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Paradiso, Literatura, Lezama

Un Paradiso innombrable

La publicación de Paradiso no debe verse fuera de su contexto, de 1966 y los años siguientes, y lo que significaron para la intelectualidad cubana

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Al profesor Virgilio López Lemus se le ha dado o ha escogido la difícil tarea de escribir en la prensa plana de la Isla para conmemorar el cincuentenario de la publicación de Paradiso, la novela que Cintio Vitier, testigo de todo el proceso creativo llamara, con acierto, “todo Lezama” y “volumen totalizador”. Aunque el régimen hace años viene desenterrando ciertos muertos útiles, como diría Villena, Lezama Lima y su obra cumbre, Paradiso, fueron y siguen siendo casi mitos, mitad verdades, mitad ficciones, poesía críptica y al mismo tiempo literatura excitante, poema novelado o novela poética donde la cubanía del “banquete lezamiano” se engarza con una “charla esotérica de cabalísticas referencias”.

Podría ser embarazoso para cualquier intelectual de la época y un mínimo de decoro, escribir sobre Paradiso olvidando que fue novela-tabú en Cuba —lo que la ayudó, sin duda, a alcanzar su “definición mejor”—; que otra edición debió esperar más de 25 años, y que su autor murió en la insolvencia y con pocos amigos. Es cierto que leer Paradiso es una aventura intelectual que no todo el mundo puede o quiere hacer; del mismo modo, Lezama Lima fue una personalidad demasiado díscola para ser tolerada y más que todo, amansada por una revolución comunista. En palabras de Eliseo Alberto Diego: “Lezama estorbó. Sobró. Fue demasiado”.

Pero consta que algunos intelectuales marxistas que en la Republica compartieron y debatieron con él en espacios públicos como Marinello, Guillén, Mirtha Aguirre y Portuondo. Al principio tuvieron la decencia de proponerlo como vicepresidente de la sección de literatura de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y jurado en uno de los primeros premios Casa de las Américas. Más Lezama, hombre bien informado por amigos y conocidos en la también mítica casa de Trocadero 162, desde temprano debió sospechar que tales cortejos iban a ir desapareciendo en la misma medida que el poder totalizador inundara los estancos de la vida cultural.

Para entonces, las Palabras a los Intelectuales (junio, 1961), y la tristemente famosa frase de Ernesto Che Guevara de que los intelectuales tenían un “pecado original”, eran suficientemente avizoras para quien había vivido y escrito bastante. Una confirmación era la marcha al exilio de numerosos creadores, familiares y amigos del poeta. Lezama, extrañamente y como el personaje de Benítez Rojo, nunca abandonó su casa-refugio cercano al Paseo del Prado; él y la también relegada Dulce María Loynaz fueron paradigmas de lo que algunos llaman “inxilio cubano”.

La publicación de Paradiso no debe verse fuera de ese contexto, 1966, y los años siguientes, preámbulo de la arremetida, anunciada y casi natural del comunismo insular contra todo “rezago pequeño burgués”. La “revolución cultural a la cubana” incluía desde el pelo largo, la música norteamericana, mascar chicle y la homosexualidad hasta textos del mismo Lezama, Piñera, Cabrera Infante y Severo Sarduy, tildados todos de “poco comprensibles y no comprometidos”. Es hasta cierto punto curioso que las novelas de Alejo Carpentier, llenas de barroquismos, afrancesamientos y denuncias del poder avasallador no hayan corrido la misma suerte. Alejo, quien subió al tren revolucionario a última hora, había escrito con El Siglo de las Luces (1962) la novela cubana profética que anticipa la conversión del líder revolucionario en dictador omnímodo.

Las generaciones que crecimos con la Revolución hemos podido conocer esa parte esencial de la cultura solo cuando los autores han muerto, o al acceder a la libre información fuera de Cuba. Ha sido un crimen de “lesa sensibilidad” ocultar la otra mitad de nuestra muy variopinta cultura. No recuerdo a nadie en los preuniversitarios cubanos de los años 70 enseñando que Lino Novas Calvo era, junto a Onelio Jorge Cardoso, uno de nuestros cuentistas más importantes y traductor al español de Hemingway; que Nicolás Guillén, llamado Poeta Nacional —Poeta y Nacional: nombramiento cortesano—, fue publicado por primera vez en el “reaccionario” Diario de la Marina; que el teatro no era solo Abelardo Estorino, pues Virgilio Piñera y Aire frío son para la dramaturgia insular lo que Paradiso y Lezama son para la narrativa cubana; que el mencionado Jorge Mañach fue un ensayista tan martiano como el comunista Juan Marinello, aunque situado en las antípodas, y que Fernando Ortiz fue el maestro de quien vivió, trabajo y murió en exilio, la famosa etnóloga Lydia Cabrera.

Paradiso también fue demasiado. Incluso en su impenetrabilidad, es una obra muy cubana, como dijera el santiaguero José Soler Puig; en sus páginas hay muertes prematuras, traiciones, orfandad, matriarcado, homo y heterosexualidad desenfrenada, abundantes banquetes, el pecado coexistiendo con la santidad, erudición y mediocridad al mismo tiempo, el exilio norteamericano de los mambises, la Revolución del 30, la amistad sin política ni religión…

Pero sobre todo, novela autorreferencial, Paradiso es la crónica familiar que, atravesada por las desgracias, queda como único suelo nutricio desde donde puede brotar la Semilla–Cemí. Lezama fue el testigo. Paradiso, la revelación, el apocalipsis. Hoy, cuando tantos cubanos dudan, el Poeta y la Obra parecen decirnos desde la eternidad que haber nacido en Cuba continúa siendo, a pesar y contra de todo, una fiesta innombrable.


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