Turismo con equipaje de bolsillo
Dos placeres propios de la época estival, los viajes y la lectura, se combinan en este recorrido geográfico-literario por algunas ciudades que forman parte del circuito obligado de los turistas
Hay que viajar pero quedándonos en casa.
Guillaume Apollinaire
Estamos en verano, al menos en el hemisferio norte. Estos son los meses en que las cifras de turistas alcanzan sus cifras más altas, y con ello las reservaciones en aviones, trenes y autocares. Desafortunadamente, con los malos tiempos que corren, y que parece no van a remitir de inmediato, muchos nos vemos obligados a restringir los viajes y apañarnos con las escasas posibilidades que permite el pasar las vacaciones en casa. Qué se le va a hacer.
Sin embargo, siempre nos queda la otra posibilidad de viajar. Esa que no nos hace un hueco en el bolsillo, que no requiere de largas horas de espera en los aeropuertos, ni de fatigosos desplazamientos de siete u ocho horas. Es esa forma de viajar sin movernos de casa, a la cual alude el verso de Apollinaire. Y para ello solo existe un único medio de transporte: la lectura. Imposible imaginar otro que permita viajar con tanta comodidad. Podemos hacerlo tumbados en el sofá, en una hamaca o tirados sobre la cama. Al sol o la sombra, en la terraza o en la sala. En camiseta, en pijama o hasta, si se prefiere, en chilaba. Se puede hacer además al mismo tiempo que se bebe una limonada, se fuma un habano o se disfruta una ensalada de frutas. El confort es total, pues no existe viaje más relajado que el que proporciona un buen libro.
Alguien que sabe un montón sobre este tema, Alberto Manguel, ha dicho que el verano es la estación ideal para reconciliarse con escritores y libros. Y expresa: “En estos días letárgicos en los que todo movimiento es castigado con sudor y falta de aliento, adopto la actitud de Sharazhad: me siento y dejo que cuenten cuentos, sin premura y con lujo de detalles. No es casual que la literatura naciese en Mesopotamia, el país del eterno verano”. Se me ocurrió así combinar esos dos placeres tan propios de la época estival, los viajes y la lectura, y proponer una especie de tour, de recorrido geográfico-literario por algunas ciudades que forman parte del circuito obligado de los turistas. La selección que he hecho es absolutamente aleatoria, y el único criterio al cual obedece es el de poder realizar, a través de los libros, lo que dijo Fernando Pessoa: “¡Viajar! ¡Perder países! ¡Ser otro constantemente!”.
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El primer destino de este tour es París, la ciudad sobre la que posiblemente más se ha escrito. De esa montaña de títulos, escojo Calle de los Maleficios, del no muy conocido Jacques Yonnet (1915-1974). Si hacemos caso a Raymond Queneau, se trata del “mejor libro jamás escrito sobre París. Un libro que no me deja dormir”. Publicado en 1954, se puede leer como una historia alternativa de la capital francesa durante los años de la ocupación nazi. Es un descenso a los infiernos de las arterias profundas de esa gran urbe, hecha por quien se definía como “poeta, aventurero de las callejuelas nocturnas, historiógrafo y tal vez guardián de importantes secretos”.
“Entiéndase este libro no como el más inquietante sino como el más inquieto de los testimonios”, advertía Yonnet. Y agregó además un subtítulo esclarecedor: Crónica secreta de París. En efecto, en su relato poético-etnográfico nos descubre a un París canalla, el del hampa y la clandestinidad del barrio de Mouffetard. De las páginas de Calle de los Maleficios emerge una ciudad oscura, llena de leyendas y supersticiones, de bares de mala muerte. Ese París subterráneo y mágico está poblado además por una antológica galería de personajes: el mendigo que cura dolencias nerviosas y reumáticas cuando sueña, el cura sátiro con una mala suerte increíble, el mafioso analfabeto enamorado de la poesía de François Villon, la mujer dedicada a criar gatos maltratada por una extraña mezcla de hombre y bestia, que parece salida de una novela gótica.
Obra maravillosa, irónica, humanista que es un clásico oculto, Calle de los Maleficios parte de una premisa: “Para penetrar en el corazón de una ciudad, para conocer sus secretos más sutiles, hay que actuar con infinita ternura y con una paciencia a veces desesperante. Hay que rozarla sin hipocresía, acariciarla sin segundas intenciones y hacerlo durante siglos”.
