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Pintores, Pintores cubanos, Pintura

Un creador de historias visuales

El pintor Sergio Chávez Bonora ha recogido en un libro una muestra de su creación más reciente. Veintisiete obras que se distinguen por la sublimación poética, el trazo personal y la sosegada belleza

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No es frecuente la publicación de libros dedicados a los pintores cubanos. Ya se sabe que su impresión requiere determinadas exigencias —papel de buena calidad, calidad de las reproducciones, formato adecuado, entre otras— para que las obras puedan ser apreciadas de modo cabal. Por eso resulta una muy grata y saludable noticia la edición de Entre dos aguas (Obras, 1994-2020) (Bluebird Editions, Nueva York, 2021, 46 páginas), de Sergio Chávez Bonora.

El libro recoge una muestra de la creación más reciente de este artista, nacido en La Habana en 1965. Cursó estudios de diseño escenográfico en la Escuela Nacional de Artes Aplicadas (1983-1984) y de pintura en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro (1984-1986). Trabajó como diseñador en el Ballet Nacional de Cuba y ha realizado diseños de escenografía y vestuario para proyectos teatrales independientes. Parte de su labor como pintor se ha podido ver en las exposiciones personales La Havane Naïve (Galería Arts Atelier, París, 2010-2011), Habana mía (Unzueta Gallery, Miami, 2012), Más allá de la inocencia (Miguel Rodez Art Projects, Miami, 2015) y Desde esta orilla (Galería Artefactus, Miami, 2018). A ellas hay que sumar su participación en varias muestras colectivas.

Otra característica habitual de las publicaciones de este tipo de ediciones es la inclusión de un aparato crítico, lo cual les añade un valor adicional como fuentes de investigación y consulta. Esa condición Entre dos aguas la cumple con creces. Las obras que se reproducen van precedidas por cinco textos firmados por Anamely Ramos González, Gustavo Valdés, Osvaldo Hernández Menéndez, Oscar Fagette y Reinaldo García Ramos. Son curadores, críticos de arte, galeristas, profesores, y aportan un conjunto de páginas iluminadoras. Todos demuestran conocer bien la ejecutoria de Chávez Bonora y dan una visión integradora de ella. A tal punto han logrado esa totalidad y justeza de percepción, que a los comentaristas del libro apenas nos queda qué decir.

El cuerpo central de libro lo integran las reproducciones de veintisiete obras. Diez de ellas pertenecen a las series En el Caribe, Malecones, San Isidro, Interiores habaneros y Paisajes urbanos. En su elaboración, Chávez Bonora empleó distintos materiales y técnicas: grafito sobre papel, óleo sobre cartulina, tempera sobre papel encerado, lápiz de color sobre cartulina, acrílico sobre cartulina, sobre lienzo y sobre tabla de madera. Características comunes de esas piezas son la sobria gama de recursos, la simplicidad de las composiciones, la riqueza tonal de los colores y la vocación narrativa.

A propósito de esto último, Gustavo Valdés expresa que el artista es, ante todo, un narrador que pinta, un creador de historias visuales. Y, en efecto, en cada una de esas obras se cuenta una historia, aunque casi todas el espectador tiene que descifrarlas e incluso crearlas. Eso responde a la admirable capacidad para sugerir que posee su creador. Este proporciona elementos que dan pie a las especulaciones del espectador. ¿En qué concentran su atención las personas que dan la espalda a la tribuna vacía donde se ve un micrófono? ¿A quién o qué espera el hombre solitario que está sentado en una silla, en una habitación donde no hay muebles? El José Martí que está tirado sobre el césped mientras sostiene con la mano izquierda un pequeño canario, ¿toma un descanso de la lectura de un libro de su admirado Walt Whitman? Chávez Bonora abre una ventana a nuestra imaginación, en unas piezas que desprenden una encantadora inocencia.

Un elogio de la inocencia

A ese detalle se refiere Reinaldo García Ramos, para quien la obra de su compatriota es un elogio de la inocencia, y califica a sus personajes de inocentes. Estos, apunta, “permanecen en vilo, perplejos ante un panorama que no saben asumir ni modificar. No conocen ninguna solución, no saben qué hacer. Están de paso en los «paisajes urbanos», en los «interiores habaneros», pero se han escapado del tiempo, tienen el aspecto de recuerdos detenidos en una foto instantánea. Parecen forasteros que observan los hechos pero no los entienden”.

Esos personajes se distinguen además por dos peculiaridades: muchos de ellos aparecen de espalda y sus rostros no tienen facciones. A propósito de esto último, Gustavo Valdés destaca una de las excepciones, Cabeza, que lo sedujo de modo particular: “Es un rostro que mira fijamente al exterior del espacio pictórico, una cara monolítica a lo Brancusi, con ojos y nariz poderosos, pero con una boca diminuta, como si el pintor hubiera decidido que su heroína lo dijera todo solo con los ojos. Es como un himno al silencio, una defensa de los sentimientos, de todo lo que uno lleva por dentro”.

En nueve de las obras aparece un mismo personaje: se trata de un hombre de mediana edad que siempre está desnudo. En tres de ellas lleva unas medias negras, en otra unos zapatos de tacones y en otras tres va vestido con un tutú y zapatillas de ballet. En Visita, se dispone a dar de comer a una paloma posada en la ventana. En Lo que no se ve, está en actitud contemplativa en un patio con un muro. En Hasta que se sequen, mira un par de calzoncillos que ha colgado de una cuerda. Y en Fuera del armario, hace literalmente lo que el título indica, esto es, salir de un armario cuya puerta está abierta. Su desnudez nunca llega a ser chocante ni ofensiva, pues el pintor la ha despojado de toda intención sexual o carga soez. Es, por el contrario, un personaje encantador, del cual emanan una gran bonhomía, una impasible serenidad y una natural desinhibición.

Varios de los especialistas que colaboran en el libro coinciden en señalar que la obra de Chávez Bonora se nutre de sus memorias, tanto de las vividas como de las idealizadas y soñadas. De sus recuerdos de infancia y juventud en nuestra capital, provienen sus paisajes e interiores habaneros, sus visiones de la calle San Isidro y del Malecón. Asimismo, en algunas de las piezas son fácilmente reconocibles escenas de la vida cotidiana de las últimas décadas. Por ejemplo, en Buscando agua, un hombre lleva un tanque de agua en una carretilla, mientras que otro la acarrea cargando un balde en cada mano.

Pero como hace notar Anamely Ramos González, esas pinceladas de costumbrismo no pasan de ser un amago. La Habana de Chávez Bonora es un espacio intemporal y encantado, del cual el pintor saca provecho. Son además obras que, como expresa García Ramos, están iluminadas por una “nostalgia discreta, sin aspavientos, que no es solemne, ni trágica, ni quejumbrosa, que se vuelve un comentario al margen, un guiño festivo”.

En los breves datos biográficos que se pueden leer al inicio, hay referencias a los vínculos laborales que Chávez Bonora ha tenido con las artes escénicas. Como se puede comprobar en el libro, eso ha dejado huella en su obra pictórica. El hombre que se apresta a salir a escena en Bailarín y En punta, es probablemente una recordación de su etapa en el Ballet Nacional de Cuba. Asimismo, cuatro de las piezas —Espejo y maniquí, Carrito, Carriola, Balseros— están concebidas como maquetas de una escenografía. En un decorado de cartón aparecen objetos y personajes construidos de madera. Esas obras figuran entre las más hermosas e imaginativas de un conjunto que se distingue por la sublimación poética, el trazo personal y la sosegada belleza.