Orson Welles, Cine, Cine estadounidense
Un almuerzo con Orson Welles
A propósito del estreno de The Other Side of the Wind
A finales de 1980, la compañía Freixenet contrató a Orson Welles como vocero principal de su campaña de Navidad para su cava catalán. Welles aceptó —cómo no, necesitaba dinero para terminar su nueva película The Other Side of the Wind— y pidió que le comprasen dos asientos en el Concorde que le llevaría de New York a París. Por su salud no viajaba más que en Concorde, argumentó, y por su corpulencia, un solo asiento no era suficiente. Los catalanes se negaron a semejante gasto y decidieron hacer en Los Ángeles tanto el spot publicitario como las fotos para las vallas anunciadoras. Vaya usted a saber quién hizo las cuentas.
A Los Ángeles vinieron, y como entonces vivía en la ciudad, pedí empleo como ayudante de dirección. ¿Tengo que aclarar que no sólo lo hacía por dinero?
Desgraciadamente no me dieron el puesto —que se lo quedó el americano jefe de los servicios de producción locales. ¡Vaya qué casualidad! A mí terminaron por contratarme como traductor/ayudante del director, en ese orden.
El tal director era un muchacho catalán de un rubio pajizo que según los productores era excelente dirigiendo comerciales. Pero el pobre hombre estaba aterrado.
A las 10 de la mañana un viejo pisicorre de los que no veía desde finales de los años cincuenta, un stationwagon Chevrolet, con sus imitaciones de rejilla y madera pintadas en las puertas, se detuvo delante de la casa en la que nos preparábamos para filmar.
Un chofer en discreto uniforme se bajó y abrió la puerta trasera y del automóvil salió Welles vestido de pantalón negro y camisa negra de manga larga, por fuera. Ayudándose de un bastón, cruzó la calle apoyándose en una pierna, luego en la otra, lentamente, controlando el centro de gravedad de su cuerpo inmenso —pero sin dejarse ayudar por su chofer. Nobleza obliga.
Con cuidado subió la breve escalinata y penetró en la casa. Fue entonces que me di cuenta de lo alto que era. “Buenos días”, dijo en español, y dejó que la vestuarista le cerrase el cuello de la camisa negra, le amarrase un lazo negro de patas largas como corbata, y por último le ayudase a ponerse un chaleco y una chaqueta, también negros, y a sentarse en un enorme butacón negro que sabía para él y del que no se levantaría hasta las 8 de la noche, diez horas más tarde.
Sin decir palabra, el director colocó su cámara, un travelling (así se titulaba el comercial) que se acercaba a Welles hasta fotografiarlo hacia arriba en un arriesgado encuadre diagonal. Al instante veo que Welles me hace señas para que me acerque.
“Usted es el traductor, ¿no es cierto?”, me dijo, y sin esperar mi respuesta agregó: “Pues dígale al director que suba la cámara, que terminando tan bajo lo que va a conseguir es que parezca un monstruo… y eso no le conviene a su cliente”.
Regresé al catalán y le pasé el recado. El muchacho abrió los ojos muy grandes y se puso rojo no sé si de vergüenza o de rabia, y me espetó: “¿Y quien se cree que es para decirme lo que tengo que hacer?”. Perplejo, le respondí: “Orson Welles”. El director no me volvió a hablar en toda la filmación.
Llegó la hora del almuerzo y Welles no comió. Se limitó a beber un líquido espeso que había traído en un termo. En su butacón se quedó sentado, pacientemente, hasta que se reinició el rodaje.
A las 8 de la noche terminamos el spot publicitario y un fotógrafo de foto fija ayudó a un Orson entumecido a moverse del butacón a una silla detrás de una mesa. Y enseguida le ametralló con fotos desde todos los ángulos, con Welles brindando cava catalana con su mejor risa falstaffiana para la publicidad en prensa, revistas y vallas anunciadoras de toda España.
Al día siguiente recibí una llamada de mi amiga Katrina Bayonas, representante de actores y directora de casting de películas extranjeras en España, que había sido la encargada de conseguir a Welles para el spot de Freixenet. “¿Quieres venir a la una a Ma Maison a almorzar con Orson Welles?”.
¿Qué creen que respondí? Ma Maison ya no existe, pero entonces era el lugar de moda entre las gentes de la industria. Desde mediados de la mañana, el local se llenaba de productores, agentes, abogados, actores, directores, guionistas, y otros buscavidas, que discutían sus proyectos y cerraban sus acuerdos a veces firmándolos en una servilleta del restaurant.
A la una entramos en el local y el maître nos condujo hasta el final del salón comedor, donde Welles, sin levantarse, nos invitó a sentarnos a su mesa habitual al centro, al fondo, divisando el lugar con su sonrisa pícara.
Comenzó por disculparse, no muy en serio, por estar bebiendo champagne francés. Después de todo, ese mes Freixenet pagaba las cuentas. Y nos sirvió una copa. Pidió una segunda botella.
“Me tomé la libertad de ordenar un almuerzo español”, dijo. “Lengua estofada… Es un restaurant francés pero el chef, que es mi amigo, conoce la receta”.
Llego la segunda botella y se la bebió prácticamente él sólo mientras hablaba pestes de Andrés Vicente Gómez, un productor español que, según él, le había robado fondos destinados al rodaje de The Other Side of the Wind. “Le envié a París a buscar el dinero que invertía el cuñado del Shah, y nunca regresó”. De un trago terminó su copa. Ordenó otra botella.
Llegó la lengua estofada y antes de que pudiésemos comenzar nuestro plato, ya Welles había devorado el suyo en un gesto que más que ansiedad transmitió enfado, mucha bronca.
Para relajar la tensión sacó un guion de cine de una carpeta de cuero ajado y se lo pasó a Katrina. “Es una adaptación de un cuento de Isak Dinesen”, le explicó. “Usted conoce la industria en Madrid, tal vez pueda interesar a alguien”.
Sabía que años antes la televisión francesa le había financiado Una historia inmortal, con Jeanne Moreau, adaptada también de Dinesen, y me llamó la atención que estuviese ahora recurriendo a España. El film, en el que recreó con éxito el Hong Kong del siglo XIX en el pueblo castellano de Chinchón, había sido aplaudido por la crítica y ganado prestigio para Francia. ¿Por qué Madrid?
Y entonces recordé que en España Welles había dirigido en entera libertad Campanadas a medianoche, una de sus mejores películas. Y la había pasado bien, muy bien, que era lo importante. En Andalucía pidió ser enterrado a su muerte, en la finca de su gran amigo, el torero Cayetano Ordoñez.
Después del café encendió un habano, posiblemente auténtico, aunque ilegal, y pidió un cognac. Luego terminó lo que quedaba de la tercera botella de champagne. “¿Sabían que hace un par de meses hice un comercial para un cognac… japonés?”, dijo. Y lanzó una risotada.
El maître le ayudo a levantarse y ante la mirada discreta de todo el restaurant, caminando con cuidado, una pierna delante de la otra, manteniendo bajo el centro de gravedad de su cuerpo enorme, salió a la calle. Nosotros le seguimos.
“Déjeme saber”, le pidió a Katrina. “Gracias por venir”. Y de un gesto del brazo se despidió y penetró en una limousine (nada de pisicorre esta vez) y el vehículo se alejó.
A nadie interesaría en España aquella historia danesa en un momento en que el país, tan borrachito como Orson Welles a la salida de aquel almuerzo, estrenaba democracia.
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