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Literatura, Literatura cubana, Teatro

Un teatro sin domesticar

Los cinco títulos hasta ahora publicados por Roberto Viña Martínez dan cuenta de una obra dramática de gran solidez y alentada por la preocupación por el presente de la Isla y sus circunstancias

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Entre los dramaturgos jóvenes que se han dado a conocer en lo que va de este siglo, Roberto Viña Martínez (La Habana, 1982) es uno de los que cuenta ya con una producción más sólida. Eso justifica que casi todas las obras que hasta hoy ha publicado vengan respaldadas por premios como Calendario (Amnesia del infierno), Fundación de la Ciudad de Matanzas (Anatomía del purgatorio), Virgilio Piñera (Autopsia del paraíso) y Milanés (No mirarás). Y también que ensayistas y críticos como Alberto Garrandés y Margarita Mateo Palmer, que por lo general no se ocupan del teatro, hayan escrito elogiosamente sobre él.

Las tres primeras obras antes mencionadas integran un ciclo que su autor ha llamado la Trilogía de la Castración, y son el resultado de su labor a lo largo de cinco años. Por eso, aunque se han publicado ya en ediciones separadas, su proyecto es reunirlas en un volumen. Fueron concebidos como textos independientes, pero poseen un nexo temático común: abordan la violencia entre los adolescentes y los jóvenes. Ese asunto aparece tratado desde una perspectiva masculina, si bien es pertinente anotar que dos de las obras incluyen personajes femeninos. Los escenarios en donde tiene lugar la acción son muy diferentes: una clínica psiquiátrica (Anatomía del purgatorio), un centro de detención para jóvenes (Amnesia del infierno), un instituto preuniversitario en el campo (Autopsia del paraíso).

A diferencia de las otras dos obras de la trilogía, Anatomía del purgatorio (Ediciones Matanzas, 2011, 58 páginas) sus personajes son solo cuatro: el Paciente 37, Esteban, Norma, la enfermera, y el doctor Vicente. El primero sufre problemas mentales que en gran medida provienen de una niñez y una adolescencia traumáticas. El padre lo obligaba a llevar vestidos rosados y abusó sexualmente de él. Esteban, por el contrario, entró allí para conseguir un certificado que le permita evadir el servicio militar. Se trata de un trapicheo ilegal en el cual la enfermera lleva ya mucho tiempo, y en el que también está implicado el director del hospital.

La violencia está presente en la obra, tanto en su manifestación física más obvia como en la psicológica. El dramaturgo se sirve de los tenues lindes que en un espacio como ese separan la demencia y la razón, para hablar de algunos de algunos de los problemas sociales más graves. Se ponen de manifiesto en los monólogos del Paciente 37, colmados de tanta cólera como sufrimiento. Y como ha comentado Ahmel Echevarría en el prólogo a la edición española de la obra, la sala de psiquiatría deviene un sitio donde “los límites entre el bien y el mal, la paz y el desasosiego, el agobio y la cordialidad, el dolor y el placer son líneas muy delgadas; los personajes pasan con solo un chasquido de dedos de ser víctimas a victimarios. Todos”.

Si en esa obra el Purgatorio es una sala para enfermos mentales, Viña Martínez localiza el Paraíso en un preuniversitario en el campo, que, además, lleva el nombre del poeta Gastón Baquero. De acuerdo a la información que se proporciona al inicio, el centro posee “el mejor índice de ingreso escolar a la universidad, desde su primera graduación en 1971”. Siguiendo el patrón adoptado por el dramaturgo, la lista de personajes pasa a ser la relación de los alumnos que estudian en el doceavo grado en el año en curso. A continuación del nombre se anotan los datos generales que figuran en su expediente acumulativo. Y bajo el nombre de Horario Escolar, aparecen las catorce escenas en que está dividida la obra. Algunas llevan títulos tan expresivos como “Yo no soy chivato, ¿y tú?”, “Si se va a formar, que se forme” y “¡Cállate la boca y sigue mamando!”.

