me acuerdo de una variedad de coquitos o cocadas, que de ambas maneras podía y solía decirse, que se preparaba con azúcar parda. Eran de color bien oscuro y desde mis días de infancia nunca más los he comido. Eran sabrosísimos y tenían uno de esos nombres ocurrentes como sólo en Cuba sabemos poner: mojón de haitiano.

Como cualquier hijo de vecino que suelta un coño cuando se da un tanganazo, me chiflaba irme a la loma a empinar chiringas. Ya desde entonces me fascinaban los animales, y viviendo en un pueblo de campo no hace falta que aclare que estaba rodeado de ellos. Nunca fui, eso sí, de cazar tataguas, ni de cortarle la cola a los caguayos y los chipojos, ni de echarle bisulfuro en el lomo a los gatos. Perros sólo recuerdo haber tenido uno. Campeón se llamaba y era tocolo. En el patio criábamos un par de cochinatas, así como algunas gallinas y pollonas. Una vez tuvimos un chivo, un animal que no deja de tener su bonitura, pero también una peste que le ronca.

A menudo iba a pasarme unos días en la finca que mi abuelo paterno tenía en Los Horneros. Para mí, no había mayor contentura que enjorquetarme en un caballo, aunque fuese un arrenquín o un penco, y salir a trotar por los potreros y el lomerío. Como aún usaba pantalones cortos, a veces me metía sin darme cuenta en los zarzales y las piernas se me llenaban de ñáñaras. Una vez incluso me di un mameyazo con la rama de una guásima que me dejó un tremendo chichón. Pero yo andaba tan feliz por aquel primor de lindura, entre tomeguines, pitirres, siguapas, caos, siguapas, senserenicos y cuanto bicho hay en el monte, que no sentía ni una ñinguita de yaya.

Lo que se dice fiestero, nunca fui. En marzo, cuando llegaban las fiestas del pueblo, salía como todo el mundo, aunque más para hacer el paripé que por verdaderos deseos. Si hubiese dicho que me quedaba en la casa, mis amigos me hubiesen caído encima con la pituíta. Mi mamá siempre me aconsejaba que bebiera para alegrarme, pero que por nada del mundo me jalara. El ajumao, me decía ella, es el único que no disfruta de la pachanga. Y eso hacía yo: me daba dos o tres cañangazos y pare de contar. Hasta el día de hoy desconozco lo que es coger una guarapeta, y basta que me tome una cerveza para que de inmediato me entre sueño y caiga redondo como un cotunto. Es algo que me viene, supongo, de mi papá. Sólo recuerdo haberlo visto tomar una cerveza en toda su vida, y fue porque llegó a visitarlo un amigo al que no veía desde hacía un carajal de tiempo. Lo que sí le gustaba mucho era fumar: siempre lo recuerdo con una tagarnina en la boca.

Mas la infancia terminó y me hice tarajayudo. Es la ley de la vida, en la cual hay su tiempo para el dulce y su tiempo para el amargo. Para mí, como para todos, terminó la etapa de los culipandeos, de leer muñequitos y de asustarme en el cine con El monstruo de la Laguna Negra. Las cosas cambiaron y empecé a aprender que los problemas cuando no vienen jimaguas, vienen mellizos. Vienen así, de primera y pata, sin que uno haga ni diga ni pitoche, cuantimás en mi caso, que nunca fui ñángara ni comecandela, y que no creo en empachos ni repugnancias. Y que cuando digo verde, hay que traérmelo por lo menos pintón. Pero ésa, en fin, es otra historia que no voy a contar aquí, pues ocuparía un seremil de páginas y sería una longaniza del carajo.

Eran, como pueden comprobar, otros tiempos, cuando el lenguaje popular rebosaba creatividad e ingenio. Compárese, en cambio, con el vocabulario que se emplea en los tiempos que corren: fula, quimbe, gocetén, fiana, brujanza, pepe, pincho, yuma. Qué falta de imaginación. Eso por no hablar de los nombres con que hoy está de moda bautizar a los niños y las niñas cuando nacen. Antes las personas se llamaban Adelfa, Primitivo, Azucena, Orestes, Iluminada, Evelio, Leonor, José Jacinto, Sara, Octavio, Carmelina, Alipio. Hoy, por el contrario, lo que se estila es llamarse Yipsi Moreno, Osleydis Menéndez, Yuriolski Gamboa, Leyanis López, Odrisamer Despaigne, Rosmiel Iglesias (y que conste que no es jarana mía: todos los que menciono son nombres reales). Ya ven, hasta lo mejorcito de nuestra manera de hablar se está extinguiendo, así que desde aquí propongo que a partir de ahora cada uno apadrine una palabra para salvarla de la desaparición. Cuando la escoja, les prometo avisarles sin falta de cuál es la que ha de quedar bajo mi protección.


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