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De París se puede pasar a Roma, otra ciudad emblemática que acumula más de dos mil años de literatura. A esa extensa bibliografía pertenece Paseos por Roma, que Stendhal (1783-1842) publicó en 1829, un año antes de que apareciera su novela Rojo y Negro. Se trata de una obra ligada a la paupérrima situación económica por la que entonces atravesaba el escritor. De acuerdo a sus palabras, inicialmente su idea era redactar “una obra de trescientas páginas en la que describiera los principales monumentos de Roma”. Un primo suyo le recomendó ir más allá de la guía al uso e incorporar una visión de la política y la sociedad de Roma, tanto la antigua como la moderna.
Bajo la estructura de un libro de viaje, adaptado a fin de servir de guía a los extranjeros que visitasen la ciudad, Stendhal recoge sus más vivas impresiones y fantasías acerca de Italia. No es cierto, como él afirma, que viviera en Roma de 1827 a 1829. Pero los numerosos viajes que hizo desde 1811 a 1827 le dieron una buena oportunidad para hablar de la ciudad como entendido y hombre de buen gusto, capaz de captar al paso lo que le agrada. Lugar por lugar, de galería a iglesias, palacios, jardines y villas, hace de cicerone sagaz y avisado. Su relato además está entretejido de agudezas y disquisiciones sobre el arte, la política, el amor.
La redacción definitiva como diario ficticio aporta a Paseos por Roma el atributo para hacerla legible para el lector de hoy. Stendhal anota una serie infinita de observaciones precisas y puntuales, acerca de Italia y, en particular, de su capital. En su libro, se trasluce su nostálgica admiración por el país de la inteligencia y el amor, de la música y la pasión. No obstante, en medio de sus paseos encuentra cosas que le desagradan y a las que no deja de referirse: “Una cosa que me molesta de Roma es el olor a col podrida que infecta esta sublime calle del Corso. Ayer, tomando helado en la terraza del Café Ruspoli, vi entrar tres entierros en la iglesia de San Lorenzo in Lucina, que está rodeado de casas como San Roque en París. Hay doce entierros cada día. Estos cadáveres son enterrados en un pequeño patio interior de la iglesia, y hoy hace un viento de siroco muy cálido y muy húmedo. Esta idea con razón o sin ella, aumenta la repugnancia que produce el malo olor de las calles y el gobierno del país”.
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Para continuar el recorrido, una buena opción es Berlín, esa ciudad que fue durante veinticinco años la representación viva de la Guerra Fría. A ella dedicó Alfred Döblin (1878-1957) la que es considerada su obra maestra, Berlín Alexanderplatz (1929). Fue la primera novela alemana que gira en torno a una urbe, y desarrolla la tesis del enfrentamiento del ser humano contra el caos de la vida mecanizada. Es además una obra que formalmente significó un paso de avance del expresionismo a un neorrealismo tecnológico. Con técnicas afines a las de James Joyce, Döblin recrea las peripecias de aquel tipo de hombre que acabaría propiciando el surgimiento del nazismo. También es decisiva en la novela la influencia del cine, en la superposición de planos, en la disposición autónoma y paralela de diversas acciones.
Al inicio de la novela, Döblin incluye una breve sinopsis que comienza: “Este libro trata de Franz Biberkopf, en otro tiempo peón de albañil y mozo de cuerda en Berlín. Acaba de salir de la cárcel, donde se encontraba por viejas historias, está otra vez en Berlín y quiere ser honrado (…) Contemplar y escuchar todo esto será útil para muchos que, como Franz Biberkopf, viven dentro de la piel humana, y a los que les pasa lo que a Franz Biberkopf: que esperan de la vida algo más que un pedazo de pan”. El protagonista de Berlín Alexanderplatz es un hombre bueno por naturaleza, y está dispuesto a cumplir fielmente las leyes de este mundo. Pero los golpes se suceden y acaban con él.
Al igual que el Ulises, en Berlín Alexanderplatz el mundo exterior de la ciudad pasa a formar parte de la novela. Pero como comentó en un epílogo su editor, Walter Muschg, la pintura de la gran urbe que hace Döblin renuncia a la descripción y la psicología. Lo disuelve todo en la acción, y en lugar de descripciones realistas ofrece biología y sociología. Asimismo la novela adopta un estilo que escapa a cualquier definición, al combinar elementos muy dispares, Monólogos interiores, recuerdos, imágenes, parodias, personajes, son proyectados sin nexos aparentes en el relato. Como en un collage, todos componen la atmósfera obsesiva de la vida berlinesa en su continuo fluir. La urbe es contemplada por Döblin como símbolo de la perdición y la catástrofe. En ella, el hombre común se pierde, se corrompe y naufraga.