Autopsia del paraíso (Ediciones Alarcos, La Habana, 2018, 67 páginas) es una obra coral, en la cual las historias de siete estudiantes se van entrecruzando. Construida a manera de puzle, la acción va avanzando con continuos saltos del presente a un año y pico antes. El punto de arranque es la carta que un día antes recibió Laura. La envió Adrián, un antiguo alumno que ahora reside en Estados Unidos, y está dirigida a todos los integrantes del que era su grupo. La lectura de la misma da pie a la reconstrucción de un suceso del cual se habló mucho cuando ocurrió. Acerca del mismo, Teté, otra estudiante, escribió entonces en su diario:

“En el campamento no se habla de otra cosa. El chisme está en boca de todo el mundo, que es lo peor. No sé lo que va a pasar, pero no es nada bueno. Los cogieron. A los dos. Alguien los vio y empezó a regar la bola. Dicen que hay fotos de la cochinada. Yo no puedo creerlo. Si es a mí, creo que me da un infarto. Hay que atreverse muchísimo. De uno no me extraña, el que le dicen Cantimplora, Rey; siempre restregando su forma desfachatada, la gritería, su amaneramiento, como si estuviera orgulloso de ser más mujer que hombre; ¿pero que Adrián cayó en eso? La gente tenía razón en lo que decía. Ahora nadie lo cree. Dicen que no supo nada, pero yo creo que tenía que saber algo, eso se siente, y no es lo mismo cuando te toca una mujer que cuando lo hace un tipo”.

Las tiernas fieras de un zoológico

La versión de lo sucedido no es exactamente la que ahí se da. Viña Martínez la irá completando y precisando a lo largo de la obra con mucha habilidad. Fue algo que comenzó como una broma pesada que acabó por írsele de las manos a quienes la urdieron. Había sido una noche de alcohol y Adrián cayó totalmente rendido en su litera. Unos estudiantes, con un resentido Sergio a la cabeza, llevaron a Cantimplora, para que se aprovechara y le hiciera algo al joven dormido: un besito en la boca, una sobadita por encima del pantalón. Se negó, pero Sergio supo convencerlo, dándole un gaznatón y amenazándolo con “regar cierta historia con un profesor de Biología”. El chico le hizo una felación a Adrián, quien en el estado de semi inconsciencia en que se hallaba creyó que era Laura quien se la hacía.

Hechos tan humillantes y crueles como ese no son excepcionales, sino que se producen en los centros educacionales de todo el mundo. En el contexto de la historia narrada en la obra, pudiera atribuirse además a una noche en la que el alcohol descontroló a los personajes. Pero dista de ser la única conducta reprobable que se da entre ellos. En el breve texto que redactó para la contraportada del libro, Abel González Melo acierta al definir a estos como las tiernas fieras de ese zoológico que se quedaron encerradas, agónicas, y se ven abocadas al precipicio moral.

En esa autopsia o examen analítico que realiza Viña Martínez, emergen la doble moral, las desigualdades sociales, los deseos sexuales reprimidos, la violencia, la prostitución con extranjeros, los prejuicios raciales. No estamos, sin embargo, ante seres monstruosos y deshumanizados, sino ante unos adolescentes que empiezan su andadura por la vida, que cargan frustraciones, anhelos y lacerantes incógnitas existenciales, que bregan por encontrar estabilidad entre sus paradojas vitales y el entorno en el cual se desenvuelven. Y a propósito de esto, me parece oportuno reproducir unas palabras escritas por Alberto Garrandés: “Autopsia del paraíso explora, con éxito punzante, esas actitudes, esas identidades, esas almas donde la cuchufleta, la pose y la risa intentan contrarrestar la tupida melancolía que sirve aquí de trasfondo. Las palabras de orden son cuatro: inseguridad, naufragio, desengaño y frustración”.

Pienso que de lo anterior se puede deducir que Autopsia del paraíso aborda esa realidad sin cortapisas ni tapujos y a partir de un tratamiento realista. Un realismo, conviene decirlo, renovado, que no recurre a las viejas formas sagradas. Coherente con eso, su autor apuesta por una estructura dramática dúctil y caleidoscópica, en la cual la historia se va construyendo —también deconstruyendo— mediante diferentes planos y recursos. Las escenas corales se alternan con los dúos y los monólogos. Hay escenas en las que la acción intensifica el sentido de los diálogos. Un ejemplo de esto es la titulada “Muñeca de cristal”. En ella Sheila acude a la oficina del director del centro para dar su versión de lo sucedido la noche de marras. Mientras lo hace, se va desvistiendo al ritmo de la música. Por otro lado, el español más o menos neutral de Anatomía del purgatorio es desplazado por uno de inequívoco linaje criollo, en el que abundan las palabrotas y los términos y expresiones del argot popular y juvenil.

