“Un pie en lo alto y otras encerronas”, de Sindo Pacheco
Sindo Pacheco es un excelente escritor, con olfato de buen juglar
Como lo avisa su título, este volumen de relatos de Sindo Pacheco (Cabaiguán, Cuba, 1956 y actualmente establecido en Miami), es eso: un volumen de cuentos. O, quizás, mejor, una recopilación. De ninguna manera un conjunto de relatos que obran en favor de un todo orgánico, un universo en cuanto a contenido, forma y, por tanto, escenarios o localizaciones.
En este libro (196 páginas, La Pereza Ediciones) hallamos relatos más y menos extensos, aun nos encontramos con algunas piezas que pueden ser calificadas como noveleta, esa denominación que, sin hallar otra mejor, los investigadores han destinado a los relatos que van allá de sí mismos debido a la configuración casi total de los personajes y a la presencia de tramas y subtramas.
No pocos escritores han afirmado que un cuento, un verdadero cuento, es aquel que narra, por ejemplo, lo que demora el personaje en cruzar una calle. De modo que si escribimos lo que sucedió antes y después de que este cruzara la calle, ya no es un cuento; el chispazo que debe ser. Pero aquí nos viene a la mente: ¿entonces qué es Bola de sebo, de Guy de Maupassant, Los muertos, de James Joyce o El perseguidor, de Julio Cortázar?
Nada, discrepancias, incapacidad, como gracias a Dios debe ser, para dictaminar qué es un cuento, un relato, o una novela.
Uno de los autores que más empeño ha puesto en la definición del cuento ha sido Horacio Quiroga con su “Decálogo del Perfecto Cuentista”. Hoy, una propuesta, en varios de sus acápites, muy cuestionada por infinidad de cuentistas; sobre todo en el que plantea: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas”.
Bueno, creo que debemos pensar que cada quien establece su decálogo, o su evangelio como creador en fin, el cual le funcione justa y precisamente para él.
Un pie en lo alto y otras encerronas está precedido por una entrevista que le hiciera a Pacheco la también destacada escritora cubana Teresa Dovalpage.
Y aquí hallamos preguntas que en realidad no tendrían respuesta.
“...Volviendo a tus relatos, ¿siempre sabes el final de cuando te sientas a escribirlos, o lo cambias en el camino?”, pregunta Dovalpage.
Sindo Pacheco, el excelente escritor con olfato de buen juglar, el que nos ha estremecido con sus narraciones llenas de chispas personalísimas, el que nos ha hecho llegar sus cuentos y novelas en las cuales su maestría, se vería a las claras, proceden de un talento innato, aunque naturalmente, afinado con su incansable labor, quien nos ha estremecido con sus novedosas maneras de trabajar el diálogo o eso que llaman el “punto de vista” narrativo, sin embargo, dedica a Dovalpage una respuesta que se halla entre lo primario y lo erudito, amén de pitagórica:
“En mi caso personal, yo relaciono los cuentos con una ecuación algebraica:
a + b = c
donde a corresponde a la introducción, b al desarrollo y c, al desenlace. Vamos a establecer, por ejemplo, que la cuenta en un buen cuento, no deba ser inferior a 100; la introducción, que corresponde a la letra a, deba tener un valor pequeño, digamos que 1 ó 2 o a veces hasta 3 (las introducciones muy extensas, con valores de 10 o más se hacen sospechosas para el lector y el relato pierde credibilidad).”
Y así, en la entrevista dicha, continúa Pacheco dando a saber ecuaciones en cuanto a cómo se escribe o qué deber ser tomado como cuento.
Gracias a la Virgen de la Caridad del Cobre, hacia finales de le entrevista, Pacheco proclama: “Toda esta descarga, Teresa, de nada sirve para los aspirantes a escritores, ni para nadie. El escritor que se ponga a pensar en todo eso a la hora de escribir un relato, está frito de antemano: le anticipo que la cuenta de su cuento nunca dará los 100 puntos: el aborto de la criatura está garantizado”.
Esto me tranquiliza.
Voy por cuentos.