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Robert Musil afirmó que Praga se encontraba “en el punto central de Europa, donde se cruzan los antiguos ejes del mundo”. Por su parte, André Breton calificó esa ciudad como la capital mágica del viejo continente. No es, por tanto, de extrañar que el escritor italiano Angel Maria Ripellino (1923-1978) afirme que “aún hoy, cada madrugada, a las cinco, Franz Kafka vuelve a su casa”. Lo anota en Praga mágica, un delicioso fresco de la vida de la capital checa, que tras su publicación en 1973, recibió en Copenhague el Premio al Libro del Año.
Especialista en literatura rusa y checa, Ripellino combina en su libro invención e historiografía, además de demostrar que era un finísimo narrador. Pone su notable erudición al servicio de una evocación personal, incluso caprichosa, de una de las ciudades más encantadoras de Europa. Más allá de los tópicos, muestra la esencia, la ambigüedad y la fascinación de Praga, así como el relevante papel que ha desempeñado en el desarrollo cultural y literario de Occidente.
“Me gusta pasear por Praga por la noche: como si así captara todo suspiro de su alma. En raros instantes, de repentina claridad, se me figura que la gloriosa ciudad muerta se despertara, para zambullirme de nuevo en el triste, oscuro espejo de su propia vanidad ruinosa”. En esos paseos nocturnos, además del de Kafka, Ripellino descubre otros fantasmas, como el de Jaroslav Hašek, el autor de Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, y el del poeta Vitezlav Nezval, quien regresaba a su buhardilla del barrio de Troja, tras una noche de cervezas. Una recomendación: Praga mágica es una lectura para descubrir la ciudad cuando ya se la ha visitado. Ese cúmulo inagotable de historias, leyendas y personajes proporciona un recorrido nuevo por su arte, su arquitectura, sus tabernas, su “tupida red de pequeñas calles furtivas”.
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Metrópoli única de una nación única, Budapest es un destino al que no puede dejar de ir todo viajero que se precie de tener buen gusto. Aunque nació en un pueblo rural, fue en allí donde vivió la mayor parte de su existencia Gyula Krúdy (1873-1933), quien hasta hoy es considerado el escritor por excelencia de esa ciudad. No hay calle, avenida o rincón de ella que no aparezca en su enorme producción literaria, compuesta por 140 volúmenes.
De ese gran autor es la bellísima novela La carroza carmesí (1913), que constituye además su obra más celebrada y pertenece al ciclo de sus “novelas urbanas”. Se ambienta en el Budapest de principios del siglo pasado, y retrata la caída del viejo imperio y el cambio de época. Sus protagonistas son dos jóvenes actrices de provincia que se han instalado en un vetusto edificio de Pest. Ambas han sido expulsadas de Buda, por dedicarse a espiar a las parejas de amantes clandestinos. Las dos han conocido pocos éxitos en el teatro, pero están fascinadas con el ambiente festivo de la ciudad. Otro personaje importante de la novela es un poeta solitario, soñador y pobre, que acompaña a una de las chicas sin atreverse a confesarle su amor.
Pero tanto él como las dos jóvenes, son un pretexto para mostrarnos una multitud de personajes que representan la vida social y cultural de Budapest en esa época: escritores con más o menos fortuna, aristócratas excéntricos y en extinción, prostitutas, artistas decadentes, bohemios trasnochados. Krúdy logra hacer una apasionante recreación de una bohemia culta y algo disipada que se extinguiría con la Primera Guerra Mundial, así como del modo de vida de aquella sociedad finisecular.
Además de uno de los autores más populares entre los lectores, el autor de La carroza carmesí es el gran maestro de la prosa húngara moderna. Su huella es visible en toda la narrativa del siglo XX, de Sandor Márai a Imre Kertész. El primero admiraba con devoción a Gyula Krúdy, sobre el cual comentó: “Pocos escritores de la literatura mundial han alcanzado su grandeza. Con pocas pinceladas dibuja escenas apocalípticas de sexo, entrañas, crueldad humana y desesperación”. Incluso le dedicó una novela, Simbad llega a casa, donde recrea sus últimos días.