Esa incisiva disección del mundo de los jóvenes estaba ya presente en Amnesia del infierno (Casa Editora Abril, La Habana, 2015, 116 páginas). Está ambientada en un centro de detención cuyos internos oscilan entre los 16 y los 21 años. Al inicio, se escucha la voz en off de una mujer que invita a conocer la labor que allí se realiza a través de la jornada de Puertas Abiertas. Explica que la institución cuenta “con más de diez años de experiencia, más de veinte reconocimientos como vanguardia, méritos al trabajo, diplomas y medallas”.

Desde sus inicios, mantiene como objetivo el de “reeducar a los internos con el sueño de verlos insertados nuevamente en la sociedad, como hombres de bien, laboriosos, revolucionarios, y reciprocando la confianza puesta en ellos”. Hasta la fecha, más del 70 por ciento de los que han pasado por allí se han reintegrado a la vida normal y prestan servicio como carpinteros, albañiles, electricistas, plomeros, soldadores. Asimismo, un 92,7 por ciento de los jóvenes allí recluidos están vinculados a los programas escolares y laborales. Y concluye la voz femenina: “Ya sabemos que nuestro trabajo no descansa en estas paredes, pero si dentro de ellas se consolidó el éxito, es justo compartirlo con ustedes, visitantes, amigos…”.

A partir de la primera escena, todo lo que acontece constituye una refutación de esa imagen ideal que la propaganda oficial trata de presentar. Lo que se describe como “una familia que comparte un mismo espacio, un mismo vínculo”, es un microcosmos en donde solo sobreviven los más fuertes y en el cual la insolidaridad, el chantaje, el trato degradante, la deshumanización y las palizas están a la orden del día. La Junta Directiva aprobó unánimemente hacer referencia a los internos con términos tan peyorativos como presos, delincuentes, maleantes y otras denominaciones al uso. En cambio, permite e incluso contribuye a que dejen de ser conocidos por sus nombres y pasen a llamarse La Negra, Tapón, El Salado, El Muertero, La Puerca.

Una cárcel que no lo es

Como todo el sistema penitenciario cubano, se anuncia que aquella es una institución magnánima y humana. Allí no hay celdas de castigo, sino cuartos de reflexión. Pero por más que se pretende convencer de lo contrario, se trata de “una cárcel que no lo es”. Así lo aprende Ángel, el interno de 16 años que ingresa al comenzar la obra: “Porque no hay guardias, sino instructores, oficiales; porque no hay suicidas sino accidentes imprevistos; porque todos somos iguales cuando en realidad, hay bandas y preferencias que representan lo mismo un color de piel, o una calle que no conoces y hasta una marca de ropa extranjera. Porque en un centro de detención nada es como dicen y la apariencia es verde con puntas y blanca por dentro, pero no es guanábana. Cárcel para jóvenes, zona de guerra con locos que también te abren en canal con una sonrisa, y con maricones, sicópatas, drogadictos, pajuzos, perros rabiosos, de todo como en la shopping. Este es el espacio para la redención, y todos tienen derecho. Bienvenido”.

En unas palabras suyas reproducidas en la contraportada, Margarita Mateo Palmer comenta que la obra está conformada “a partir de universos desestructurados donde los recuerdos se superponen a los sueños, al delirio y al acontecer real”. Eso da cuenta de su compleja arquitectura dramatúrgica, en la cual tienen cabida escenas de variados registros. Así, por ejemplo, siguiendo la premisa de la celebración de la jornada de Puertas Abiertas, el autor incorpora un show con presentaciones de exponentes locales del “más genuino arte carcelario de nuestro país”. Cuenta con un presentador, un disc jockey y actuaciones con karaoke. Son eficaces recursos mediante los cuales el realismo adquiere más expresividad. Y que, como en el caso de los elementos oníricos, aportan lucidez y poder arrasador.