“Godofredo Miyares” (7 páginas). Amelia, enferma, recibe una carta que le ha enviado, con seudónimo, su hermana Alma Inés. A partir de esto se desarrolla la acción un relato que, si bien tiene puntos de contacto con ciertos asuntos ya tratados por la narrativa, gana fuerza por algo que siempre ha definido a Sindo Pacheco (SP): su portentosa imaginación. Godofredo, el personaje principal de la acción, sin embargo, es más bien evocado por el narrador, omnisciente en este caso. El cuento transcurre en cualquier pueblo pequeño de la isla de Cuba en la época precastrista, con alcalde y todo. Y está presente la fábula —”Gracias a tal iniciativa, la población encontró el valor de la palabra”—, hipérbole mediante. SP, debido a la extensión en tiempo del relato, se ve obligado a ofrecernos suficiente información para acomodar y proyectar a los personajes. Aparte de los interminables periplos de Godofredo, el negro Caniquí, pícaro, se lleva las palmas. El final, muy bueno, resulta de un ingenio encomiable.
“El muro”, de solo 3 páginas, es un cuento excelente, de los mejores del libro. “El viejo del sombrero”, quien decide sentarse en un amparo, “resignado”, cuando comienza a llover, —”En otra época se habría ido bajo el agua”— nos introduce en un mundo que, más que en lo onírico, cae en el terreno de la ensoñación. Desde su asiento, el viejo escucha la conversación de dos amantes, del otro lado de un muro que, al final, no sabemos si es real o ficticio; pero esas voces, esa historia que escucha el viejo, y el lector, nos dejarán meditando durante mucho rato sobre ciertas enjundias de la vida.
“Habana”, (18 páginas). Sigfredo, un hombre de provincia, es enviado a La Habana para tomar un curso de “Protección e Higiene del Trabajo”, de acuerdo con el cargo que ocupa allá, en su empresa. Todo el quid del cuento se despliega acerca de un león, un león que existe, o que Sigfredo está seguro de que existe, escapado del zoológico. En este relato, SP demuestra su magistral capacidad para el diálogo ágil, limpio, sin apoyaturas tantas veces. Y de su notable imaginación. Como a Sigfredo, de 39 años de edad, no le gusta el trabajo que lleva a cabo, rechaza finalmente el curso al que debe asistir y toma una decisión descabellada, pero a la vez lógica, luego de que conozcamos su temperamento, sus pesares. Su recorrido por La Habana se convierte en interesantes peripecias en las cuales, naturalmente, no podría faltar la mujer, la habanera Lucía vs el guajiro Sigfredo. Lucía se las da hasta de vidente, mientras Sigfredo continúa aterrado debido a ese león que, según él, anda suelto por las calles y lo tiene justamente a él, a Sigfredo, como uno de sus objetivos fundamentales. A partir del encuentro entre Lucía y Sigfredo, este relato da un giro que le permite al autor lucirse con esa destreza que lo caracteriza para insuflar intensidad a una narración.
“Sobre el oso” (2 páginas) cae en el terreno de la especulación. Buen cuento. “El oso, cuya cadena atada al centro le permitía circular en el tiempo como el secundario de un reloj, me obligaba a convivir rozando la mampostería, único modo de evitar sus ásperos zarpazos”. La lucha silente, al parecer eterna entre un oso y el protagonista; la expectación en sí misma.
“Pas de deux” (10 páginas), la anécdota no resulta novedosa: Bernabé decide encerrarse en una habitación, justamente en el baño de su casa campesina, para escribir una novela o algo así. Su mujer, Felicia, costurera, en la medida en que su esposo persiste en la idea, a tal punto que no recibe a nadie allí en su encierro, si bien toquen repetidamente a la puerta o lo voceen, comienza a preocuparse, mientras él, repleto de dudas, interrogantes, se quema los sesos tratando de siquiera iniciar su narración, aunque ya sabe, al menos, el nombre de su personaje principal: “Ignacio”. Ya verá el lector la inusual vinculación que llega a desarrollarse entre “Ignacio” y Bernabé, algo que sin duda salva al relato. Asimismo, en este texto, para el lector no informado, debemos aclarar que “placita”, aporte de la era castrista, es un sitio de venta de productos agrícolas. “Habían venido tomates a la placita, de ensalada”, le anuncia Felicia a Bernabé en algún momento tratando de sacarlo de su ensimismamiento creador. SP aprovecha este relato para entregarnos ciertos elementos del arte del corte y costura: Felicia “quería terminar un vestido pendiente. Le faltaba el falso y las candelillas, además de los ojales, pero apenas fijó la vista, empezó a dolerle la cabeza...”, preocupada claro por la obsesión que atribula a su marido.