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En 1703, el zar Pedro el Grande fundó a orillas del río Neva la ciudad de San Petersburgo. Su intención era convertirla en la “ventana de Rusia al mundo occidental” y que además desplazara a Moscú como capital (de hecho, lo fue de 1712 a 1918). Bautizada como “la Venecia del norte”, su nombre le fue cambiado después por los de Petrogrado y Leningrado. En 1991 un plebiscito permitió que recobrara el original. Fue con ese precisamente con el cual Andrei Biely (1880-1934) la identifica en su novela Petersburgo (1916), que antes había parecido por entregas en la revista Sirin.
Quien lea Petersburgo, no solo debe tomar en cuenta los rasgos históricos de Pedro el Grande, sino también algunas figuras de la literatura rusa moderna, vinculadas a esa ciudad. Me refiero, al Pushkin de El jinete de bronce y al Gogol de La avenida Nevski, para citar los ejemplos más obvios. En la primera de esas obras, la estatua de Pedro el Grande se baja del caballo para perseguir a un “pobre diablo”. En la de Gogol, el mismísimo diablo se encarga de encender las farolas, para que la realidad se confunda con su alucinación. Biely retoma esa tradición en su pesadillesca novela, en uno de cuyos capítulos se lee: “Las calles de Petersburgo tienen una propiedad indiscutible: transforman a los transeúntes en sombras. Por el contrario, las calles de Petersburgo transforman las sombras en transeúntes”.
El núcleo argumental de la novela es simple y explosivo. Durante la convulsa revolución de 1905, un intelectual estrafalario llamado Nikolai Apolonovich Abelújov recibe la orden de cumplir la promesa que hizo a una organización terrorista: matar a su padre, representante del Estado despótico del que es funcionario. A Nikolai le entregan un paquete sin decirle qué contiene. En un baile de baile, se entera de que en él hay una bomba. Esa trama ocurre entre el último día de septiembre y los primeros de octubre, entre huelgas, mítines, manifestaciones y proclamas obreras.
Por las páginas de Petersburgo desfilan unos personajes absurdos y caricaturescos. Pero el verdadero protagonista es San Petersburgo. La ciudad aparece como un ser vivo, pensante y sintiente, que se comporta como tal. En un espacio geométrico, configurado entre la Perspectiva Nevski y el Neva, las personas se mueven como títeres atormentados y grotescos, siguiendo la tradición del Gogol más desgarrado. Más corpóreos que ellas, dos fantasmas atraviesan la ciudad: el Jinete de Bronce pushkiniano y el Holandés Errante.
Obra tan compleja, revolucionaria y difícil como el Ulises, a la cual se anticipó, es un monumento a la altura de los propios monumentos arquitectónicos de la ciudad. El lector de hoy, que tiene a sus espaldas nombres como los de William Faulkner, Kafka o Hermann Broch, está mejor preparado para adentrarse en esta novela abrumadoramente hermosa, una de las pesadillas más subyugantes que nos ha dado la literatura.
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Nueva York es la ciudad por definición, aparte de ser la más fotografiada del mundo. Acumula también una abundante literatura, en la que hay mucho para escoger. Personalmente, he optado por La hoguera de las vanidades (1987), obra con la cual debutó como novelista Tom Wolfe (1931), el gran teórico e impulso del llamado nuevo periodismo.
“Cada vez que empiezo un libro me planteo escribirlo en nueve meses, y siempre tardo años en hacerlo. Empecé La hoguera de las vanidades en 1981. Finalmente me comprometí ante mí mismo para sacarla en forma de serial y publicarla en Rolling Stone en 27 entregas. Entonces me pasé más de un año y medio rescribiéndolo. Es terrible tardar tanto en un libro. Balzac y Zola, que casualmente son mis ídolos actuales -como lo es Sinclair Lewis-, escribían increíblemente deprisa (…) No sé por qué tardo tanto. Debería hacer una llamada nocturna al doctor Freud para que me diera la respuesta”.
No es casual que Wolfe mencione a Balzac y Zola, pues La hoguera de las vanidades empalma con los valores clásicos de la más acreditada novela realista. Su concepción poco tiene que ver con la técnica inspirada en el montaje cinematográfico, que John Dos Passos empleó para reflejar el bullicioso y contradictorio mundo de Manhattan. En su excelente y apasionante novela, Wolfe retorna al viejo esquema decimonónico y realista, en el que la figura del protagonista y su aventura constituye el centro de atención preferente.