Según ha declarado Viña Martínez, No mirarás (Ediciones Matanzas, 2018, 98 páginas) es el primer título de una nueva trilogía cuyo núcleo central son las relaciones de fraternidad y afecto entre personas adultas y de la tercera edad, este último un sector importante de la sociedad cubana. Asimismo, a propósito de esa obra expresó en una entrevista: “Para mí fue muy importante escribirla porque en buena medida busco reflejar muchas cosas que no estaban en mi dramaturgia anterior. No es una obra que tienda a la lamentación, sino que posee cierto optimismo, contiene cierta dosis de humor, de ironía”.

Respecto a las obras anteriores, No mirarás significa un cambio en la escritura teatral de su autor. Los personajes no son jóvenes, sino personas mayores o bien próximas a esa edad. Viña Martínez abandona además los espacios colectivos, para centrarse en lo que ocurre en el interior de los apartamentos de un edificio de veinte pisos. En uno de ellos viven Sara y Mateo, un matrimonio de jubilados que tratan de mantenerse activos y, de paso, agregar algún dinerito a su pasión. Él fue antes director de una escuela y ahora se dedica a dar clases particulares a estudiantes. Pero al iniciarse la obra, las ha suspendido. Le confiesa a su esposa que ya no disfruta haciéndolo: no quiere perder el tiempo tratando de enseñar a “chiquillos malcriados que están más pendientes de la última canción de reguetón, que de aprender”, o que “prefieren pagar por las respuestas de los exámenes; prefieren no sacrificarse y seguir con la misma idiotez”.

Una filtración de agua proveniente del piso superior viene a perturbar la vida del matrimonio. Hacen gestiones para que solucionen el problema, pero chocan con el burocratismo y el peloteo. Solo reciben excusas, promesas y las consabidas frases para justificar la endémica ineficacia y la demora: “las cosas no se arreglan de un día para otro”, “los materiales están escasos”, “deben tener paciencia”. En uno de los característicos monólogos del teatro de Viña Martínez, Mateo se queja con enojo y amargura:

“No es justo. Nosotros no molestamos a nadie. Doblé el lomo como un caballo en las tareas que me asignaron, pasé más trabajo que un forro de catre para tener este apartamento; y mi única ilusión es una vejez tranquila después de cuarenta años dedicados a la educación. Esos mismos que ahora me hacen de lado, y me tiran a mierda como un trapo viejo; a esos los eduqué, fueron mis alumnos, los hice personas (…) Y tiene uno que joderse, y resignarse porque todo el mundo está para resolver sus problemas, y los demás que revienten. Yo no ayudé a construir un socialismo de esa forma. Me engañaron. Pero no se preocupe, cuando haya que desfilar, ahí estamos como el primer día, desde el 59… ¡Aquí no se rinde nadie! ¡Patria o muerte! Pa’ lo que sea y todo lo demás. Pero si llego a saber que el Perico era ciego y sordo, oficial, no me monto en el tren”.

Notorio protagonismo de las mujeres

La filtración solo es, sin embargo, uno de los varios síntomas del deterioro del edificio. La pared de la entrada está llena de grafitis, mensajes, números de teléfonos, ofensas y dibujos de genitales. En una de las escenas, Sara y Mateo se cansan de esperar el elevador y deciden subir andando los trece pisos. En otra escena, que se desarrolla por completo sin diálogos y con La bella cubana de José White de fondo, varias personas entran en la vivienda de una señora que acaba de fallecer y se llevan todo lo que pueden. En la acotación, Viña Martínez describe con estas palabras lo que allí tiene lugar: “De pronto, la entrada del apartamento se vuelve un mercadillo improvisado, feria de antigüedades, pulguero de ofertas en que los vecinos se disputan y saquean los objetos y artículos de mejor calidad o valor. O lo que, simplemente, se le pueda meter mano (…) La casa de Delia deviene almacén que es saqueado al por mayor”. Al igual que hace con el preuniversitario y el centro de detención, el dramaturgo emplea el edificio para crear una lúcida y dura metáfora de la sociedad cubana de hoy.