“El cuerpo de Apolinar Macías” consta de 13 páginas y narra la historia de un hombre, Apolinar, que a los 53 años de edad, consigue separar su cuerpo de su alma. Ambos, entonces, van por derroteros distintos y las andanzas del “par” componen una narración llena de puntos de tensión, de deslumbramientos, de invitación a la reflexión, que no podemos abandonar hasta el final. La renuncia de Apolinar a su alma, o quizás viceversa, se produce cuando tiene un rapto de ira con su jefe. Llevaba dieciocho años de trabajo, de buen trabajo, en la misma oficina y no estuvo dispuesto a soportar a un tipo que se dirigía a él “en ese tono de arrogante superioridad”. Podríamos afirmar que en este relato, SP, como en otros antes citados, halla su verdadera cuerda; o sea, se encuentra en su verdadero registro narrativo, en esa voz y mundo que le resultan más gananciosos a la hora de crear.
“El cuento del hueco” (11 páginas). Como en el anterior, SP se desenvuelve en su verdadero registro, pez en su agua. La imaginación, lo real, pero excepcional. Berto, un tendero (bodeguero, dicen en Cuba) casi toda su vida, mientras, como suele hacer en las noches, descansa meciéndose en su sillón y mirando hacia la calle, advierte que un borracho, luego de zigzaguear ostensiblemente, cae en un tragante de alcantarilla que desde hace tiempo no tiene la tapa correspondiente. Damos el dato de que el laborioso y cumplidor Beto siente rechazo hacia los borrachos, de modo que no hace mucho o nada para auxiliar al hombre ebrio cuando cae en el hueco. Sin embargo, a partir de ese momento se desencadena en su interior un conflicto que lo llevará al límite. El final de este relato es impactante, y extraordinario. Como otras del volumen, esta narración tiene como escenario un pequeño pueblo de Cuba.
“El iniciado” (5 páginas). Se desarrolla, de manera evidente, en el período castrista, donde casi todo cae en la clasificación de delito, donde se lleva a cabo el contrabando de lo más inverosímil. Un joven, por cierto con labio leporino, un maletín en vagón del tren en el que viaja el joven, la Policía. Como lo dice el título, el joven es novato en la “profesión” de contrabandear; pero suficientemente temerario para llevar a cabo, lo anticipo, una fuga que no por lo espectacular deja de ser verosímil. Aquí, como en otros relatos antes señalados, SP logra sus mejores momentos narrativos.
“Segunda muerte de Fabricio” (7 páginas). El elemento principal de que se vale SP en este relato es la ya mencionada capacidad para la imaginación, aplicada al ciento por ciento, en este caso, a la especulación. “El 15 de septiembre de 1980, tras 75 años de marcha infatigable, el corazón de Fabricio Campoamores se aburrió de latir y batallar para no llegar a ningún sitio”. Así comienza el cuento y ya desde entonces contamos con el enunciado fundamental del mismo. Ya “al otro lado”, Fabricio, que en vida estuvo “durante cuarenta años al frente de la fábrica de gofio ´Nuevo Amanecer´”, se encuentra consigo mismo por medio de una hermosa joven que le va indicando cuáles son sus posibilidades en lo adelante. Por medio de la retrospección, vamos a saber cuáles fueron los detalles más íntimos del vivir del “buen Fabricio”, quien, entonces lo vamos a saber, fue en realidad un canalla. Si bien el esquema de este relato no es novedoso, lo salva lo que referíamos al inicio.
“Legalidad Post Mortem”, (9 páginas), en un tenor parecido al anterior, sucede en la era castrista. Ramón Díaz, alias “Barrita”, es enjuiciado y se ve venir para él una condena considerable. El delito consiste en que “Barrita” está vivo, y muy vital, ya, digamos a mediados de mes. Y todo el mundo sabe que lo recibido mensualmente por un cubano mediante la libreta de racionamiento, solo alcanza para unos cuantos días. A partir de la acusación contra “Barrita”, se crearán una serie de interrogantes, sinsentidos, malentendidos, que nos llevarán a lo largo de una historia absurda pero a la vez muy vinculada con aquella realidad.
“Parábola del buen ser” (11 páginas). Una sátira a lo que ocurre en Paraísa, un pueblo de provincia, que recibe, para ser inspeccionada integralmente, a la Comisión Central de Todos los Asuntos, cuyo Presidente de inmediato cae en sospecha porque allí los perros ni ladran. Ocurre, según uno de los personajes más atrevidos del lugar, “que el pueblo se estaba muriendo de hambre”. A lo cual le replica uno de los dirigentes visitantes que son “infundios, una campaña del enemigo para desacreditar la confianza en el liderazgo del país”. En este cuento se desmenuzan hasta la saciedad varios de los porqués y los por cuántos de las razones de la inopia de Paraísa.
