Un vehículo para recibir
El crecimiento anómalo del español se debe a la inercia e indigencia cultural de la geografía donde se produce.
"Mi destino es la lengua castellana / El bronce de Francisco de Quevedo", diría Borges, con una suerte de jactanciosa resignación al comienzo de un poema en elogio del alemán y, de alguna manera, de su comercio con otros idiomas. Los que pensamos y escribimos en español, para quienes este vehículo es inseparable de la escritura, podemos percibir ese "destino" como una cadena, un fatum ominoso, una inescapable esclavitud.
La conciencia de esa servidumbre la brinda, precisamente, el trato con otros idiomas, con otras literaturas y, particularmente el esfuerzo, nunca suficientemente reconocido, de convertir esos otros idiomas en el propio. Si algo ayuda a demostrar el ejercicio de la traducción de un idioma tan pujante y tan rico como el inglés es la carencia de esas cualidades en el nuestro.
Los que se han acercado al inglés de manera rudimentaria afirmarán, por el contrario, la mayor riqueza del español e intentarán justificar este dictamen por la retacería de voces prestadas que el español adquiere de otras culturas más vivas y dinámicas. Si por riqueza definimos la cantidad de vocablos que posee un idioma, el inglés casi triplica el número de voces del español, con un repertorio tan vasto de sinónimos, por ejemplo, que va parejo a la frustración de quien intenta traducirlos a nuestra lengua materna.
Esta última no crece de manera orgánica, con vocablos engendrados y paridos de sus propias entrañas, sino que se remienda con la adquisición de palabras y giros exógenos que suele integrar de manera torpe y precaria. La Real Academia, con vergonzoso sometimiento en opinión de algunos, o al menos cuestionable docilidad, se limita muchas veces al papel de amanuense que registra y licita esas adquisiciones gratuitas y, en algunos casos, ofensivas.
Un académico de cierto prestigio me decía hace poco que él esperaba una reacción que terminaría por expurgar del diccionario muchas de estas inclusiones hechas a la ligera.
No obstante, la posible corrección de este crecimiento anómalo en el diccionario de la lengua no sirve para desvirtuar la verdadera naturaleza del problema: la inercia e indigencia cultural de la geografía donde el español se produce —una inmensa sociedad receptora donde no se crea nada, no se inventa nada, no se produce ninguna novedad— y que no encuentra compensación en el aumento del número de hablantes ni en su expansión territorial.
Unamuno dijo: "¡que inventen ellos!" —refiriéndose sin duda a los anglosajones y germanos— y ellos han inventado prácticamente todo, no sólo en el campo de las tecnologías, en el que no podemos dar un paso sin depender de una herramienta creada y desarrollada en el ámbito de una cultura que no nos pertenece, sino también de las ciencias puras, de las ciencias naturales, de las ciencias sociales… en todas las disciplinas humanísticas. Nosotros, entre tanto, nos dedicamos a traducir, somos culturalmente importadores. Con excepción de unas pocas obras de ficción que logran pasar al inglés y a otros idiomas, casi todo lo demás corre en dirección contraria.
Agresiones internas y externas
Lejos, pues, de crecer de manera orgánica, el español se contamina al tiempo que se enfrenta a agresiones internas y externas. De las primeras da sobrada fe la preponderancia que han ido adquiriendo en España las lenguas o dialectos provinciales (el catalán, el gallego, el vasco, incluso el valenciano, que no es otra cosa que un catalán pervertido).
El auge reciente de estos nacionalismos se ha logrado a costa de la hispanidad y de su instrumento de comunicación: el castellano. Lo mismo puede decirse —aunque de manera menos enfática— de las lenguas indígenas de América que empiezan a reclamar una vigencia que, necesariamente, reduce el espacio del español.
De lo segundo (la agresión externa) se da en todo el mundo hispanohablante frente a la fuerza de otras lenguas europeas y particularmente del inglés, convertido ya en el vehículo de la globalización; pero resalta en el encuentro que se produce a diario entre el español y el inglés en Estados Unidos como consecuencia del continuo crecimiento de la población de habla hispana. El resultado es el fenómeno al que llamamos spanglish, que otros aplaudirán como un signo de vigor, pero que a mí me parece el resultado de una lamentable carencia, que se acentúa dada la condición de analfabetismo o semianalfabetismo de la mayoría de los que llegan aquí provenientes de nuestros países.
El producto de la cultura en español podría reducirse, luego, a la literatura, de cuya vitalidad dan fe las docenas, si no los centenares, de títulos que aparecen anualmente en nuestras librerías. Sin embargo, un examen más detenido de estas obras nos pondría en contacto con una caterva de literatura de desecho (incluidos muchos de los receptores de los premios literarios más prestigiosos), así como con la vigencia —casi siempre paródica— del barroco, esa antigua enfermedad del español que denota sobre todo un arraigado provincianismo, aun entre los autores de mayor nombre.
De momento, parecería que tenemos que resignarnos a nuestra condición de cultura subalterna. Los que inventaron y siguen inventando nos sacan tan buen trecho de ventaja que no puedo imaginar qué prodigio —o qué catástrofe— tendría que ocurrir para que la hispanidad se convirtiera en un centro primario de producción cultural que se reflejara orgánicamente en nuestro idioma.
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