El protagonista de la novela es Sherman McCoy, un agente financiero que hace auténticas fortunas. Vive en un lujoso piso en Park Avenue, tiene una esposa ligeramente madura y una niña de pocos años. Dispone de un Mercedes deportivo y se considera miembro del restringido estamento de los “Dueños del Universo”. Su vida cambia radicalmente cuando sus relaciones extramatrimoniales lo llevan a protagonizar un accidente de tráfico en el Bronx. Esa intervención de la casualidad lo hace conocer la otra cara de la ciudad, a través de un viaje que lo lleva de los estratos más altos a los más bajos de la sociedad neoyorquina.
Wolfe cuenta la existencia y la palpitación de esa paradigmática urbe a la manera de un extenso lienzo, lleno de pinceladas y recursos escalofriantes. Trata a Nueva York como Balzac y Dickens hicieron con París y Londres. Es prolijo, pero exacto en los detalles. Sabe dosificar la acción, y logra que la lectura de una novela extensísima (795 páginas, en la edición que yo poseo) no se pueda abandonar hasta terminarla. Cuando apreció, se vendieron miles de ejemplares, se tradujo a numerosos idiomas, y la New York Review of Books la eligió como novela del año. Desde entonces, muchos consideran a Wolfe, quien nació y creció en Richmond, el mejor retratista de esa gran ciudad devorada por la hoguera de las vanidades.
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Al viajar, otra opción que muchos escogen es la de tomar un paquete que incluye la visita a las capitales de varios países. Eso permite hacerlo La máscara de Dimitrios (1939), la más famosa y popular de las novelas del británico Eric Ambler (1909-1989). Su argumento se inicia en un depósito de cadáveres de Estambul. Luego emprende un recorrido por los vericuetos del entonces fraccionado Imperio Otomano (Bulgaria, Grecia, Serbia) y de ahí se traslada a Francia y Suiza.
A estas alturas, han de ser pocos los que aún mantienen prejuicios contra la literatura de intriga o de espionaje. Las aportaciones realizadas por autores como Graham Greene o John Le Carré han demostrado la falsedad de esa simplificación. Antes que ellos, ya Amber le había conferido categoría literaria al género, gracias a sus grandes dotes como escritor. Dio sobradas pruebas de ello en sus textos narrativos, entre las cuales La máscara de Dimitrios sobresale como una obra maestra por encima de etiqueta.
Su protagonista es Charles Latimer, un profesor universitario inglés que vive de escribir novelas de espías. Cuando se encuentra en Estambul, conoce casualmente a un miembro de la policía secreta turca, por quien descubre a un peligroso criminal que, entre otros nombres, utilizaba el de Dimitrios Makropoulos. Su cadáver acaba de ser hallado flotando en las aguas del Bósforo. Intrigado por aquel hombre, Latimer se dedica a seguir su rastro a manera de un ejercicio de investigación. No se trata, por tanto, de averiguar quién es el culpable, pues La máscara de Dimitrios comienza por donde acostumbran concluir este tipo de novelas: con el caso resuelto y el misterio aclarado.
Lo que hace Latimer es perfilar y comprobar lo ya sabido. Las huellas que sigue son las de alguien ya muerto, lo que persigue es su sombra. La novela se construye en torno a un cadáver que aquí no es el de la víctima, sino el del asesino. A medida que avanza en su pesquisa, Latimer va descubriendo a un personaje aterrador: conspirador, traficante de drogas y de armas, terrorista, asesino y espía. Es llamativamente frío y astuto, y solo actúa por su propio interés. Un hombre seductor, capaz de hacer que un hombre traicione a su país o que otro se involucre en la trata de blancas. Ambler crea así una historia apasionante sobre un personaje-espectro al que se alude en toda la novela, sin que aparezca.
Pese a que es de esos libros que se leen de un tirón, su intriga está montada con medios mucho más sutiles de los que son habituales. Retrato de la turbia y corrupta Europa de entreguerras, La máscara de Dimitrios cuenta con una legión de admiradores entre los que figuran Alfred Hitchcock, Greene, Le Carré y Guillermo Cabrera Infante. Este último comentó sobre la obra de Ambler: “La máscara de Dimitrios dio a la novela de espionaje una dimensión literaria que no está lejos de la de Los papeles de Aspern, de Henry James”.
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