“Monólogo sobre la marcha” (5 páginas), una crítica al fanatismo, una marcha agotadora que obliga a sus participantes a ir más y más allá, mientras no deben de dejar de entonar un himno precisamente glorioso, para alcanzar la Gloria. Narrado en primera persona, el cuento expone suma intensidad, el interés no decae; amén de un notable filosofar. Este texto, como otros, debió hacerse fuerte en otro libro.
“Un pie en lo alto” (9 páginas). Remite a la Internet, la modernidad. Mercedes, la esposa de Sebastián, lo encuentra una noche durmiendo “bocabajo con la pierna derecha doblada hacia arriba”. Aquí empieza el conflicto: a Sebastián, desde entonces ni puede ni le interesa mucho dormir de otra manera. Un caso raro en que intervienen otros familiares a ver si la situación se puede componer. El desasosiego de Mercedes es tanto que llega a expresarle a la hija acerca del extraño dormir de su esposo: “No es manía, es capricho. No me sentía así desde que Fidel me robó el taller de costura”. Y resulta que se originará cierto contagio de esta manera de dormir hacia otros familiares. ¿Se podrá encontrar en Internet alguna solución?
“Paraíso”, 28 páginas. ¿Una noveleta? ¿Una pichona de novela? Algo de las dos cosas no sólo por su extensión, sino por el tiempo fabular que abarca y por la profusión de personajes primarios y secundarios. Se desarrolla en un pequeño pueblo de provincia en la era precastrista. Uno de los personajes más destacados es el comilón sargento Antía, muy bien diseñado, como también el barbero Serafín, propenso al llanto nocturnal, irremediable e injustificadamente casi siempre, y su esposa Edelvina. Pero el núcleo del cuento descansa sobre el mudo Montañé, propietario de un carretón en el que recoge a los borrachos del pueblo y los lleva hacia el otro lado del cementerio, para que no den esa imagen negativa del lugar, tirados en las calles. Pero no es exactamente así: el mudo, que consta “con una desmesurada criatura” en la entrepierna, cumple otro propósito con esos tipos ebrios que recoge aquí y allá, lo cual se va sabiendo poco a poco, y las personas decentes del pueblo comienzan a quejarse con el sargento y las demás autoridades de Paraíso. Mas, paradójicamente, la afición y las dotes del mudo Montañé se corren prácticamente por todo el país y resulta la razón de que el pueblo florezca económicamente: desde unas y otras ciudades comienzan a llegar homosexuales para que el buen mudo les haga el trabajo. A partir de entonces surgen en el pueblo, más que antes, la codicia, el contrapunteo entre la moral y el bienestar de cualquier forma conseguido, y la traición. Y de este modo la historia nos irá desentrañando lo más bajo de la condición humana, donde no podrían faltar la envidia y el odio mortal.
“Aviso a los niños dela guagua”, un cuento breve, 4 páginas, cierra el volumen. Se trata de un escolar desobediente que acude a la imaginación para evadirse del medio, que según él, le resulta adverso. Debemos suponer que ocurre antes de la era castrista en un escenario indeterminado de la isla de Cuba. Con algo de parábola, el texto tiene como núcleo fundamental la obediencia y la lealtad.
Terminada la lectura, el lector constatará lo que decíamos al inicio de estas líneas: Sindo Pacheco armó un volumen de cuentos dispar en lo que se refiere a estilo y asuntos. Claro, sus textos son portadores de notable calidad, como es habitual en este autor; y en cuanto a esto, la calidad, no se le puede exigir a escritor alguno que la mantenga a lo largo de un libro. Sencillamente porque esto es imposible, suprahumano.
En la entrevista citada al inicio de estas líneas, Dovalpage le consulta a Pacheco: “Imagínate que un aspirante a escritor te pida consejos sobre esta profesión (¿vocación?, ¿equivocación?), ¿qué le dirías?”.
Sindo Pacheco: “Le diría que buscara otra profesión. Ejercemos un arte en decadencia, no vivimos del cuento sino que morimos del cuento. Luego del cine, de la radio, de la televisión, de la Internet, la palabra escrita es poco menos que un estigma”.
Aparte de que uno pueda estar de acuerdo o no con esta respuesta de Pacheco, dedicarle a un joven aspirante escritor este consejo, sería baldío. Quien nace para cargar esa cruz, no tiene escape. Digamos que es un castigo divino.
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