Medea maesltrom (Ediciones La Luz, Holguín, 2016, 56 páginas) es, al menos de momento, la única obra de Viña Martínez que no forma parte de una trilogía. Asimismo, conviene resaltar que, a diferencia de las anteriores, en ella las mujeres tienen un claro protagonismo. Es además la primera en la cual parte de una historia y unos personajes pertenecientes a la tradición clásica. Y a propósito de esto último, resulta curioso el hecho de que varios autores de la Isla coincidan en el interés por la figura de la hechicera más importante de la mitología griega. Al texto que acabo de mencionar hay que sumar los de Abelardo Estorino (Medea sueña Corinto), Maikel Rodríguez de la Cruz (Medea reloaded), Renata Mazenov (Medea, exilio del tiempo) y Orlando Concepción González (Medea de barro).

Viña Martínez no recrea la historia que Eurípides narra en la que posiblemente es su tragedia más conocida. Propone una lectura propia, al situar la trama mucho antes de que Jasón abandonara a Medea y contrajera matrimonio con la hija del rey de Corinto. Toda la obra se desarrolla en la nave Argos. Medea ha ayudado a Jasón a hacerse con el vellocino de oro y ahora viaja con él, acompañada de la Nana y de su hermano Apsirtos. Al cabo de unos días de estar navegando, descubren que son perseguidos por unos barcos. Los comanda el rey Eetes, padre de Medea, quien no perdona a la hija su traición. Sus naves son más veloces y supera a la de los argonautas en soldados y en armas. Solo gracias a Medea consiguen que Eetes dé la vuelta y se pierda en el horizonte. Ha hecho un sacrificio y tras consumarlo, se enfrenta con estas palabras a su padre. Las conocemos a través del relato que hace la Nana:

“Aquí tienes a tu hijo, Eetes, recoge sus restos y levanta con ellos un altar para el heredero. El heredero que siempre quisiste, el último sucesor. Ahí lo tienes, vuelve con él a tu tierra. Dale sagrada sepultura, y luego engendra otros varones en vientres más dispuestos que el mío. Hazlo ahora que todavía conservas fuerzas, porque dentro de unos años alguno de tus fieles súbditos sabrá cortarte la cabeza, sabrá sentarse en tu trono y gobernar sin ti. Recoge a tu hijo más querido, y déjame marchar como su asesina, no como su hermana”.

Pese a su alejamiento aparente de la temática de las otras obras de su autor, una lectura cuidadosa revelará que esa preocupación por el presente de la Isla y sus circunstancias sigue estando presente. Medea no es aquí la hechicera bárbara llena de dolor y odio por la deslealtad de Jasón, sino una mujer que ha escapado de un padre que no perdona la traición, que quiere perpetuar su linaje y que gobierna “con una mano poderosa atando el destino de todos los hombres y mujeres”. Opta por el exilio porque no quiero “envejecer a la sombra de soldados calvos y entrecanos, de militares decrépitos, de escoltas vigilantes al mandato del hijo del sol”. Por eso no vacila en emprender esa arriesgada travesía por un mar que es un cementerio. Eso explica la pesadilla que tiene de manera recurrente: un navío, cargado de niños y mujeres, es perseguido por otro barco, con luces potentes, y cuando le da alcance, “ni las lágrimas de los niños ni los gritos de las mujeres pudieron evitar que el agua de la otra nave se los tragara. Un fondo poco profundo los recibió, un fondo oscuro del que nadie escapa”.

En el plano formal, es de notar que en la escritura de Medea maelstrom hay una clara apuesta por la condensación y la austeridad. El marco espacial es la nave Argos y la misma concentración se ha aplicado a la unidad de tiempo. La estructura dramatúrgica se caracteriza también por su concisión y la trama argumental ha sido reducida a lo esencial. Estamos, en suma, ante un estupendo ejemplo de trabajo sobre los clásicos. O, para expresarlo con palabras de Eberto Abreu García, una obra que “enriquece las geografías y las rutas de la dramaturgia cubana contemporánea en sus afanes por revelar las resonancias que autores y relatos perdurables ejercen en los procedimientos creativos y en los imaginarios actuales”.